Juan Pablo II: Acción de gracias a Dios que salva del abismo

Comentario al Salmo 114

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 26 enero 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la meditación que ofreció Juan Pablo II este miércoles en la audiencia general sobre el Salmo 114, «Acción de gracias».

Amo al Señor, porque escucha
mi voz suplicante,
porque inclina su oído hacia mí
el día que lo invoco.

Me envolvían redes de muerte,
me alcanzaron los lazos del abismo,
caí en tristeza y angustia.
Invoqué el nombre del Señor:
«Señor, salva mi vida».

El Señor es benigno y justo,
nuestro Dios es compasivo;
el Señor guarda a los sencillos:
estando yo sin fuerzas, me salvó.

Alma mía, recobra tu calma,
que el Señor fue bueno contigo:
arrancó mi alma de la muerte,
mis ojos de las lágrimas,
mis pies de la caída.

Caminaré en presencia del Señor
en el país de la vida.

1. En el Salmo 114, que se acaba de proclamar, la voz del salmista expresa su amor agradecido al Señor, después de que escuchara una intensa súplica: «Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco» (versículos 1-2). Tras esta declaración, se ofrece una sentida descripción de la pesadilla mortal que ha atenazado la vida del orante (Cf. versículos 3-6).

Se representa el drama con los símbolos habituales de los salmos. Las redes que enredan la existencia son las de la muerte, los lazos que la angustian son la espiral del infierno, que quiere atraer a su interior a los vivientes sin nunca saciarse (Cf. Proverbios 30, 15-16).

2. Es la imagen de una presa caída en la trampa de un inexorable cazador. La muerte es como un mordisco que aprieta (Cf. Salmo 114, 3). El orante ha dejado a sus espaldas el riesgo de la muerte, acompañado por una experiencia psíquica dolorosa: «caí en tristeza y angustia» (versículo 3). Pero desde ese abismo trágico lanza un grito hacia el único que puede tender la mano y sacar al orante angustiado de este ovillo imposible de deshacer: «Señor, salva mi vida» (versículo 4).

Es una oración breve pero intensa del hombre que, encontrándose en una situación desesperada, se agarra a la única tabla de salvación. Del mismo modo gritaron en el Evangelio los discípulos en la tormenta (Cf. Mateo 8,25), del mismo modo imploró Pedro cuando, al caminar sobre las aguas, comenzaba a hundirse (Cf. Mateo 14, 30).

3. Una vez salvado, el orante proclama que el Señor es «benigno y justo», es más, «misericordioso» (Salmo 114, 5). Este último adjetivo, en el original hebreo, hace referencia a la ternura de la madre, evocando sus «vísceras».

La confianza auténtica siempre experimenta a Dios como amor, a pesar de que en ocasiones sea difícil intuir el recorrido de su acción. Queda claro que «el Señor guarda a los sencillos» (versículo 6). Por tanto, en la miseria y en el abandono, se puede contar con él, «padre de los huérfanos y tutor de las viudas» (Salmo 67,6).

4. Comienza después un diálogo entre el salmista y su alma, que continuará en el sucesivo Salmo 115, que debe considerarse como parte integrante del que estamos meditando. Es lo que ha hecho la tradición judía, dando origen al único Salmo 116, según la numeración hebrea del Salterio. El salmista invita a su alma a recuperar la paz serena tras la pesadilla mortal (Cf. Salmo 114, 7).

Invocado con fe, el Señor ha tendido la mano, ha roto las redes que rodeaban al orante, ha secado las lágrimas de sus ojos, ha detenido su descenso precipitado en el abismo infernal (Cf. versículo 8). El cambio es claro y el canto concluye con una escena de luz: el orante regresa al «país de la vida», es decir, a las sendas del mundo para caminar «en presencia del Señor». Se une a la oración comunitaria del templo, anticipación de esa comunión con Dios que le esperará al final de su existencia (Cf. versículo 9).

5. Al concluir, retomemos los pasajes más importantes del Salmo, dejándonos guiar por un gran escritor del siglo III, Orígenes, cuyo comentario al Salmo 114 nos ha llegado en la versión latina de san Jerónimo.

Al leer que el Señor «inclina su oído hacia mí», afirma: «nos damos cuenta de que somos pequeños, no podemos levantarnos, por esto el Señor inclina su oído y se digna escucharnos. Al fin y al cabo, dado que somos hombres y que no podemos convertirnos en dioses, Dios se hizo hombre y se inclinó, según está escrito: «Él inclinó los cielos y bajó» (Salmo 17, 10)».

De hecho, sigue diciendo poco después el Salmo, «el Señor guarda a los sencillos» (Salmo 114, 6): «Si uno es grande, si se exalta y es soberbio, el Señor no le protege; si uno se cree grande, el Señor no tiene misericordia de él; pero si uno se abaja, el Señor tiene misericordia de él y le protege. Hasta el punto de que llega a decir: «aquí estamos yo y los hijos que me ha dado» (Isaías 8, 18). Y también: «Me humillé y Él me salvó»».

De este modo, quien es pequeño y miserable puede recuperar la paz, el descanso, como dice el Salmo (Cf. Salmo 114, 7) y como comenta el mismo Orígenes: «cuando se dice: «Vuelve a tu descanso», es señal de que antes había un descanso que después se ha perdido… Dios nos ha creado y nos ha hecho árbitros de nuestras decisiones, y nos ha puesto a todos en el paraíso, junto a Adán. Pero, dado que por nuestra libre decisión perdimos esa beatitud, terminando en este valle de lágrimas, el justo exhorta a su alma a regresar allí donde cayó… «Alma mía, recobra tu calma,
que el Señor fue bueno contigo». Si tú, alma, regresas al paraíso, no es porque eres digna, sino porque eres obra de la misericordia de Dios. Si saliste del paraíso, fue por tu culpa; sin embargo, el regresar es obra de la misericordia del Señor. Digamos también nosotros a nuestra alma: «Recobra tu calma». Nuestra calma es Cristo, nuestro Dios» (Orígenes-Jerónimo, «74 homilías sobre el libro de los Salmos» –«74 Omelie sul libro dei Salmi»–, Milán 1993, pp. 409.412-413).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, un colaborador del Papa pronunció esta síntesis en castellano:]

Queridos hermanos y hermanas:
La invocación de ayuda dirigida al Señor, que acabamos de escuchar en el Salmo de hoy, nos muestra el gran valor de la oración. Ante el grave peligro el fiel se aferra a Él, como a su única tabla de salvación, y expresa el agradecimiento por la liberación obtenida.

La fe auténtica siente siempre a Dios como amor, también cuando en algún caso puede resultar difícil comprender hasta el fondo los motivos de su actuación.

La oración nos ayuda a descubrir el rostro amoroso de Dios. Él no abandona nunca a sus fieles, garantizándoles que, no obstante pruebas y sufrimientos, al final triunfará el bien.

[A continuación, el Papa dirigió este saludo en castellano a los peregrinos:]

Saludo cordialmente a los peregrinos de España y América Latina, especialmente a los del Arzobispado Castrense y de las diócesis de Mérida-Badajoz y Alcalá de Henares. ¡Qué vuestra oración ante la tumba de Pedro os ayude a descubrir el rostro amoroso de Dios que, a pesar de las dificultades y sufrimientos, nunca nos abandona! ¡Gracias!

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ZENIT Staff

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