CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 12 diciembre 2005 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI el sábado en el Aula Pablo VI del Vaticano a ocho mil religiosos, religiosas y miembros de los institutos seculares así como de las sociedades de vida apostólica de la diócesis de Roma.
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Señor cardenal,
Venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado,
queridos hermanos y hermanas:
Para mí es una gran alegría encontrarme con vosotros este día, en el clima espiritual de Adviento, mientras nos preparamos para la santa Navidad. Os saludo con afecto a cada uno de vosotros, religiosos y religiosas, miembros de institutos seculares y de nuevas formas de vida consagradas, presentes en la diócesis de Roma, donde desempeñáis un servicio particularmente apreciado, integrados en las diferentes realidades sociales y pastorales. Dirijo un pensamiento particular a cuantos viven en los monasterios de vida contemplativa y que están unidos con nosotros espiritualmente, así como a las personas de vida consagrada provenientes de África, América Latina y Asia que estudian en Roma o que transcurren un tramo de su existencia participando activamente en la misión de la Iglesia que está en esta ciudad.
Dirijo un saludo fraterno al cardenal Camillo Ruini, a quien le doy las gracias por las palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Desde siempre, los consagrados y consagradas constituyen en la Iglesia de Roma una presencia preciosa, porque ofrecen un testimonio particular de la unidad y universalidad del Pueblo de Dios. Os doy las gracias por el trabajo que realizáis en la viña del Señor, por vuestro empeño para afrontar los desafíos que plantea la cultura moderna a la evangelización en una metrópolis como la nuestra que ya es cosmopolita.
El complejo contexto social y cultural de nuestra ciudad, en el que os toca actuar exige de vuestra parte, además de una constante atención a los problemas sociales, una valiente fidelidad al carisma que os caracteriza. Desde sus orígenes la vida consagrada se ha caracterizado por su sed de Dios: «quaerere Deum». Que vuestro primer y supremo anhelo sea, por tanto, testimoniar que Dios tiene que ser escuchado y amado con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, antes que cualquier otra persona o cosa. No tengáis miedo de presentaros, incluso visiblemente, como personas consagradas, y tratad con todos los medios de manifestar vuestra pertenencia a Cristo, el tesoro escondido por el que habéis dejado todo. Asumid el conocido lema programático de san Benito: «No antepongáis absolutamente nada al amor de Cristo».
Es verdad, son muchos los desafíos y dificultades que hoy encontráis, al estar comprometidos en diferentes frentes. En vuestros lugares de residencia y en vuestras obras apostólicas, estáis bien integrados en los programas de la diócesis, colaborando en diferentes ramas de la acción pastoral, también gracias a la coordinación de los organismos de representación de la vida consagrada, como la Conferencia Italiana de los Superiores Mayores, la Unión de las Superioras Mayores Italianas, el Grupo de Institutos Seculares y el «Ordo Virginum» [Orden de las Vírgenes, ndt.]. Seguid por este camino, consolidando vuestra fidelidad a los compromisos asumidos, al carisma de cada uno de vuestros institutos y a las orientaciones de la Iglesia local. Como sabéis, esta fidelidad es posible cuando se es firme en la fidelidad a las pequeñas pero insustituibles fidelidades cotidianas: ante todo, la fidelidad a la oración y a la escucha de la Palabra de Dios; fidelidad al servicio de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo, según el propio carisma; fidelidad a los sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía, que nos sostienen en las situaciones difíciles de la vida.
Una parte de vuestra misión es, además, la vida comunitaria. Al comprometeros en la edificación de comunidades fraternas, mostráis que gracias al Evangelio también se pueden cambiar las relaciones humanas, que el amor no es una utopía, sino que por el contrario es el secreto para construir un mundo más fraterno. El libro de los Hechos de los Apóstoles, tras la descripción de la fraternidad vivida en la comunidad de los cristianos, revela, como una lógica consecuencia, que «la Palabra de Dios iba creciendo; se multiplicó considerablemente el número de los discípulos» (6, 7). La difusión de la Palabra es la bendición que el Dueño de la mies ofrece a la comunidad que se toma en serio el compromiso de hacer crecer la caridad en la fraternidad.
Queridos hermanos y hermanas, la Iglesia tiene necesidad de vuestro testimonio, tiene necesidad de una vida consagrada que afronte con valentía y creatividad los desafíos del tiempo presente. Ante el avance del hedonismo, se os pide el testimonio valiente de la castidad como expresión de un corazón que conoce la belleza y el precio del amor de Dios. Ante la sed de dinero, vuestra vida sobria y disponible al servicio de los más necesitados recuerda que Dios es la auténtica riqueza que no perece. Ante el individualismo y el relativismo, que llevan a las personas a convertirse en la única norma de sí mismas, vuestra vida fraterna, capaz de dejarse coordinar y, por tanto, capaz de obedecer, confirma que ponéis en Dios vuestra realización. ¿Cómo no desear que la cultura de los consejos evangélicos, que es la cultura de las Bienaventuranzas, pueda crecer en la Iglesia para apoyar la vida y el testimonio del pueblo cristiano?
El decreto conciliar «Perfectae caritatis», del que conmemoramos este año el cuadragésimo aniversario de promulgación, afirma que las personas consagradas «evocan ante todos los cristianos aquel maravilloso connubio instituido por Dios y que habrá de tener en el siglo futuro su plena manifestación, por el que la Iglesia tiene a Cristo como único Esposo» (número 12). El consagrado vive en el tiempo, pero su corazón está proyectado más allá del tiempo y testimonia al hombre contemporáneo, con frecuencia absorbido por las cosas de este mundo, que su verdadero destino es el mismo Dios.
Gracias, queridos hermanos y hermanas, por el servicio que ofrecéis al Evangelio, por vuestro amor a los pobres y a los que sufren, por vuestro esfuerzo en el campo de la educación y de la cultura, por la incesante oración que se eleva de los monasterios, por la multiforme actividad que desempeñáis. Que la Virgen santa, modelo de vida consagrada, os acompañe y apoye para que podáis ser todos un «signo profético» del Reino de los cielos. Os aseguro mi recuerdo en la oración y os bendigo a todos de corazón.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]