CIUDAD DEL VATICANO, jueves 1 de enero de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la intervención completa del Papa durante la celebración de las Primeras Vísperas de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios y el Te Deum, de acción de gracias por el año 2008, celebradas ayer por la tarde en la Basílica de San Pedro.
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Queridos hermanos y hermanas
El año que termina y el que se anuncia en el horizonte están ambos puestos bajo la mirada bendiciente de la Santísima Madre de Dios. Nos recuerda su presencia maternal también la escultura artística de madera polícroma puesta aquí, junto al altar, que la representa en el trono con el Niño bendiciente. Celebramos las Primeras Vísperas de esta solemnidad mariana y son numerosos en ellos las referencias litúrgicas al misterio de la divina maternidad de la Virgen.
“O admirabile commercium! ¡Maravilloso intercambio!”. Así comienza la antífona del primer salmo, para después proseguir: “El Creador ha tomado un alma y un cuerpo, ha nacido de una virgen”. “Cuando naciste inefablemente de la Virgen, se cumplieron las Escrituras”, proclama la antífona del segundo salmo, del que se hacen eco las palabras de la tercera antífona que nos ha introducido en el cántico tomado de la Carta a los Efesios: “reconocemos tu virginidad admirablemente conservada. Madre de Dios, intercede por nosotros”. La maternidad divina de María viene subrayada también en la Lectura breve proclamada hace un momento, que vuelve a proponer los conocidos versículos de la Carta a los Gálatas: “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer… para que recibiéramos el ser hijos por adopción” (Gal 4,4-5). Y aún, en el tradicional Te Deum, que elevaremos al final de nuestra celebración ante el Santísimo Sacramento solemnemente expuesto a nuestra adoración, cantaremos: “Tu, ad liberandum suscepturus hominem, non horruisti Virginis uterum”, en italiano: “Tú, oh Cristo, naciste de la Virgen Madre por la salvación del hombre”.
Todo por tanto, esta noche, nos invita a dirigir la mirada hacia Aquella que “acogió en el corazón y en el cuerpo al Verbo de Dios y trajo al mundo la vida” y precisamente por esto -recuerda el Concilio Vaticano II – “es reconocida y honrada como verdadera Madre de Dios” (Const. Lumen gentium, 53). La Natividad de Cristo, que en estos días conmemoramos, está enteramente iluminado por la luz de María y, mientras que en el pesebre nos detenemos a contemplar al Niño, la mirada no puede dejar de dirigirse también hacia la Madre, que con su “sí” ha hecho posible el don de la Redención. De ahí que el tiempo navideño trae consigo una profunda connotación mariana; el nacimiento de Jesús, hombre-Dios y la maternidad divina de María son realidades inseparables entre sí; el misterio de María y el misterio del Hijo de Dios unigénito que se hace hombre forman un único misterio, donde uno ayuda a comprender mejor el otro.
María Madre de Dios – Theotokos, Dei Genetrix. Desde la antigüedad, la Virgen ha sido honrada con este título. En Occidente, sin embargo, durante muchos siglos no se encuentra una fiesta específica dedicada a la maternidad divina de María. La introdujo en la Iglesia latina el papa Pío XI en 1931, con ocasión del 15° centenario del Concilio de Éfeso, y la colocó el 11 de octubre. En esta fecha comenzó, en 1962, el Concilio Ecuménico Vaticano II. Fue después el siervo de Dios Pablo VI, en 1969, retomando una antigua tradición, quien fijó esta solemnidad el 1 de enero. Y en la Exhortación apostólica Marialis cultus del 2 de febrero de 1974 explicó el porqué de esta elección y su conexión con la Jornada Mundial de la Paz. “En el reordenamiento del periodo de Navidad – escribió Pablo VI- nos parece que la atención común debe dirigirse a la restablecida solemnidad de María Santísima Madre de Dios: ésta… está destinada a celebrar la parte debida a María en este misterio de la salvación y a exaltar la dignidad singular de deriva de él para la Madre santa…; y es, por otro lado, una ocasión propicia para renovar la adoración al recién nacido Príncipe de la Paz, para volver a escuchar al alegre anuncio angélico (cfr Lc 2,14), para implorar de Dios, a través de la Reina de la Paz, el don supremo de la paz” (n. 5 en: Enseñanzas de Pablo VI, XII 1974, pp. 105–106).
Esta tarde queremos poner en las manos de la celeste Madre de Dios nuestro himno coral de acción de gracias al Señor por los beneficios en en los pasados doce meses nos ha ampliamente concedido. El primer sentimiento, que nace espontáneo en el corazón esta tarde, es precisamente de alabanza y acción de gracias a Aquel que nos hace el don del tiempo, oportunidad preciosa de hacer el bien; unamos la petición de perdón por no haberlo quizás empleado siempre útilmente. Estoy contento de compartir esta acción de gracias con vosotros, queridos hermanos y hermanas, que representáis a nuestra entera comunidad diocesana, a la que dirijo mi saludo cordial, extendiéndolo a todos los habitantes de Roma. Dirijo un saludo particular al cardenal Vicario y al Alcalde, que han comenzado este año sus diversas misiones -uno la espiritual y religiosa, el otro la civil y administrativa- al servicio de esta ciudad nuestra. Mi saludo se extiende a los obispos auxiliares, a los sacerdotes, a las personas consagradas y a los tantos fieles laicos congregados aquí, como también a las autoridades presentes. Viniendo al mundo, el Verbo eterno del Padre nos ha revelado la cercanía de Dios y la verdad última sobre el hombre y sobre su destino eterno; ha venido a quedarse con nosotros para ser nuestro apoyo insustituible, especialmente en las inevitables dificultades de cada día. Y esta tarde la misma Virgen nos recuerda qué gran regalo nos ha hecho Jesús con su nacimiento, qué precioso “tesoro” constituye para nosotros su Encarnación. En su Nacimiento Jesús viene a ofrecer su Palabra como lámpara que guía nuestros pasos; viene a ofrecerse a sí mismo y de Él, nuestra esperanza cierta, debemos saber dar razón de nuestra existencia cotidiana, consciente de que “solamente en el misterio del Verbo encarnado encuentra verdadera luz el misterio del hombre” (Gaudium et spes, 22).
La presencia de Cristo es un don que debemos saber compartir con todos. A esto se dirige el esfuerzo que la Comunidad diocesana está llevando a cabo para la formación de los operadores pastorales, para que estén en grado de responder a los desafíos que la cultura moderna presenta a la fe cristiana. La presencia de numerosas y cualificadas instituciones académicas en Roma y la muchas iniciativas promovidas por las parroquias nos hacen mirar con confianza al futuro del cristianismo en esta ciudad. El encuentro con Cristo, vosotros lo sabéis bien, renueva la existencia personal y os ayuda a contribuir a la construcción de una sociedad justa y fraterna. Es por tanto que, como creyentes, podemos dar una gran contribución también para superar la actual emergencia educativa. Cuanto más útil es por tanto que crezca la sinergia entre las familias, la escuela y las parroquias para una evangelización profunda y para una animosa promoción humana, capaces de comunicar a cuantos más posibles la riqueza que brota del encuentro con Cristo. Animo por ello a cada miembro de nuestra Diócesis a proseguir el camino emprendido, llevando a cabo juntos el programa del año pastoral en curso, que mira precisamente a “educar a la esperanza en la oración, en la acción, en el sufrimiento”.
En estos tiempos nuestros, marcados por la inseguridad y la preocupación por el futuro, es necesario experimentar la presencia viva de Cristo. Es María, Estrella de la esperanza, la que nos conduce a Él. Es ella, con su amor materno, quien puede guiar a Jesús especialmente a los jóvenes, los cuales llevan imb
orrable en su corazón la pregunta sobre el sentido de la existencia humana. Sé que diversos grupos de padres, encontrándose para profundizar en su vocación, buscan nuevas vías para ayudar a sus propios hijos a responder a los grandes interrogantes existenciales. Les exhorto cordialmente, junto con toda la comunidad cristiana, a dar testimonio a las nuevas generaciones de la alegría que brota del encuentro con Jesús, el cual naciendo en Belén no ha venido a quitarnos algo, sino a dárnoslo todo.
En la Noche de Navidad tuve un recuerdo especial para los niños, esta noche quisiera dedicar en cambio mi atención a los jóvenes. Queridos jóvenes, responsables del futuro de esta ciudad nuestra, no tengáis miedo de la tarea apostólica que el Señor os confía, no dudéis en elegir un estilo de vida que no siga la mentalidad hedonista actual. El Espíritu Santo os asegura la fuerza necesaria para dar testimonio de la alegría de la fe y de la belleza de ser cristianos. Las crecientes necesidades de la evangelización requieren numerosos obreros en la viña del Señor: no dudéis en responderle con prontitud si Él os llama. La sociedad necesita ciudadanos que no se preocupen sólo de sus propios intereses, porque, como recordé el día de Navidad, “el mundo va a la ruina si cada uno piensa sólo en sí mismo”.
Queridos hermanos y hermanas, este año se cierra con la conciencia de una crisis económica y social creciente, que interesa ya al mundo entero; una crisis que pide a todos más sobriedad y solidaridad para venir en ayuda especialmente de las personas y de las familias con dificultades más serias. La comunidad cristiana se está ya empeñando, y sé que la Cáritas diocesana y las demás organizaciones benéficas hacen lo posible, pero es necesaria la colaboración de todos, porque nadie puede pensar en construir por sí solo la propia felicidad. Aunque en el horizonte van apareciendo no ocas sombras en nuestro futuro, no debemos tener miedo. Nuestra gran esperanza como creyentes es la vida eterna en la comunión de Cristo y de toda la familia de Dios. Esta gran esperanza nos da la fuerza de afrontar y de superar la las dificultades de la vida en este mundo. La presencia maternal de María nos asegura esta noche que Dios no nos abandona nunca, si nos confiamos a Él y seguimos sus enseñanzas. A María, por tanto, con filial afecto y confianza, presentamos las esperanzas y deseos, como también los temores y las dificultades que llevamos en el corazón, mientras que despedimos el 2008 y nos preparamos para acoger el 2009. Ella, la Virgen Madre, nos ofrece al Niño que yace en el pesebre como nuestra esperanza segura. Llenos de confianza, podremos entonces cantar en conclusión del Te Deum: «In te, Domine,speravi: non confundar in aeternum – Tu, Señor, eres nuestra esperanza, ¡no seremos confundidos eternamente!”. Sí, Señor, en Ti esperamos, hoy y siempre; Tú eres nuestra esperanza. Amén.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]
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