El Papa en Santa Marta: 'La mundanidad anestesia el alma'

En la homilía de este jueves, Francisco ha explicado que con el corazón mundano no se puede entender la necesidad de los pobres que viven junto a nosotros

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La mundanidad oscurece el alma, haciéndonos incapaces de ver a los pobres que viven junto a nosotros con todas sus llagas. Lo ha señalado este jueves el papa Francisco en la misa matutina celebrada en la capilla de la Casa Santa Marta.

Durante la homilía, el Santo Padre ha comentado la parábola del rico epulón, un hombre vestido «de púrpura y lino finísimo» que «cada día se daba lujosos banquetes». El Pontífice ha observado que no se dice de él que fuera malvado: al contrario, «tal vez era un hombre religioso, a su manera. Rezaba, quizás, alguna oración y dos o tres veces al año seguramente iba al Templo a hacer sacrificios y daba grandes ofrendas a los sacerdotes, y ellos con aquella pusilanimidad clerical se lo agradecían y le hacían sentarse en el lugar de honor». Pero no se daba cuenta de que a su puerta estaba un pobre mendigo, Lázaro, hambriento, lleno de llagas, «símbolo de tanta necesidad que tenía». El Papa ha explicado la situación del hombre rico:

«Cuando salía de casa, eh no… tal vez el vehículo con el que salía tenía los cristales polarizados para no ver fuera… tal vez, pero no sé… Pero seguramente, sí, su alma, los ojos de su alma estaban oscurecidos para no ver. Solo veía dentro de su vida, y no se daba cuenta de lo que había sucedido a este hombre, que no era malo: estaba enfermo. Enfermo de mundanidad. Y la mundanidad transforma las almas, hace perder la conciencia de la realidad: viven en un mundo artificial, hecho por ellos… La mundanidad anestesia el alma. Y por eso, este hombre mundano no era capaz de ver la realidad».

Y la realidad es la de muchas personas pobres que viven junto a nosotros:

«Muchas personas que llevan la vida de manera difícil, de modo difícil; pero si tengo el corazón mundano, nunca entenderé eso. Con el corazón mundano no se puede entender la necesidad y lo que hace falta a los demás. Con el corazón mundano se puede ir a la iglesia, se puede rezar, se pueden hacer tantas cosas. Pero Jesús, en la Última Cena, en la oración al Padre, ¿qué ha rezado? ‘Pero, por favor, Padre, custodia a estos discípulos para que no caigan en el mundo, que no caigan en la mundanidad’. Es un pecado sutil, es más que un pecado: es un estado pecador del alma».

En estas dos historias –ha afirmado el Santo Padre– hay dos sentencias: una maldición para el hombre que confía en el mundo y una bendición para el que confía en el Señor. El hombre rico aleja su corazón de Dios: «su alma está desierta», una «tierra salobre donde ninguno puede vivir», «porque los mundanos, a decir verdad, están solos con su egoísmo». Tiene «el corazón enfermo, tan apegado a este modo de vivir mundano que difícilmente podía sanar». Además –ha añadido el Pontífice–, mientras que el pobre tenía un nombre, Lázaro, el rico no lo tiene: «no tenía nombre, porque los mundanos pierden el nombre. Son solo uno más de la masa acomodada, que no necesita nada. Los mundanos pierden el nombre».

En la parábola, el hombre rico, cuando muere se encuentra atormentado en el infierno, y le pide a Abraham que envíe a alguien de entre los muertos para advertir a los familiares que aún viven. Pero Abraham le contesta que si no oyen a Moisés y a los Profetas tampoco se persuadirán aunque uno resucitase de entre los muertos. El Papa ha señalado que los mundanos quieren manifestaciones extraordinarias, sin embargo, «en la Iglesia todo está claro, Jesús ha hablado con claridad: ese es el camino. Pero al final hay una palabra de consuelo»:

«Cuando aquel pobre hombre mundano, atormentado, le pide que envíe a Lázaro con un poco de agua para ayudarlo, ¿cómo responde a Abraham? Abraham es la figura de Dios, el Padre. ¿Cómo responde? ‘Hijo, recuerda…’. Los mundanos han perdido el nombre; también nosotros, si tenemos el corazón mundano, hemos perdido el nombre. Pero no somos huérfanos. Hasta el final, hasta el último momento existe la seguridad de que tenemos un Padre que nos espera. Confiemonos a Él. ‘Hijo’. Nos dice ‘hijo’, en medio de esa mundanidad: ‘hijo’. No somos huérfanos».

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ZENIT Staff

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