ROMA, viernes, 21 enero 2005 (ZENIT.org).- En su comentario al Evangelio de la liturgia del próximo domingo, 23 de enero (Mt 4,12-23), el padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, aclara cuáles son los medios que tiene el hombre para intentar superar sus enfermedades –la naturaleza y la gracia–, advierte en qué consiste el verdadero carisma de sanación y recuerda el valor corredentor del sufrimiento.
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Mateo (4,18-23)
Caminando [Jesús] por la ribera del mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés, echando la red en el mar, pues eran pescadores, y les dice: «Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres». Y ellos al instante, dejando las redes, le siguieron. Caminando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan, que estaban en la barca con su padre Zebedeo arreglando sus redes; y los llamó. Y ellos al instante, dejando la barca y a su padre, le siguieron. Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.
El pasaje del Evangelio del tercer domingo del tiempo ordinario concluye así: «Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo». Aproximadamente un tercio del Evangelio está ocupado por las curaciones obradas por Jesús en el breve período de su vida pública. Es imposible eliminar estos milagros, o darles una explicación natural, sin descomponer todo el Evangelio y hacerlo incomprensible.
Los milagros del Evangelio presentan características inconfundibles. Nunca se realizan para sorprender o para encumbrar a quien los realiza. Algunos hoy se dejan encantar escuchando a ciertos personajes que aparentan poseer ciertos poderes de levitación, de hacer aparecer o desaparecer objetos y cosas por el estilo. ¿A quién sirve este tipo de milagros, suponiendo que sean tales? A ninguno, o sólo a sí mismos, para hacer discípulos o para hacer dinero. Jesús obra milagros por compasión, porque ama a la gente: obra milagros también para ayudarles a creer. Obra curaciones, en fin, para anunciar que Dios es el Dios de la vida y que al final, junto con la muerte, también la enfermedad será vencida y «ya no habrá luto ni llanto».
No sólo Jesús cura, sino que ordena a sus apóstoles hacer lo mismo detrás de él: «Les envió a anunciar el reino de Dios y a curar a los enfermos» (Lc 9,2); «Predicad que el reino de los cielos está cerca. Curad enfermos» (Mt 10,7-8). Siembre encontramos las dos cosas juntas: predicar el Evangelio y curar a los enfermos. El hombre tiene dos medios para intentar superar sus enfermedades: la naturaleza y la gracia. Naturaleza indica la inteligencia, la ciencia, la medicina, la técnica; gracia indica el recurso directo a Dios, a través de la fe y la oración y los sacramentos. Estos últimos son los medios que la Iglesia tienen a disposición para «curar a los enfermos». El mal empieza cuando se intenta una tercera vía: la vía de la magia, la que hace presión sobre pretendidos poderes ocultos de la persona, que no se basan ni en la ciencia ni en la fe. En este caso, o estamos ante pura charlatanería y engaño o, peor, ante la acción del enemigo de Dios.
No es difícil distinguir cuándo se trata de un verdadero carisma de sanación y cuándo de su falsificación en la magia. En el primer caso, la persona no atribuye nunca a los propios poderes los resultados obtenidos, sino a Dios; en el segundo la gente no hace sino ostentar los propios pretendidos «poderes extraordinarios». Cuando por esto se leen anuncios del tipo: Mago de tal y cual «llega donde otros fracasan…, resuelve problemas de todo tipo…, reconocidos poderes extraordinarios…, expulsa demonios, aleja el mal de ojo», no hay que tener ni un instante de duda: se trata de tramposos. Jesús decía que los demonios se expulsan «con el ayuno y la oración», ¡no sacándole dinero a la gente!
Pero debemos plantearnos otra cuestión: ¿Qué pensar de quien, a pesar de todo, no sana? ¿Que no tiene fe, o que Dios no le ama? Si la persistencia de una enfermedad fuera señal de que una persona no tiene fe, o de que Dios no la ama, habría que concluir que los santos eran los más pobres de fe y los menos amados por Dios, porque algunos pasaron la vida en cama. La respuesta es otra. El poder de Dios no se manifiesta sólo de un modo –eliminando el mal, curando físicamente–, sino también dando la capacidad, y a veces hasta la alegría, de llevar la propia cruz con Cristo, completando lo que falta a sus padecimientos. Cristo ha redimido también el sufrimiento y la muerte. Esta ya no es signo del pecado, participación en la culpa de Adán, sino que es instrumento de redención.
[Original italiano publicado por «Famiglia Cristiana». Traducción realizada por Zenit]