Logo del Año de la Misericordia. Archivo Zenit

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Francisco; misericordia con los crucificados

Reflexiones de Mons. Felipe Arizmendi, obispo de San Cristóbal de las Casas

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VER
Hice una visita a un grupo de familias, unas sesenta personas entre niños, jóvenes, mamás y algunos adultos, que fueron expulsados de su comunidad por conflictos agrarios, y que viven desplazados en una montaña cercana, en lo que han dado en llamar “Poblado Primero de Agosto”, en el municipio de Las Margaritas. Es doloroso comprobar las limitaciones en que viven: hicieron “casas” de nylon, donde se refugian de las inclemencias del tiempo; les falta todo; van por agua a un río cercano, pero en este tiempo es muy escasa. Después de escuchar su historia, lo primero que pidieron fue que hiciéramos oración por ellos, pues dicen ser católicos. El espacio más grande en que se reúnen es bajo una lona, en que presiden un crucifijo y una imagen de la Virgen de Guadalupe. Me pidieron maíz, frijol, agua y azúcar. No podemos quedarnos indiferentes ante el dolor de estas personas, sobre todo por su inseguridad, ya que a veces los atacan desde su pueblo de origen, y se les está apoyando con lo que es posible. La generosidad de comunidades cercanas les ha sostenido.
Con motivo de la visita del Papa a Chiapas y del Año de la Misericordia promovido por el mismo, pedí al gobierno estatal que viera la posibilidad de liberar a presos que, sólo por su pobreza, no han podido salir de la cárcel, o aquellos cuyas causas merecieran el beneficio de una libertad anticipada. El día de la llegada del Papa, se concedió esta libertad a 127 presos, con una enorme alegría para ellos y sus familiares. La misericordia y la visita del Papa han dado muchos frutos de justicia y de bienestar.
PENSAR
Al convocarnos al Año de la Misericordia, que empezó el 8 de diciembre pasado y terminará el próximo 20 de noviembre, el Papa nos pidió:
“En este Año Santo, podremos realizar la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea. ¡Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de la indiferencia de los pueblos ricos. En este Jubileo la Iglesia será llamada a curar aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad y la debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye. Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos, y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de nuestra amistad y de la fraternidad. Que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera de la indiferencia que suele reinar campante para esconder la hipocresía y el egoísmo.
Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina. La predicación de Jesús nos presenta estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si vivimos o no como discípulos suyos. Redescubramos las obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos”.
ACTUAR
Gocemos la misericordia que Dios nos ha manifestado en Jesucristo y en su Iglesia, y seamos misericordiosos con todo el que sufre.

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Felipe Arizmendi Esquivel

Nació en Chiltepec el 1 de mayo de 1940. Estudió Humanidades y Filosofía en el Seminario de Toluca, de 1952 a 1959. Cursó la Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca, España, de 1959 a 1963, obteniendo la licenciatura en Teología Dogmática. Por su cuenta, se especializó en Liturgia. Fue ordenado sacerdote el 25 de agosto de 1963 en Toluca. Sirvió como Vicario Parroquial en tres parroquias por tres años y medio y fue párroco de una comunidad indígena otomí, de 1967 a 1970. Fue Director Espiritual del Seminario de Toluca por diez años, y Rector del mismo de 1981 a 1991. El 7 de marzo de 1991, fue ordenado obispo de la diócesis de Tapachula, donde estuvo hasta el 30 de abril del año 2000. El 1 de mayo del 2000, inició su ministerio episcopal como XLVI obispo de la diócesis de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, una de las diócesis más antiguas de México, erigida en 1539; allí sirvió por casi 18 años. Ha ocupado diversos cargos en la Conferencia del Episcopado Mexicano y en el CELAM. El 3 de noviembre de 2017, el Papa Francisco le aceptó, por edad, su renuncia al servicio episcopal en esta diócesis, que entregó a su sucesor el 3 de enero de 2018. Desde entonces, reside en la ciudad de Toluca. Desde 1979, escribe artículos de actualidad en varios medios religiosos y civiles. Es autor de varias publicaciones.

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