El papa Francisco después de abrir este domingo la Puerta Santa en la basílica de San Juan de Letrán, con una ceremonia simple pero emocionante, presidió la celebración de la santa misa.
En su homilía el Papa recordó que se abre la Puerta Santa en muchas catedrales del mundo, un símbolo que es una invitación a la alegría, porque inicia el tiempo del perdón, y porque es el momento para descubrir nuevamente la presencia de Dios y su ternura de padre. Sin rigideces, porque Dios nos ama como padre.
Y ha invitado a dar a todos testimonio con nuestra afabilidad, de la cercanía y del cuidado que Dios tiene hacia cada persona. “Delante de la Puerta Santa que estamos llamados a pasar –concluye el Papa– se nos pide ser instrumentos de misericordia, conscientes de que seremos juzgados sobre ésto”.
Texto completo de la homilía:
«Queridos hermanos y hermanas,
La invitación que el profeta dirige a la antigua ciudad de Jerusalén, hoy se dirige hacia toda la Iglesia y a cada uno de nosotros: “¡Alégrense… exulten!”. El motivo de la alegría está expresado con palabras que infunden esperanza y permiten mirar al futuro con serenidad. El Señor ha anulado todas las condenas y ha decidido vivir en medio de nosotros.
Este tercer domingo de Adviento nos lleva a mirar hacia la Navidad que ya está cerca. No podemos dejarnos tomar por el cansancio; no es consentida ninguna forma de tristeza, aunque tengamos motivo por las muchas preocupaciones y las múltiples formas de violencia que hieren a esta nuestra humanidad.
La venida del Señor, en cambio, tiene que llenar nuestro corazón de alegría. El profeta, que lleva escrito en su mismo nombre -Sofonías- el contenido de su anuncio, abre nuestro corazón a la confianza: “Dios protege” a su pueblo.
En un contexto histórico de grandes abusos y violencias, realizados sobre todo por hombres de poder, Dios hace saber que Él mismo reinará en su pueblo, que no lo dejará nunca más bajo la arrogancia de sus gobernantes, y que lo liberará de toda angustia. Hoy nos es pedido que “no dejemos caer los brazos” a causa de las dudas, de la impaciencia y del sufrimiento.
El apóstol Pablo retoma con fuerza la enseñanza del profeta Sofonía y lo reitera: “El Señor está cerca”. Por ésto tenemos que alegrarnos siempre, y con nuestra afabilidad dar a todos testimonio de la cercanía y del cuidado que Dios tiene hacia cada persona.
Hemos abierto la Puerta Santa, aquí y en todas las catedrales del mundo. También este simple signo es una invitación a la alegría. Inicia el tiempo del gran perdón. Es el Jubileo de la Misericordia.
Dios no ama las rigideces, Él es padre, es tierno, lo hace con ternura de padre. Seamos también nosotros como las multitudes que interrogaban a Juan: “¿Qué debemos hacer?”.
La respuesta del Bautista no se hace esperar. Él invita a actuar con justicia y a mirar las necesidades de quienes se encuentran en necesidad. Lo que Juan exige a sus interlocutores, de todos modos es lo que encuentra respaldo en la Ley. A nosotros en cambio se nos pide un empeño más radical. Delante de la Puerta Santa que estamos llamados a pasar, se nos pide ser instrumentos de misericordia, conscientes de que seremos juzgados sobre ésto.
Quien ha sido bautizado sabe que tiene un empeño más grande. La fe de Cristo lleva a un camino que dura toda la vida: el de ser misericordiosos como el Padre. La alegría de cruzar la Puerta de la Misericordia se acompaña al empeño de recibir y dar testimonio de un amor que va más allá de la justicia, un amor que no conoce confines. Es de este amor infinito que somos responsables, a pesar de nuestras contradicciones.
Recemos por nosotros y para todos quienes cruzarán la Puerta de la Misericordia, porque podemos entender y recibir el infinito amor de nuestro Padre celeste, que transforma y reforma la vida.
(Texto traducido por ZENIT)