"Dios quiere la liberación integral del hombre"

Homilía del Papa en la cárcel «Regina Coeli», 9 de julio

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CIUDAD DEL VATICANO, 17 julio (ZENIT.org).- El 9 de julio, se celebró el Jubileo en las cárceles. Los obispos de todo el mundo o sus delegados presidieron la misa en las cárceles de sus respectivas diócesis. Juan Pablo II lo hizo en la de «Regina Coeli» de Roma, y el obispo vicegerente en la cárcel femenina de Rebibbia. No era la primera vez que Juan Pablo II visitaba este centro penitenciario; lo había hecho ya el 23 de septiembre de 1989. Asimismo, Pablo VI lo había visitado en 1964 y Juan XXIII en 1958.

A petición de nuestros lectores, publicamos la traducción que ha hecho «L´Osservatore Romano» de la homilía que pronunció Juan Pablo II durante la eucaristía.

* * *

1. «Estuve (…) en la cárcel…» (Mt 25, 35-36). Estas palabras de Cristo han resonado hoy para nosotros en el pasaje evangélico que acabamos de proclamar. Nos traen a la mente la imagen de Cristo que estuvo efectivamente en la cárcel. Nos parece volverlo a ver en la tarde del Jueves santo en Getsemaní: él, la inocencia personificada, escoltado como un malhechor por los esbirros del Sanedrín, capturado y llevado ante el tribunal de Anás y Caifás. Siguen las largas horas de la noche a la espera del juicio ante el tribunal romano de Pilato. El juicio tiene lugar la mañana del Viernes santo en el pretorio: Jesús está de pie ante el procurador romano, que lo interroga. Sobre su cabeza pende la demanda de condena a muerte mediante el suplicio de la cruz. Lo vemos luego atado a un palo para la flagelación. Sucesivamente es coronado de espinas… «Ecce homo», «He aquí al hombre». Pilato pronunció esas palabras, tal vez esperando que se produjera una reacción de humanidad en los presentes. La respuesta fue: «¡Crucifícalo, crucifícalo!» (Lc 23, 21). Y cuando, por fin, le quitaron las cuerdas de las manos, fue para clavarlas en la cruz.

2. Amadísimos hermanos y hermanas, ante nosotros, aquí reunidos, se presenta Jesucristo, el detenido. «Estuve (…) en la cárcel, y vinisteis a verme» (Mt 25, 35-36). Pide que lo vean en vosotros, como en muchas otras personas afectadas por diversas formas de sufrimiento humano: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). Se puede decir que estas palabras contienen el «programa» del jubileo en las cárceles, que hoy celebramos. Nos invitan a vivirlo como compromiso en favor de la dignidad de todos, la dignidad que brota del amor de Dios a toda persona humana.

Doy las gracias a todos los que han querido participar en este evento jubilar. Dirijo un cordial saludo a las autoridades que han intervenido: al señor ministro de Justicia, al jefe del departamento de la Administración penitenciaria, al director de esta cárcel, al comandante de la policía, así como a los agentes que colaboran con él.

Sobre todo os saludo a cada uno de vosotros, detenidos, con afecto fraterno. Me presento a vosotros como testigo del amor de Dios. Vengo a deciros que Dios os ama y desea que recorráis un itinerario de rehabilitación y de perdón, de verdad y de justicia. Quisiera poder escuchar el relato de la historia personal de cada uno. Yo no puedo hacerlo, pero sí lo pueden hacer vuestros capellanes, que os acompañan en nombre de Cristo. A ellos va mi saludo cordial y mi aliento.
Saludo también a todos los que desempeñan esa tarea tan ardua en todas las cárceles de Italia y del mundo. Además, siento el deber de expresar mi aprecio a los voluntarios, que colaboran con los capellanes para estar cerca de vosotros con iniciativas oportunas. También con su ayuda, la cárcel puede adquirir un rasgo de humanidad y enriquecerse con una dimensión espiritual, que es importantísima para vuestra vida. Esta dimensión, propuesta a la libre aceptación de cada uno, se ha de considerar un elemento determinante para un proyecto de reclusión más conforme a la dignidad humana.

3. Precisamente sobre ese proyecto arroja luz el pasaje de la primera lectura, en el que el profeta Isaías traza el perfil del futuro Mesías con algunos rasgos significativos: «No gritará, no hablará recio ni hará oír su voz en las plazas. No romperá la caña quebrada ni apagará la mecha que se extingue. Expondrá fielmente el derecho, sin cansarse ni desmayar, hasta que establezca el derecho en la tierra» (Is 42, 2-4). En el centro de este jubileo está Cristo, el detenido; al mismo tiempo, está Cristo, el legislador. Él es el que establece la ley, la proclama y la consolida. Sin embargo, no lo hace con prepotencia, sino con mansedumbre y con amor. Cura lo que está enfermo, fortalece lo que está quebrado. Donde arde aún una tenue llama de bondad, la reaviva con el soplo de su amor. Proclama con fuerza el derecho, pero cura las heridas con el bálsamo de la misericordia.

En el texto de Isaías otra serie de imágenes abre la perspectiva de la vida, de la alegría y de la libertad: el Mesías futuro vendrá a devolver la vista a los ciegos, a «sacar de las cárceles a los presos» (Is 42, 7). Queridos hermanos y hermanas, me imagino que sobre todo estas últimas palabras del profeta encuentran en vuestro corazón un eco inmediato, lleno de esperanza.

4. Sin embargo, es preciso acoger el mensaje de la palabra de Dios en su significado integral. La «cárcel» de la que el Señor viene a sacarnos es, en primer lugar, aquella en la que se encuentra encadenado el espíritu. La cárcel del espíritu es el pecado. ¡Cómo no recordar, a este respecto, aquellas profundas palabras de Jesús: «En verdad, en verdad os digo que todo el que comete pecado es esclavo del pecado»! (Jn 8, 34). Esta es la esclavitud de la que él vino en primer lugar a librarnos. En efecto, dijo: «Si permanecéis en mi palabra, seréis en verdad discípulos míos y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31).

Por consiguiente, las palabras de liberación del profeta Isaías se han de entender a la luz de toda la historia de la salvación, que tiene su culmen en Cristo, el Redentor que cargó sobre sí el pecado del mundo (cf. Jn 1, 29). Dios quiere la liberación integral del hombre. Una liberación que no sólo atañe a las condiciones físicas y exteriores, sino que es sobre todo liberación del corazón.

5. Como nos ha recordado el apóstol san Pablo en la segunda lectura, la esperanza de esta liberación se da en toda la creación: «La creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto» (Rm 8, 22). Nuestro pecado ha alterado el plan de Dios, y no sólo la vida humana; la creación misma se resiente. Esta dimensión cósmica de los efectos del pecado se percibe de forma casi palpable en los desastres ecológicos. No menos preocupantes son los daños provocados por el pecado en la psique humana, en la biología misma del hombre. El pecado es devastador. Quita la paz al corazón y produce sufrimientos en cadena en las relaciones humanas. Me imagino que muchas veces, repasando vuestras historias personales o escuchando las de vuestros compañeros de celda, constatáis esta verdad.

De esta esclavitud viene a librarnos el Espíritu de Dios. Él, que es el Don por excelencia que nos obtuvo Cristo, «viene en ayuda de nuestra flaqueza, (…) abogando por nosotros con gemidos inenarrables» (Rm 8, 26). Si seguimos sus inspiraciones, produce nuestra salvación integral, «la adopción, la redención de nuestro cuerpo» (Rm 8, 23).

6. Así pues, es preciso que sea él, el Espíritu de Jesucristo, quien actúe en vuestro corazón, queridos hermanos y hermanas detenidos. Es necesario que el Espíritu Santo penetre totalmente en esta cárcel en la que nos encontramos y en todas las prisiones del mundo. Cristo, el Hijo de Dios, quiso ser detenido, dejó que le ataran las manos y luego las clavaran en la cruz, precisamente para que el Espíritu pudiera llegar al corazón de todo hombre. También donde los hombres están encerrados con los cerrojos de las cárceles, según la lógica de una justicia humana, por lo demás necesari
a, es preciso que sople el Espíritu de Cristo, Redentor del mundo. En efecto, la pena no puede reducirse a una simple dinámica retributiva; mucho menos puede transformarse en una retorsión social o en una especie de venganza institucional. La pena y la prisión tienen sentido si, a la vez que afirman las exigencias de la justicia y desalientan el crimen, contribuyen a la renovación del hombre, ofreciendo a quien se ha equivocado una posibilidad de reflexionar y cambiar de vida, para reinsertarse plenamente en la sociedad.

Por consiguiente, permitidme que os pida que tendáis con todas vuestras fuerzas a una vida nueva, en el encuentro con Cristo. De este vuestro camino no podrá por menos de alegrarse la sociedad entera. Las mismas personas a quienes habéis causado dolor sentirán, quizá, que han obtenido justicia más mirando vuestro cambio interior que simplemente por haber cumplido la pena.

A cada uno de vosotros deseo que haga la experiencia del amor liberador de Dios. Que descienda sobre vosotros y sobre los detenidos de todo el mundo el Espíritu de Jesucristo, que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21, 5) e infunda en vuestro corazón confianza y esperanza.

Que os acompañe la mirada de María, «Regina coeli», la Reina del cielo, a cuya ternura materna os encomiendo a vosotros y a vuestras familias.

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ZENIT Staff

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