CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 6 marzo 2006 (ZENIT.org).– Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la celebración eucarística que presidió en la Basílica de Santa Sabina el Miércoles de Ceniza, 1 de marzo de 2006.
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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos y hermanas:
La procesión penitencial, con la que hemos iniciado esta celebración, nos ha ayudado a entrar en el clima típico de la Cuaresma, que es una peregrinación personal y comunitaria de conversión y renovación espiritual. Según la antiquísima tradición romana de las «estaciones» cuaresmales, durante este tiempo los fieles, juntamente con los peregrinos, cada día se reúnen y hacen una parada —statio— en una de las muchas «memorias» de los mártires, que constituyen los cimientos de la Iglesia de Roma. En las basílicas, donde se exponen sus reliquias, se celebra la santa misa precedida por una procesión, durante la cual se cantan las letanías de los santos. Así se recuerda a los que con su sangre dieron testimonio de Cristo, y su evocación impulsa a cada cristiano a renovar su adhesión al Evangelio. A pesar del paso de los siglos, estos ritos conservan su valor, porque recuerdan cuán importante es, también en nuestros tiempos, acoger sin componendas las palabras de Jesús: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lc 9, 23).
Otro rito simbólico, gesto propio y exclusivo del primer día de Cuaresma, es la imposición de la ceniza. ¿Cuál es su significado más hondo? Ciertamente, no se trata de un mero ritualismo, sino de algo más profundo, que toca nuestro corazón. Nos ayuda a comprender la actualidad de la advertencia del profeta Joel, que recoge la primera lectura, una advertencia que conserva también para nosotros su validez saludable: a los gestos exteriores debe corresponder siempre la sinceridad del alma y la coherencia de las obras.
En efecto, ¿de qué sirve —se pregunta el autor inspirado— rasgarse las vestiduras, si el corazón sigue lejos del Señor, es decir, del bien y de la justicia? Lo que cuenta, en realidad, es volver a Dios, con un corazón sinceramente arrepentido, para obtener su misericordia (cf. Jl 2, 12-18). Un corazón nuevo y un espíritu nuevo es lo que pedimos en el Salmo penitencial por excelencia, el Miserere, que hoy cantamos con el estribillo «Misericordia, Señor: hemos pecado». El verdadero creyente, consciente de que es pecador, aspira con todo su ser —espíritu, alma y cuerpo— al perdón divino, como a una nueva creación, capaz de devolverle la alegría y la esperanza (cf. Sal 50, 3. 5. 12. 14).
Otro aspecto de la espiritualidad cuaresmal es el que podríamos llamar «agonístico», y se refleja en la oración colecta de hoy, donde se habla de «armas» de la penitencia y de «combate» contra las fuerzas del mal. Cada día, pero especialmente en Cuaresma, el cristiano debe librar un combate, como el que Cristo libró en el desierto de Judá, donde durante cuarenta días fue tentado por el diablo, y luego en Getsemaní, cuando rechazó la última tentación, aceptando hasta el fondo la voluntad del Padre.
Se trata de un combate espiritual, que se libra contra el pecado y, en último término, contra satanás. Es un combate que implica a toda la persona y exige una atenta y constante vigilancia. San Agustín afirma que quien quiere caminar en el amor de Dios y en su misericordia no puede contentarse con evitar los pecados graves y mortales, sino que «hace la verdad reconociendo también los pecados que se consideran menos graves (…) y va a la luz realizando obras dignas. También los pecados menos graves, si nos descuidamos, proliferan y producen la muerte» (In Io. evang. 12, 13, 35).
Por consiguiente, la Cuaresma nos recuerda que la vida cristiana es un combate sin pausa, en el que se deben usar las «armas» de la oración, el ayuno y la penitencia. Combatir contra el mal, contra cualquier forma de egoísmo y de odio, y morir a sí mismos para vivir en Dios es el itinerario ascético que todos los discípulos de Jesús están llamados a recorrer con humildad y paciencia, con generosidad y perseverancia.
El dócil seguimiento del divino Maestro convierte a los cristianos en testigos y apóstoles de paz. Podríamos decir que esta actitud interior nos ayuda también a poner mejor de relieve cuál debe ser la respuesta cristiana a la violencia que amenaza la paz del mundo. Ciertamente, no es la venganza, ni el odio, ni tampoco la huida hacia un falso espiritualismo. La respuesta de los discípulos de Cristo consiste, más bien, en recorrer el camino elegido por él, que, ante los males de su tiempo y de todos los tiempos, abrazó decididamente la cruz, siguiendo el sendero más largo, pero eficaz, del amor. Tras sus huellas y unidos a él, debemos esforzarnos todos por oponernos al mal con el bien, a la mentira con la verdad, al odio con el amor.
En la encíclica Deus caritas est quise presentar este amor como el secreto de nuestra conversión personal y eclesial. Comentando las palabras de san Pablo a los Corintios: «Nos apremia el amor de Cristo» (2 Co 5, 14), subrayé que «la conciencia de que en él Dios mismo se ha entregado por nosotros hasta la muerte tiene que llevarnos a vivir no ya para nosotros mismos, sino para él y, con él, para los demás» (n. 33).
El amor, como reafirma Jesús en el pasaje evangélico de hoy, debe traducirse después en gestos concretos en favor del prójimo, y en especial en favor de los pobres y los necesitados, subordinando siempre el valor de las «obras buenas» a la sinceridad de la relación con el «Padre celestial», que «ve en lo secreto» y «recompensará» a los que hacen el bien de modo humilde y desinteresado (cf. Mt 6, 1. 4. 6. 18).
La concreción del amor constituye uno de los elementos esenciales de la vida de los cristianos, a los que Jesús estimula a ser luz del mundo, para que los hombres, al ver sus «buenas obras», glorifiquen a Dios (cf. Mt 5, 16). Esta recomendación llega a nosotros muy oportunamente al inicio de la Cuaresma, para que comprendamos cada vez mejor que «la caridad no es una especie de actividad de asistencia social (…), sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia» (Deus caritas est, 25). El verdadero amor se traduce en gestos que no excluyen a nadie, a ejemplo del buen samaritano, el cual, con gran apertura de espíritu, ayudó a un desconocido necesitado, al que encontró «por casualidad» a la vera del camino (cf. Lc 10, 31).
Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado, queridos religiosos, religiosas y fieles laicos, a quienes saludo con gran cordialidad, entremos en el clima típico de este tiempo litúrgico con estos sentimientos, dejando que la palabra de Dios nos ilumine y nos guíe. En Cuaresma escucharemos con frecuencia la invitación a convertirnos y creer en el Evangelio, y se nos invitará constantemente a abrir el espíritu a la fuerza de la gracia divina.
Aprovechemos estas enseñanzas que nos dará en abundancia la Iglesia durante estas semanas. Animados por un fuerte compromiso de oración, decididos a un esfuerzo cada vez mayor de penitencia, de ayuno y de solicitud amorosa por los hermanos, encaminémonos hacia la Pascua, acompañados por la Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todo auténtico discípulo de Cristo.
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