CIUDAD DEL VATICANO, 7 junio(ZENIT.org).- «El hombre que vive es la gloria de Dios». Esta famosa frase de san Ireneo se convirtió en el centro de la intervención de Juan Pablo II durante la audiencia general de este miércoles, que precedía la fiesta de Pentecostés.
Cuarenta mil peregrinos de cuatro continentes se reunieron en la plaza de San Pedro en un día de poco sol para escuchar al pontífice, quien continuó con la serie de reflexiones sobre la Trinidad, el misterio de los misterios del cristianismo, que está afrontando en este año del Jubileo.
En esta ocasión, los protagonistas de su catequesis fueron Dios y el hombre, el Creador y la criatura. Dos lados opuestos de un misterio, que parecen estar separados por un abismo, pero que en realidad se encuentran unidos por un lazo muy profundo, la vida. Un don de Dios al hombre que rompe todas las distancias, hasta el punto de que le sitúa en «íntima relación» con el Absoluto, haciéndole en cierto sentido ya en la tierra un reflejo de la gloria misma del Padre, del Hijo y del Espíritu. El clima de cercanía de la fiesta de Pentecostés se convirtió, de este modo, en el marco más idóneo para una reflexión tan profunda, pero a la que el Papa le dio tonos profundamente existenciales.
Basta pensar en la tremenda fuerza con la que citó el Salmo 139 del que trató de recuperar la crudeza del texto original: «Porque tú mis vísceras has formado, me has tejido en el vientre de mi madre… mis huesos no se te ocultaban, cuando era yo formado en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra. Mi embrión tus ojos lo veían; en tu libro estaban inscritos todos los días que han sido señalados, sin que aún existiera uno solo de ellos».
El primer lazo del hombre con la eternidad está presente ya desde que comienza a respirar, lo que constituye una «intervención trinitaria de amor y de bendición». Así, desde ese momento, desde su origen, la existencia del hombre asume una dimensión nueva, una «nueva vida». «Esta vida trascendente infundida en nosotros por la gracia nos abre al futuro, más allá del límite de nuestra caducidad de criaturas», explicó el Santo Padre. «Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo».
«De este modo alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida –concluyó el Papa–. Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor».
Se trata de una verdad que san Ireneo, obispo de Lyón, explicó muy bien en el segundo siglo de nuestra era, con aquella famosa expresión: «El hombre que vive es la gloria de Dios», pero «la vida del hombre consiste en la visión de Dios».