Las celebraciones del recuerdo de los cien días de matanza atroz que tuvieron lugar hace 20 años en Ruanda comenzaron, con el encender de una llama en Kigali, el pasado 7 de abril. Una guerra bárbara y fratricida, combatida entre los dos grupos étnicos hutus y tutsis, con el uso de armas blancas como machetes, palos, hachas y chuchillos, que dejó 800.000 víctimas en el terreno. Un derramamiento de sangre tribal que se consumó entre el silencio ensordecedor de la “comunidad internacional” –y de forma especial de Francia y de Estados Unidos– que a día de hoy puede ser calificada la principal y directa responsable de lo sucedido.
Elocuentes, a tal propósito, las recientes declaraciones del secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, que durante la ceremonia de Kigali intervino remarcando que “el genocidio permanece una vergüenza para las Naciones Unidas”. Esta frase se paragona con las pronunciadas en el pasado por su homólogo Boutros Ghali, quien, después de haber reconocido su fracaso personal, observó como el caso de “Ruanda es un fracaso no solo para la ONU, sino también para toda la comunidad internacional. Somos todos responsables de este fiasco”. Con 20 años de distancia y a pesar del hecho que permanecen aún muchas zonas de sombra sobre la responsabilidad de aquellos trágicos eventos, se ha aclarado que, como para la mayor parte de las guerras tribales que ensangrientan el continente negro, también en el enfrentamiento entres los hutus y los tutsis se ha combatido una guerra de poder entre Francia y Estados Unidos para adquirir puntos estratégicos y zonas de influencia en el área de los Grandes Lagos.
La división entre los dos grupos –que, a parte de las diferencias sociales, comparten lengua, cultura y religión– tiene sus raíces a inicios de los años 20 del siglo XX. Inducida por los colonos belgas para tener el pleno control del régimen, que consistía en el poner a punto la estrategia del dividi et impera que produce una separación neta entre las comunidades, alimentada de una ideología racista. Los tutsis, minoría dedicada al pastoreo que representaba al 14 por ciento de la población próspera, fueron los elegidos respecto a los hutus que constituían la clase campesina.
Así estuvieron las cosas hasta 1962, que cambió como resultado del abandono de Ruanda por parte de Bélgica que ofreció una preciosa oportunidad a los hutus de organizarse para la toma de poder que fue obtenido y mantenido hasta los años 90. Pero, al finalizar los años 80, la caída del precio del café, junto a las intervenciones sucesivas del FMI y de la Banca Mundial, llegó la crisis económica de Ruanda provocando una nueva radicalización de la tensiones. Esto llevó a la división entre los mismos hutus y a un intento de invasión del país por parte del Frente Patriótico Ruandés (Fpr), formado en la vecina Uganda en la diáspora de los tutsis, fuertemente militarizada y politizada.
Desde ese momento la tensión creció dramáticamente, alimentada por las autoridades gubernamentales que, además de difundir entre la población un sentimiento generalizado de psicosis, proveyendo entrenamiento del ejército y la compra de armas (de China llegaron 500.000 machetes), todo ello con el apoyo del gobierno francés, entonces dirigido por Mitterrand. Este clima exacerbado de tensiones llegó al culmen en la tarde del 6 de abril de 1994, cuando la explosión del avión en el que viajaba el entonces presidente ruandés provocó un rugido que se desató sobre los cielos de la capital y que marca el comienzo de las trágicas violencias que se produjeron en los cien días siguientes de masacre y que terminó tras la intervención del FPR, comandado por el presidente Paul Kagame.
En este sentido, muchos analistas han señalado que las operaciones del FPR fueron apoyadas por las fuerzas especiales de Estados Unidos y de la CIA que dieron al grupo los misiles tierra-aire de fabricación rusa para golpear el avión presidencial. Según los mismos, de hecho, el objetivo de los Estados Unidos era socavar Francia, que había adquirido lugares estratégicos en el país, y sustituyendo el gobierno actual con uno gobierno pro-estadounidense; para así establecer en Ruanda un especie de protectorado que le permitiera tener un punto de apoyo estratégico en África Central.
Veinte años después de los trágicos episodios, y a pesar de las continuas especulaciones desplegadas por el gobierno, Ruanda es hoy un país normalizado que quiere redimirse. Indicativa en este sentido es la tasa de crecimiento económico de alrededor del 6,5 por ciento, con la producción de café que está mejorando mucho su actuación y la presencia de numerosos empresarios extranjeros que quieren invertir en el país. Importantes también resultan ser los ingresos de la industria minera extractiva que, desde la época de la colonización belga, han dado al país un papel de considerable importancia, que ha aumentado mucho con el auge de la industria ultra tecnológica que ha transformado el coltan en un precioso recurso estratégico.
En los últimos años, Ruanda ha logrado desarrollar este sector, a pesar de que el contrabando de minerales congoleños ha hecho que sea difícil distinguir entre la producción local y los minerales robados en el Congo. Sobre este punto, la Conferencia Internacional de la Región de los Grandes Lagos (ICGLR) ha tratado de establecer un mecanismo de trazabilidad que permita a todos los Estados miembros demostrar el origen oficial y no beligerante de los minerales con el fin de exportarlo.
De los datos recogidos en este momento, muchos analistas confían en esbozar una Ruanda que, veinte años después del genocidio, es un país que está avanzando en el camino del desarrollo aunque si no puede callar el hecho de que las heridas que lo afectaron no están todavía cicatrizadas. Las tensiones incluso podrían estallar de nuevo debido a la herrumbre que existe con los países vecinos, como Tanzania y la República Democrática del Congo, el apoyo a los anti-Kigali con el objetivo de desestabilizar al régimen del presidente Paul Kagame, ciertamente, no garantizan la plena estabilidad del país.