San Pablo y Jesucristo

Por monseñor Rodrigo Aguilar Martínez, obispo de Tehuacán

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TEHUACÁN, sábado 12 de julio de 2008 (ZENIT.org-El Observador).-   Publicamos la reflexión de monseñor Rodrigo Aguilar Martínez, obispo de Tehuacán y presidente de la Dimensión Pastoral de la Familia de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) sobre el año paulino que está viviendo la Iglesia católica universal.

 

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San Pablo y Jesucristo

Hemos iniciado el «Año Paulino», para celebrar los dos mil años del nacimiento de san Pablo.

En las Cartas que el mismo san Pablo escribió, varias veces refiere datos de su propia vida, los cuales son el testimonio más sólido para conocerlo, a los cuales se suman los datos que sobre él menciona el libro de los Hechos de los Apóstoles.

San Pablo nació en Tarso de Cilicia, actualmente Turquía, poco antes del año 10 de nuestra era, de padres judíos pertenecientes a la tribu de Benjamín. Su nombre semítico era Saulo; no sabemos cuándo empezó a usar el nombre latino de Pablo. Por ser Tarso una ciudad «griega», Saulo gozó del privilegio de la ciudadanía romana. Todavía joven, no sabemos exactamente a qué edad, se fue a Jerusalén, donde fue discípulo de Gamaliel el viejo. Para algunos, en esos años sucedió la crucifixión de Jesús; para otros, Saulo llegó a Jerusalén después de la crucifixión de Jesús. Lo cierto es que Saulo nunca hace alusión a un encuentro personal con Jesús antes de su resurrección.

La primera aparición en escena de Saulo es hacia el año 34, como testigo que aprueba la muerte del diácono Esteban. Luego persigue a los discípulos de Cristo Jesús, con autorización para encarcelarlos e intentar hacerlos renegar de su fe. Pero Saulo, o Pablo, no es malo, sino que su fe en Dios Yahvéh le impulsa a destruir esta corriente que acaba de brotar y él juzga herética. Esto lo reconoce claramente: «en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia, en cuanto a la justicia de la Ley, intachable» (Flp 3,6). Con esa intención va camino a Damasco, hacia el año 36, cuando recibe la revelación de Cristo glorioso, encuentro que le convierte de perseguidor en seguidor de Cristo. La conversión de Pablo no es de la noche a la mañana, sino que la va asumiendo lentamente; pero es determinante la visión en el camino de Damasco: se trata de una experiencia mística, una fuerza mayor que la suya le ha aferrado súbitamente y le provoca un cambio brusco en su jerarquía de valores: «Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Flp 3,7-8).

La excepcional personalidad de Pablo -temperamento apasionado y combativo, fe ardiente, actividad incesante, voluntad siempre tensa con autoridad de padre, pero también sensibilidad exquisita con delicadeza de madre-, tras su conversión la pone totalmente al servicio de Jesucristo, en experiencia de relación con la intimidad de un enamorado, lo cual queda plasmado en la frase de la Carta a los Gálatas: «no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí.» (2,20).

Pablo intuye y profundiza una relación entre la vida y la muerte de Cristo y la propia vida y muerte:

–El enamoramiento de Pablo parte del conocimiento de que Cristo «se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20; cf 1,4; Ef 5,2; Jn 10,10). De esta manera, la muerte de Cristo ha generado la vida de Pablo: tu muerte es mi vida.

–Hacerse consciente de esto, hace brotar en Pablo, agradecido y como respuesta, que ese amor lleno de gratuidad de Cristo lo conduce a la propia muerte del «hombre viejo» (cf. Rm 6,6.11; Flp 3,10): tu muerte es mi muerte.

–Ahora bien, en esta fase de la relación de Pablo con Cristo, lo central no es la muerte sino el amor, del cual la muerte es la plenitud, el vértice, garantizando su autenticidad (cf. 2Cor 11,23-29; 12,15). Pablo quiere asemejarse cada vez más con Cristo; si con Cristo ha muerto, Pablo debe afrontar la propia muerte por amor; de esta manera, con Cristo resurgirá a la vida (cf. Col 2,12-13; Rm 6,8; 2Tim 2,11): tu vida es mi vida.

–Esto lo vive en una mezcla de pasividad y de actividad, de autoapropiación y de abandono en Cristo; nace entonces el «hombre nuevo» (2Cor 5,17; Gal 5,1), plenamente identificado con Cristo porque ha sido conquistado por Él (Flp 3,12); Pablo entonces, libre prisionero de Cristo (cf. Hch 20,22), ofrece su vida y se entrega a su Señor en su misterio de pasión, muerte y resurrección (Rm 6,3-4), para completar lo que falta en su propia carne a la pasión de Cristo (cf. Col 1,24): mi vida es tu vida.

–Pablo ya no se pertenece, sino que su vivir, amar y morir es Cristo Jesús (cf. Gal 2,20). Amando a Cristo con amor intenso y apasionado, ama a aquellos que le han sido confiados con el mismo amor de Cristo, ama al estilo de Cristo Jesús, con un amor divino «celoso», «paterno» y «materno» (cf. 1Cor 4,14-17; 2Cor 6,13; 11,2; 12,15; 1Tes 2,7.10-11; Fil 10; Gal 4,19).

En el testimonio de san Pablo tenemos un ejemplo elocuente de aquello a lo que nos invita el Acontecimiento y Documento de Aparecida: ser discípulos enamorados y misioneros apasionados de Jesucristo.

+ Rodrigo Aguilar Martínez
Obispo de Tehuacán

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ZENIT Staff

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