(ZENIT Noticias / Caracas, 24.11.2025).- La canonización de José Gregorio Hernández y Carmen Rendiles, los primeros santos de Venezuela, debería haber sido un momento de orgullo y unidad nacional, una ocasión excepcional en la que la fe podría trascender la política. Sin embargo, los días posteriores a su canonización han puesto de manifiesto la tensión de un país donde ni siquiera la santidad escapa a la sombra del poder autoritario.
El 19 de octubre, el Papa León XIV proclamó a los dos venezolanos santos de la Iglesia Católica en una ceremonia que atrajo a peregrinos y clérigos de toda Latinoamérica. Hernández, conocido por su vida de servicio a los pobres, y Rendiles, una monja recordada por su humildad y devoción, encarnan virtudes que resuenan profundamente en una nación sumida en la miseria. Sin embargo, su canonización se ha convertido en la última etapa de la amarga lucha entre la Iglesia y el Estado en Venezuela.
Una multitudinaria misa de acción de gracias prevista en Caracas para el 25 de octubre fue cancelada abruptamente por la Arquidiócesis de Caracas. Oficialmente, las autoridades eclesiásticas alegaron problemas de hacinamiento y seguridad: el estadio elegido para la celebración no podía albergar con seguridad a los más de 80.000 fieles que se esperaba que asistieran. Pero fuentes cercanas a la arquidiócesis cuentan otra historia.
Según múltiples fuentes cercanas a la arquidiócesis, la decisión se tomó después de que el régimen de Nicolás Maduro intentara apropiarse del evento. Los organizadores gubernamentales supuestamente planeaban llenar el estadio con fieles del partido, trasladados en autobús desde todo el país, convirtiendo la liturgia en un espectáculo político de apoyo al presidente. Ante esta perspectiva, los líderes de la Iglesia cancelaron la celebración.
En su comunicado público, la arquidiócesis anunció que, en lugar de una gran «Fiesta de la Santidad», los fieles celebrarían la misa en todas las parroquias de Caracas. Tras ese lenguaje pastoral se escondía una firme decisión: mantener las canonizaciones libres de la manipulación de un régimen cada vez más enfrentado a los obispos del país.
La tensión estalló cuando Maduro, en televisión nacional, acusó al cardenal Baltazar Porras, arzobispo emérito de Caracas y una de las figuras más respetadas de la Iglesia venezolana, de conspirar para impedir la canonización de Hernández. «Baltazar Porras dedicó su vida a impedir la canonización de José Gregorio», afirmó el presidente, «pero fue derrotado por Dios y por el pueblo». La acusación carecía de fundamento, pero revelaba la profunda irritación del gobierno hacia una Iglesia que se niega a guardar silencio.
Durante años, los obispos venezolanos han sido de las pocas instituciones restantes dispuestas a confrontar los abusos del régimen. Días antes de la canonización, publicaron una carta pastoral en la que pedían la liberación de más de 800 presos políticos y condenaban la «degradación moral» del país. En una conferencia en Roma, Porras denunció «un gobierno militarizado que incita a la violencia, la erosión de las libertades civiles y una corrupción que se ha vuelto sistémica».
Durante la misa de acción de gracias en la Basílica de San Pedro el 20 de octubre, el cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado del Vaticano y exnuncio en Venezuela, habló con una franqueza poco común. Sin nombrar a Maduro, instó a los líderes venezolanos a «abrir las cárceles injustas, romper las cadenas de la opresión y liberar a los oprimidos». Sentados en los primeros bancos estaban los miembros de la delegación oficial venezolana.
Mientras tanto, la tensión llegó a Roma. En una rueda de prensa en el Vaticano, el periodista venezolano Edgar Beltrán fue agredido físicamente por Ricardo Cisneros, empresario afín al gobierno de Maduro, tras interrogar a un alto funcionario del Vaticano sobre la politización de las canonizaciones. El altercado, presenciado por los periodistas, simbolizó la misma agresión que sufren el clero y los periodistas en su país.
Maduro, que enfrenta acusaciones de fraude electoral, sanciones internacionales y cargos penales por narcotráfico, ha buscado durante mucho tiempo utilizar símbolos de orgullo nacional, especialmente religiosos, para reforzar su legitimidad. La participación del gobierno en las ceremonias de canonización, incluyendo un viaje previo a Roma donde funcionarios intentaron organizar sesiones de fotos que sugerían el respaldo papal, fue parte de esa estrategia. Sin embargo, los funcionarios del Vaticano mantuvieron la distancia.
La canonización de Hernández y Rendiles podría haber sido un evento unificador para un país en duelo. En cambio, reveló el abismo moral que separa la visión de la dignidad humana de la Iglesia del afán de control del régimen. Hernández, que atendía a enfermos gratuitamente y vivía una vida de tranquila santidad, se ha convertido en un espejo para la nación: un recordatorio de lo que Venezuela una vez fue y de lo que aún anhela ser.
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