CIUDAD DEL VATICANO, 28 enero 2002 (ZENIT.org).- Si el matrimonio no es para siempre no es matrimonio, y sin el matrimonio se mina el fundamento mismo de la sociedad, la familia, afirmó Juan Pablo II este lunes, al proponer actitudes positivas para combatir la mentalidad «divorcista».
«Hay que superar la visión de la indisolubilidad como un límite a la libertad de los contrayentes, y, por tanto, como un peso, que en ocasiones puede convertirse en insoportable», afirmó el Santo Padre al hacer un balance de las actividades del último año del Tribunal de la Rota Romana, que entre otras cosas se pronuncia sobre sentencias de nulidad matrimonial.
En este campo, explicó a los jueces y abogados, el reto actual para la Iglesia y para los que creen en el amor conyugal consiste en ofrecer una «presentación positiva de la unión indisoluble para redescubrir su belleza».
Y esto se logrará, añadió, si esta belleza es testimoniada «por las familias, «iglesias domésticas» en las que el marido y la mujer se reconocen mutuamente vinculados para siempre, con un lazo que exige un amor siempre renovado, generoso y dispuesto al sacrificio».
«No es posible rendirse a la mentalidad «divorcista»», dijo el Papa a los miembros del Tribunal al alentarles en su labor de defensa de la belleza del matrimonio.
«Podría parecer que el divorcio está tan arraigado en ciertos ambientes sociales, que no casi no vale la pena seguir combatiéndolo, difundiendo una mentalidad, una costumbre social y una legislación civil a favor de la indisolubilidad», constató.
«Y sin embargo, ¡vale la pena! –exclamó el Papa Wojtyla– En realidad, este bien forma parte de la base de toda la sociedad, como condición necesaria para la existencia de la familia».
«Por tanto –insistió–, su ausencia tiene consecuencias devastadoras, que se propagan en el cuerpo social como una plaga –según el término utilizado por el Concilio Vaticano II para describir el divorcio (cf. «Gaudium et spes», n. 47)–, en influyen negativamente sobre las nuevas generaciones a las que se ofusca la belleza del auténtico matrimonio».
«El valor de la indisolubilidad no puede ser considerado como el objeto de una simple opción privada: afecta a uno de los pilares de toda la sociedad», aseguró el sucesor de Pedro.
De este modo, desarticuló «la idea bastante difundida, según la cual, el matrimonio indisoluble sería propio de los creyentes, de modo que no pueden pretender «imponerlo» a la sociedad civil en su conjunto».
El obispo de Roma no sólo pidió a quienes creen en la indisolubilidad del matrimonio que se opongan a las medidas jurídicas que introducen el divorcio, o que lo equiparan a las uniones de hecho («incluso las homosexuales»), sino que además les propuso acompañar su acción con «una actitud positiva».
Esta nueva mentalidad debe promover, subrayó, «medidas jurídicas que tiendan a mejorar el reconocimiento social del matrimonio auténtico en el ámbito de los ordenamientos jurídicos que por desgracia admiten el divorcio».