Una política verdadera es garantía de justicia

Profesor Alfonso Carrasco Rouco de la Facultad de Teología San Dámaso de Madrid

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MADRID, jueves, 9 marzo 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del profesor Alfonso Carrasco Rouco de la Facultad de Teología San Dámaso de Madrid en la videoconferencia mundial de teología, convocada por la Congregación vaticana para el Clero, sobre la encíclica «Deus caritas est» el pasado 28 de febrero.

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La encíclica «Deus caritas est» dedica unas páginas importantes [1] a dar respuesta a la comprensión de la relación entre la justicia y la caridad, adentrándose para ello en la relación entre actividad política, fe cristiana e Iglesia.

Se plantea, en primer lugar, la objeción, proveniente del marxismo decimonónico, de que la Iglesia esconde la falta de compromiso real con el mundo y los hombres, que sufren por la injusticia, con el argumento de la caridad y sus obras (nº 26). Ante los ecos aún presentes de esta acusación al cristianismo de ser «el opio del pueblo», de desinteresarse de este mundo huyendo hacia una futura vida celestial, Benedicto XVI afirma con toda claridad que la Iglesia se preocupa muy seriamente del hombre y del mundo (27), porque le interesa sobremanera «abrir la inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien» (28a5), de modo que no puede «quedarse al margen en la lucha por la justicia (28a5). Ello no debe entenderse, sin embargo, como si la Iglesia tuviese un poder sobre el Estado (28a3), o hubiese de «emprender por cuenta propia la empresa política» (28a5); puesto que el establecimiento de estructuras justas no es cometido inmediato de la Iglesia (29a).

Se rechaza así la afirmación de una competencia o poder inmediato de la Iglesia en lo político, contra toda tentación teocrática. Aunque nadie defiende en la Iglesia la teoría de la «potestas inmediata», sino que se reconoce claramente la autonomía de las realidades temporales [2], esta enseñanza de la encíclica tiene gran actualidad, pues el riesgo de confusión entre los ámbitos político y religioso sigue presente en nuestro mundo, desde otros horizontes religiosos. Con esta enseñanza, se rechaza al mismo tiempo aquella posible reacción a la crítica marxista y a las injusticias sociales que podría consistir en considerar como tarea y cometido inmediato de la Iglesia el establecimiento de una sociedad justa, la empresa política misma.

Para responder a este desafío al cristianismo, que puede ser visto como un dilema entre ausentarse del mundo o no respetar su verdadera autonomía, Benedicto XVI muestra en positivo cuál es el objeto propio de la política y la relación que puede tener con ello la fe y la Iglesia. Así no sólo confirma a los cristianos en su fe y orienta su actividad en medio del mundo, sino que ofrece también una aportación de doctrina social sobre la naturaleza de la actividad política –y, consiguientemente, del Estado–, que resulta de extraordinaria actualidad en las nuevas situaciones creadas en nuestras sociedades, tentadas por el relativismo tras el desvanecimiento del sueño marxista.

La afirmación primera es el claro reconocimiento de la autonomía de la política, que tiene por tarea el orden justo de la sociedad y del Estado (28a1). La justicia es presentada como el objeto y la «medida intrínseca» (28a2) de la política, su norma de actuación. Esto se completa con la afirmación correlativa de la independencia de la Iglesia en su ámbito religioso propio, pues no compete al Estado imponer la religión. Se trata de «dos esferas distintas, pero siempre en relación recíproca» (28a1).

Ahora bien, si el origen y la meta de la política está en la justicia, ésta es de naturaleza ética (28a2). Se sitúa así en el centro la acción responsable de la persona, cuya apertura a la pregunta «qué es la justicia», cuáles son sus exigencias aquí y ahora, no puede excluirse del ámbito de la acción política sin herirla en su núcleo mismo.

En efecto, considerar la justicia sólo en el horizonte del pensamiento teórico, externo a la realidad de la acción política concreta, que se reduciría en realidad a simple técnica para determinar el ordenamiento jurídico (28a2) y, al final, a una forma de regular las luchas por el poder, ocultaría la responsabilidad de la conciencia personal y limitaría así profundamente la dignidad propia de la actividad política. Esta es una tentación presente hoy también en las democracias occidentales, de las que muchos quieren ver el fundamento en la negación (relativista) de la posibilidad de alcanzar razonablemente verdades morales referidas a la naturaleza humana [3]. Llevada al extremo, la separación entre la política y la justicia, conduciría a la corrupción de la primera: el Estado llegaría a convertirse en una banda de ladrones (28a1, citando a S. Agustín).

En realidad, la esfera de la política pertenece a la de la razón autoresponsable (29a), a la de la razón práctica, llamada a percibir las exigencias de una justa estructura de la sociedad en las diferentes situaciones y problemas. Se trata de una tarea fundamental del hombre en el mundo, que ha de «afrontar de nuevo cada generación» (28a4) como un desafío de naturaleza moral, que nunca consiste sólo en el mero respeto de reglas de juego ya establecidas. Ahora bien, la asunción de esta responsabilidad no puede darse por descontado; porque, al contrario, la función de la razón práctica corre siempre el peligro de ser cegada por «la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran» (28a2), de modo que no llegue a percibir o no quiera respetar las exigencias de la justicia en las situaciones concretas.

Para la encíclica, éste es el punto en que «política y fe se encuentran» (28a3), pues la fe, que abre al hombre a una relación con Dios que va más allá de las fuerzas de la razón, es «al mismo tiempo una fuerza purificadora de la razón misma», ya que, situándola en la perspectiva de Dios, «la libera de su ceguera y la ayuda a ser mejor ella misma» (28a3). En esta peculiar interrelación entre la fe y la razón [4] se manifiesta la verdad del Evangelio, en cuyo encuentro el hombre se descubre a sí mismo [5], como puede observarse, en este caso, a propósito del ejercicio de la razón práctica.

De este modo, la Iglesia, proponiendo su doctrina social (27, 28a3), no quiere imponer las propias convicciones, sino hacer posible un diálogo que presupone sólo un empeño serio por el hombre y la justicia en el mundo (27), y que se establece en el horizonte de la razón, de su percepción de lo que es conforma a la naturaleza de todo ser humano [6] (28a4). El lugar de encuentro de la fe y de la política está en la conciencia de la persona, a cuya formación la Iglesia quiere servir, contribuyendo a que «crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella» (28a4).

La encíclica enseña, pues, que la Iglesia no pretende tener responsabilidad inmediata en la esfera de la política, sino mediata (29a), por el camino de la conciencia y de la responsabilidad personal [7]; que su participación en la lucha por la justicia tiene lugar «a través de la argumentación racional» y del despertar de las fuerzas espirituales del hombre (29a).

Los fieles laicos, en particular, están llamados a «participar en primera persona en la vida pública» (29b), configurando rectamente la vida social, en el respeto de su autonomía y en colaboración con los otros ciudadanos, pues no pueden eximirse de la propia responsabilidad ante el bien común.

El reconocimiento de esta justa autonomía de lo político no significa, por supuesto, que el Estado ocupe y domine todo el ámbito de la sociedad. Exigencia de la justicia es también respetar el principio de subsidiariedad, reconociendo y apoyando las diferentes iniciativas que nacen de las diversas fuerzas sociales (28b). Entre ellas, destaca la Iglesia, con su actividad evangelizadora y caritativa.

La e
xpresión del amor cristiano, de la caridad, no se agota en su contribución al ejercicio político de la razón práctica, sino que se acerca al hombre de muchas otras maneras. Esta caridad siempre será necesaria para la sociedad, pues «quien intente desentenderse del amor, se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre» (28b). Por el contrario, la dinámica del amor, suscitada por el Espíritu de Cristo, no humilla nunca al hombre, en ninguna de sus expresiones, sino que sana, sostiene y potencia «precisamente lo que es más específicamente humano» (28b).

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[1] Nn. 26-29
[2] GS 36
[3] Cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, «Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida pública», 24 noviembre 2003
[4] Interrelación definida por la encíclica Fides et ratio como «circularidad» (nº 73). El cardenal J. RATZINGER la había descrito precisamente a propósito del servicio mutuo de purificación que fe y razón están llamadas a prestarse (en «Was die Welt zusammenhält. Vorpolitische moralische Grundlagen eines freiheitlichen Staates», in: «Dialektik der Säkularisierung», [J. Habermas-J. Ratzinger], Freiburg 2005, 39-60)
[5] Cf. GS 22; igualmente JUAN PABLO II (por ej., «Redemptor hominis» 10)
[6] Resuena la enseñanza tradicional sobre la Iglesia «experta en humanidad»; cf., por ej., PABLO VI, «Populorum progressio», 13; JUAN PABLO II, «Sollicitudo rei socialis», 42. En este mismo contexto era presentada también la doctrina social: «Fue el ´yugo casi servil´, al comienzo de la sociedad industrial, lo que obligó a mi predecesor a tomar la palabra en «defensa del hombre»» (ID., Centesimus annus, 61).
[7] Puede observarse la relación con la doctrina tradicional sobre el derecho de intervención de la Iglesia en el ámbito de la política «sub ratione peccati».

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ZENIT Staff

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