Dejó una imborrable estela en el Madrid del siglo XVI como insigne predicador e incansable apóstol. Nació el 17 de octubre de 1500 en Oropesa, localidad toledana integrada en la diócesis de Ávila, y de cuyo castillo era gobernador su padre, Hernando de Orozco. Debía su nombre a una profunda convicción de su madre quien, hallándose encinta y pensando cómo habría de llamar al hijo que esperaba, sintió que la Virgen María le sugería el nombre de Alonso en honor de san Ildefonso, puesto que deseaba que el niño fuese su «capellán». Sus tres hermanos se abrazaron, como él a la vida religiosa. Su infancia también se caracterizó por su amor a Dios y la clara voluntad de consagrarle su vida. Cursó estudios elementales en Talavera de la Reina, donde fue monaguillo, y en Toledo, de cuya catedral fue «seise» (niño de coro). En esta época se originó su afición por la música y nunca perdió su dilección por ella. Los estudios universitarios los realizó en Salamanca. Su intención era cursar leyes como su hermano Francisco y secundándole ingresó en el convento de los ermitaños de San Agustín, un lugar que habían encumbrado con su virtud venerables e insignes figuras, entre otros, san Juan de Sahagún y santo Tomás de Villanueva. Alonso tomó el hábito de manos de éste último en 1523.
Después de ser ordenado sacerdote, completó sus estudios en la universidad salmantina, pero su camino no discurriría por la vertiente académica, sino por la vía de la predicación que le encomendaron, prestigioso ministerio en la época. No se destinaba a cualquiera para esta misión ya que requería una sólida formación, además de unas cualidades para la oratoria que no están en manos de todos. Ahora bien, no era cuestión de talento o condiciones; era un asunto de virtud. Como Alonso la poseía, Dios le dio la gracia de llegar al corazón de las gentes de diversa procedencia, y obtener incontables conversiones a través de sus palabras y de acciones apostólicas que le hicieron muy popular. Lo mismo alternaba con la corte y nobleza, se codeaba con escritores ya inmortales como Quevedo y Lope de Vega, que se volcaba en el pueblo. Eran las gentes humildes y sencillas quienes se sentían identificadas por el testimonio de su vida austera y su ardiente caridad con los enfermos, los abandonados y los reclusos.
Doña Juana, hija de Carlos V, le admiraba profundamente por haberle escuchado predicar en Valladolid; le acogió como predicador real, misión ratificada por su padre en 1554 y por Felipe II. Pero antes de recalar en Madrid, Alonso ya había desempeñado el oficio de prior de los conventos de Medina, Soria, Sevilla, Granada y Valladolid. Además, fue visitador de Andalucía y definidor provincial. Una artritis gotosa frustró su anhelo de evangelizar y obtener la palma del martirio en Méjico; ya había emprendido el camino, y estando en Canarias se vio obligado a regresar al convento. En 1561, cuando Felipe II le llamó a Madrid, le avalaba una larga trayectoria como religioso y como escritor, porque hallándose en Sevilla en 1542 había sentido que la Virgen le instaba a hacerlo: «¡escribe!», le dijo. Y de su pluma surgieron numerosos tratados de espiritualidad, libros, sermones, obras poéticas y una notable correspondencia. De modo que, entre su capacidad como predicador para elevar el corazón de las gentes a Dios, sus dotes musicales (tañía el clavicordio) que eran aclamadas por espíritus selectos, y su ingente producción literaria, coronadas por su virtud, amor a la oración y devoción por la Eucaristía y por María, que eran el centro de su vida, se comprende la expectación con la que se acogía su palabra y el cariño del pueblo llano que lo denominaba «el santo de San Felipe», aludiendo al nombre del convento madrileño en el que vivía.
Los que recurrían a él ignoraban la batalla interior que libraba. Durante treinta años padeció unos escrúpulos tales que solo cesaban durante la confesión y la celebración de la Santa Misa. En una etapa de su vida tuvo que luchar para defender su vocación al sentirse atraído por el mundo, escuchar la llamada del amor humano y tener que aceptar las dificultades del día a día dentro de la vida religiosa. «¡Oh cuántas veces estuve determinado de dejar la vida santa que había comenzado!», confesó después.En particular, siempre le costó tener que acoger obedientemente las misiones de gobierno que le encomendaron: «Si algunas veces, ordenándolo vuestros ministros, sentí pesadumbre en aceptar […], al fin, peleando con mi voluntad, me sujetaba al yugo de la obediencia, en la cual Vos, bondad infinita, siempre me fuisteis favorable, de suerte que hallaba nuevas fuerzas adonde yo no pensaba». Todo lo superó con insistente oración, mortificación y vivencia de la radicalidad evangélica. De su intensa oración extrajo la sabiduría que vertía en sus numerosos textos.
En 1570 fundó el convento de las agustinas de la Magdalena de Madrid, en 1576 el de las agustinas y los agustinos de Talavera, y en 1588 el de agustinas de la Visitación, también en Madrid. Siempre preocupado por la santidad de todos, y sabiendo el alcance que tiene la misión sacerdotal, decía a los presbíteros: «no os engañéis diciendo no me siento devoto para celebrar, porque eso es decir que arda la lámpara sin echarle aceite o el fuego sin leña. El santo David dice que los carbones fríos son encendidos en la presencia de este santísimo fuego. Lleguémonos luego a él; que si flacos somos, él es nuestra fortaleza; y si pecadores, él es nuestra salud y remedio; y si tibios, él mismo se llamó fuego abrasador por su inmensa caridad y amor». A los 90 años, residiendo junto a un grupo de agustinos en la casa de doña María de Aragón, enfermó gravemente. Allí le visitaron Felipe II, Isabel Clara Eugenia y el cardenal Quiroga, entre otros. Murió el 19 de septiembre de 1591. León XIII lo beatificó el 15 de enero de 1882. Juan Pablo II lo canonizó el 19 de mayo de 2002.