Conversión a Dios y conversión hacia el prójimo

Comentario a evangelio del Domingo 2° de Adviento/A

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Jesús Álvarez, ssp

«Por aquel tiempo se presentó Juan Bautista y empezó a predicar en el desierto de Judea. Este era su mensaje: «Conviértanse de su mal camino, porque el Reino de los Cielos está cerca”. A Juan se refería el profeta Isaías cuando decía: “Una voz grita en el desierto: Preparen un camino al Señor; hagan sus senderos rectos”. Venían a verlo de Jerusalén, de toda la Judea y de la región del Jordán. Y además de confesar sus pecados, se hacían bautizar por Juan en el río Jordán. Juan vio que un grupo de fariseos y de saduceos habían venido donde él bautizaba, y les dijo: «Raza de víboras, ¿cómo van a pensar que escaparán del castigo que se les viene encima? Muestren los frutos de una sincera conversión, pues de nada les sirve decir: «Abrahán es nuestro padre». Yo les aseguro que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán aun de estas piedras. El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no da buen fruto, será cortado y arrojado al fuego» (Mt 3, 1-12).

El mensaje de Juan Bautista es el mismo de Jesús: “Conviértanse”. Y también los escribas y fariseos predicaban la conversión; pero éstos proponían sólo un cambio de apariencia, mientras que la conversión propuesta por el Bautista y por Jesús es mucho más: un cambio real de vida, desde el corazón, desde la mente y la voluntad, para mejorar la relación con Dios y con el prójimo.

Esta relación debe traducirse en una conducta conforme a la voluntad divina, conducta de hijos de Dios, y así producir “frutos de verdadera conversión”. Que si el árbol –imagen de la persona humana- no produce frutos, será cortado y arrojado al fuego. ¿Estará el hacha amenazando mi árbol?

Mientras los judíos esperaban un futuro reino de Dios, Juan bautista lo anunciaba ya presente en Jesús: en él Dios se ha convertido hacia los hombres, y espera que nosotros nos convirtamos a Dios y al prójimo, imagen suya.

Convertirse exige dejar las felicidades y seguridades engañosas, egoístas, pasajeras, que nos seducen y apartan de las verdaderas y permanentes, que ni siquiera la muerte nos puede quitar, pues ésta se hace puerta de la resurrección, que eternizará la vida y las buenas obras de quienes pasen por el mundo haciendo el bien, como Jesús.

Convertirse no es sólo alejarse del mal, sino, sobre todo, hacer el bien y vivir de fe hecha obras de amor. Por eso la “vida en Cristo”, la unión con Él, es el objetivo de la verdadera conversión, la cual nos hace cristianos auténticos, por la vital unión con Él.

No nos engañemos, como los fariseos y los escribas – que creían merecer la salvación sólo por ser “hijos de Abrahán”-. No nos creamos cristianos sólo porque estar bautizados, porque ser religiosos o sacerdotes, por ir a misa, comulgar, rezar el rosario, tener imágenes en casa, leer la Biblia, formar parte de grupos parroquiales… Todo eso, sin conversión auténtica -vuelta amorosa a Dios y al prójimo-, al fin no nos valdría de nada. Todas esas cosas sólo valen si son consecuencias de la vida cristiana. Lo esencial es la unión real con Cristo presente, la que nos hace cristianos, “otros cristos”.

Que no merezcamos la imprecación de Jesús: “¡Raza de víboras…, muestren frutos de verdadera conversión!” Quien se creyera que no tiene nada de qué arrepentirse y convertirse, demuestra ser el más necesitado de conversión.

Urge volvernos más a Cristo resucitado presente, y al prójimo como hermano, por ser hijo del mismo Padre y con el mismo destino eterno en su casa celestial. Dios nos libre de conformarnos de ser cristianos sin Cristo.

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Jesús Álvarez

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