GLASGOW, Escocia, 25 de enero de 2003 (ZENIT.org).- Publicamos un artículo escrito por el arzobispo de Glasgow, Mario Conti, sobre el tema de la fertilización in vitro y la clonación, aparecido la semana pasada en el Sunday Herald.
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Cuando nació Louise Brown, el primer bebé probeta del mundo, una de las primeras personas que aseguraron que rezaría por la recién nacida fue el relativamente poco conocido Patriarca de Venecia, Albino Luciani, quien, pocos meses después, sería elegido Papa como Juan Pablo I, un pontificado que duró 33 días.
Sus palabras fruncieron ceños.
¿Resultaba apropiado que un mensaje así fuera pronunciado por un hombre de Iglesia experimentado, dada la firme oposición de la Iglesia precisamente a los procedimientos que dieron lugar al nacimiento del bebé?
Reflexionando, parece claro que el Patriarca Luciani estuvo acertado al ofrecer sus oraciones por el bienestar del bebé. Independientemente de los procedimientos utilizados, el bebé era, y es, un ser humano.
Viene este episodio a la mente cuando se anuncia que ha nacido «baby Eve», presuntamente el primer bebé clonado del mundo. A un bebé clonado, al igual que a cualquier niño recién nacido, se le debe todo el respeto y cariño a que tiene derecho todo ser humano.
Se ha cuestionado en los últimos días la veracidad de este hecho. Me uno a los innumerables científicos, moralistas y políticos del mundo que esperan que este anuncio de clonación no sea más que un truco publicitario de una obscura secta. El intento de clonar a un ser humano es temido por el peligro tanto en el proceso como en los resultados de cara al bienestar físico y psicológico de la persona clonada.
Sin embargo, no estaríamos considerando esta difícil cuestión si no fuera por el hecho de que antes hemos traspasado algunos límites morales antes de llegar a hacer un alto instintivo ante el precipicio de la clonación reproductiva.
Un problema moral se ha sucedido al otro.
El primer paso en este viaje de pesadilla fue la aceptación por el gobierno británico de la fertilización in vitro, es decir la producción de seres humanos en una probeta. Con frecuencia se olvida que por cada niño nacido usando estas técnicas, varios embriones morirán, serán congelados o destruidos en el proceso.
Y se dio un paso aún más siniestro cuando el mismo gobierno permitió la experimentación destructiva sobre embriones humanos.
El paso siguiente consistió en tomar células-madre de los que han sido espantosamente calificados como «embriones superfluos», destruyéndolos en el proceso. Estos procesos, a su vez, prepararon el camino de la así llamada «clonación terapéutica» –la creación de embriones humanos por un periodo máximo de 14 días, a los que después se mata para sustraer sus células-madre.
Apenas hace unas semanas, el Sunday Herald revelaba la posibilidad de que se dé un auténtico comercio de embriones humanos. Revelaba que «el Consejo de Investigación Médica, que erigió el Banco de Células Madre del Reino Unido para almacenar células de recambio para partes del cuerpo, ha escrito a clínicas de fertilización in vitro pidiéndoles que contraten a una enfermera coordinadora, cuya misión consistiría en animar a los pacientes a donar sus embriones para la investigación de células-madre». Este mercado incipiente de vidas humanas parece abrir un nuevo espacio en esta casa de los horrores bioética.
Con razón manifestó públicamente su preocupación el Dr. Ian Gibson, Jefe del Comité de Ciencia y Tecnología de los Comunes. Admiro su coraje al enfrentarse al Consejo de Investigación Médica, cuestionando su propuesta.
Sin embargo, abrigaría la esperanza de que su preocupación se extendiera más allá de un comercio de embriones humanos hasta la propia idea de proveer con embriones humanos a la investigación médica. Todos los pasos, antes puestos de relieve, han sido dados sobre la base de una ética meramente utilitaria. Cuando los seguidores de una ética similar encuentran que un camino de acción concreto es útil, lo describen como bueno. La motivación es generalmente el sentimiento. Para mí significa no causar dolor a nadie y llevar la felicidad a los demás.
Cierto, el sentimiento es meramente subjetivo, y el juicio de llevar la felicidad a los demás es notoriamente relativo. Tales argumentos indudablemente sirven a propósitos comerciales pero no dan una base para una legislación válida que tiene ante sí el beneficio de una comunidad más amplia. Me dirán –y me lo han dicho investigadores médicos– que un embrión en esa etapa es solamente una burbuja de células. Me dirán que estaría poniendo trabas a la investigación que es necesaria para curar algunas enfermedades genéticas.
Sin embargo, hay otras fuentes de células-madre, por ejemplo la placenta o el cordón umbilical, e incluso la médula ósea de un adulto. Sólo hace dos semanas los científicos de la Universidad de Rostock en Alemania informaban de la utilización de inyecciones de células-madre para ayudar en la recuperación de víctimas de ataques al corazón. Las células-madre se han obtenido de la propia médula ósea de los pacientes.
Es cierto que a nadie le gusta que le digan que está actuando mal, especialmente cuando se tiene una buena motivación, pero están actuando mal. En todos estos casos los científicos están sometiendo a seres humanos, aunque sean jóvenes, a procedimientos destructivos: fabrican un embrión, un ser humano en un estado incipiente, para convertirlo en medicina para otro ser humano.
Por supuesto, el argumento del sentimiento –en caso de que sea la base de la filosofía moral de alguien– es irrebatible. El embrión de 14 días no siente dolor, mientras que el embrión desarrollado, antes y después del nacimiento sí. Pero fue el sentimiento –o más bien la falta de él– lo que permitió al régimen nazi decidir y llevar a cabo una horrible política de liquidación del pueblo judío. Y muchos otros horrores a través de la historia, incluso de la historia reciente, se han basado en argumentos meramente utilitarios, o en una filosofía que había subyugado, por toda una serie de motivos, a un grupo de seres humanos al beneficio de otros.
El único principio válido que hemos conocido para lograr una ley equitativa y la defensa de la vida humana es que ningún ser humano individual es prescindible. O para decirlo de una manera más tradicional: no se debe matar a ningún inocente.
Y esto, sorprendentemente, y a pesar de todas estas aberraciones, constituye todavía el fundamento de nuestras leyes.
Cuando este principio se ignora, incluso en su forma más debilitada, no progresamos, sino más bien retrocedemos como personas civilizadas.
No siento placer alguno al hacer notar que aquellos que más pueden ayudarnos en ocasiones son los que más daño nos hacen.