el Papa León XIV recibió en audiencia privada a los participantes en el XVI encuentro anual de la Red Internacional de Legisladores Católicos Foto: Vatican Media

¿Qué es la prosperidad humana? Responde el Papa León XIV a partir de san Agustín

Discurso del Papa a la Red Internacional de Legisladores Católicos en ocasión de su encuentro anual

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 23.08.2025).- Por la mañana del sábado 23 de agosto, el Papa León XIV recibió en audiencia privada a los participantes en el XVI encuentro anual de la Red Internacional de Legisladores Católicos. Ofrecemos a continuación la traducción al castellano realizada por ZENIT del discurso del Papa:

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Eminencias, Excelencia,
Distinguidas Señoras y Señores,
Queridos Hermanos y Hermanas en Cristo:

Me alegra saludarles a ustedes, miembros de la Red Internacional de Legisladores Católicos. Les agradezco su visita aquí, en el Vaticano y en Roma, durante este año jubilar, el Jubileo de la Esperanza.

Se han reunido para su decimosexto encuentro anual, que este año tiene un tema que invita a la reflexión: «El nuevo orden mundial: la política de las grandes potencias, el dominio de las multinacionales y el futuro de la prosperidad humana». En estas palabras percibo tanto una preocupación como un anhelo. Todos compartimos la inquietud por la dirección que está tomando nuestro mundo y, al mismo tiempo, deseamos una prosperidad humana auténtica. Anhelamos un mundo en el que cada persona pueda vivir en paz, libertad y plenitud, conforme al designio de Dios.

Para encontrar el equilibrio en las circunstancias actuales —y de modo particular ustedes, como legisladores y dirigentes políticos católicos— propongo volver la mirada al pasado, a la figura eminente de san Agustín de Hipona. Importante voz de la Iglesia en la tardía época romana, fue testigo de grandes convulsiones y de una profunda desintegración social. En respuesta escribió La ciudad de Dios, una obra que propone una visión de esperanza y de sentido que todavía hoy nos interpela.

Este Padre de la Iglesia enseñó que en la historia humana se entrelazan dos “ciudades”: la ciudad del hombre y la ciudad de Dios. Representan realidades espirituales, dos orientaciones del corazón humano y, por tanto, de la civilización. La ciudad del hombre, edificada sobre el orgullo y el amor propio, se caracteriza por la búsqueda de poder, prestigio y placer; la ciudad de Dios, edificada sobre el amor a Dios hasta el olvido de sí mismo, se distingue por la justicia, la caridad y la humildad. En este sentido, Agustín animó a los cristianos a impregnar la sociedad terrena con los valores del Reino de Dios, orientando la historia hacia su cumplimiento definitivo en Dios y posibilitando, a la vez, una prosperidad humana auténtica en esta vida. Esta visión teológica puede servirnos de referencia ante las cambiantes corrientes de nuestro tiempo: la aparición de nuevos centros de poder, la inestabilidad de antiguas alianzas, la influencia sin precedentes de las multinacionales y de la tecnología, sin olvidar los numerosos conflictos violentos. La pregunta decisiva para nosotros, creyentes, es entonces: ¿cómo podemos llevar a cabo esta tarea?

Para responder conviene precisar qué entendemos por prosperidad humana. Hoy suele confundirse con riqueza material, con una autonomía individual sin límites o con el disfrute inmediato. El futuro ideal que a menudo se nos presenta se reduce a la comodidad tecnológica y a la satisfacción del consumidor.

Pero sabemos que eso no basta. Lo vemos en las sociedades más ricas, donde tantas personas sufren soledad, desesperanza y una profunda falta de sentido.

La auténtica prosperidad humana brota de lo que la Iglesia denomina desarrollo humano integral, es decir, el pleno crecimiento de la persona en todas sus dimensiones: física, social, cultural, moral y espiritual. Esta visión de la persona se enraíza en la ley natural, el orden moral que Dios ha inscrito en el corazón humano y cuyas verdades más hondas son iluminadas por el Evangelio de Cristo. Así, la verdadera prosperidad humana se manifiesta cuando las personas viven virtuosamente, cuando existen comunidades sanas, y cuando los hombres y mujeres disfrutan no solo de lo que poseen, sino de lo que son como hijos de Dios. Asegura la libertad de buscar la verdad, de adorar a Dios y de formar una familia en paz. Incluye también la armonía con la creación y un sentido de solidaridad entre clases sociales y naciones. De hecho, el Señor vino para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (cf. Jn 10, 10).

El futuro de la prosperidad humana depende del “amor” que elijamos como fundamento de nuestra sociedad: el amor egoísta, el amor a sí mismo, o el amor a Dios y al prójimo. Nosotros conocemos ya la respuesta. En su vocación de legisladores y servidores públicos católicos están llamados a ser constructores de puentes entre la ciudad de Dios y la ciudad del hombre. Hoy quisiera exhortarles a seguir trabajando por un mundo en el que el poder esté sometido a la conciencia y la ley esté al servicio de la dignidad humana. Les animo también a rechazar la mentalidad peligrosa y estéril que dice que nada puede cambiar.

Sé que los desafíos son enormes, pero la gracia de Dios, que actúa en el corazón humano, es más fuerte todavía. Mi venerable predecesor subrayó la necesidad de lo que él llamó una “diplomacia de la esperanza” (Discurso a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, 9 de enero de 2025). Yo añadiría que también necesitamos una “política de la esperanza” y una “economía de la esperanza”, enraizadas en la convicción de que incluso ahora, mediante la gracia de Cristo, podemos reflejar su luz en la ciudad terrena.

Les agradezco. Gracias a todos ustedes por su compromiso de llevar el mensaje del Evangelio al ámbito público. Les aseguro mis oraciones por ustedes, por sus seres queridos, sus familias, sus amigos y, en especial hoy, por aquellos a quienes sirven. Que el Señor Jesús, Príncipe de la Paz, bendiga y guíe sus esfuerzos por la prosperidad auténtica de la familia humana.

Traducción del original en lengua italiana realizado por el director editorial de ZENIT.

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Redacción Zenit

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