Encuentro del Papa con sacerdotes de la diócesis de Roma

Trascripción integral de las palabras que intercambió con los presbíteros

Share this Entry

CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 10 marzo 2006 (ZENIT.org).- Publicamos las palabras que intercambió Benedicto XVI con los sacerdotes de la diócesis de Roma en la audiencia que les concedió en el Vaticano el pasado 2 de marzo.

* * *

Resumen de las preguntas dirigidas por los sacerdotes al Santo Padre

1 Es la primera vez que nos encontramos con usted para esta cita cuaresmal. Quisiera recordar al amado siervo de Dios Juan Pablo II. He visto un signo de continuidad entre usted y su amado predecesor en la frase que pronunció durante su funeral: «Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora asomado a la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice». Quiero leerle un soneto que he escrito, titulado: «A la ventana en el cielo».

2 Como párroco, le pido unas palabras de aliento para las madres. Recordando a nuestras madres, su fe, la fuerza espiritual que mostraron en nuestra formación humana y cristiana, ayúdenos a hablar a las madres de todos los niños, de los muchachos que asisten al Catecismo, a menudo distraídos. Díganos unas palabras que podamos transmitir a las madres, diciéndoles: esto es lo que os dice el Papa.

3 En mi parroquia el santísimo Sacramento está expuesto las veinticuatro horas del día. Los fieles realizan la adoración perpetua, por turnos. Propongo que en cada uno de los cinco sectores de Roma se pueda realizar la adoración eucarística perpetua.

4 Usted es «Maestro» para orientar el pensamiento con vistas a una fe «plenamente humana». Nos impresionan sus intervenciones por la armonía en que cada punto encuentra su centro, sus relaciones, sus nexos. Y esto es mucho más necesario en un tiempo en que todo está fragmentado. ¿Cómo podemos ayudar a los laicos a comprender esta síntesis armónica, esta catolicidad de la fe?

5 El 2 de marzo de 1876 nació en Roma Eugenio Pacelli y el 2 de marzo de 1939 fue elegido Papa con el nombre de Pío XII. Pero sobre él ha caído un telón de silencio. Debemos mucho a este Papa, el cual, por lo demás, amaba mucho a Alemania. Esperamos verlo también elevado a los altares.

6 La diócesis de Roma está buscando el mejor modo de responder a las exigencias de las familias de hoy. Es necesario revitalizar la familia, haciendo que sea protagonista, y no sólo objeto, de la pastoral. Actualmente, la familia está amenazada por el relativismo y la indiferencia. Hay que ayudar a los padres, a los novios, a los niños, con catequesis y acompañamiento continuo. Es necesario impulsar a todos los miembros de la familia a reavivar la gracia de los sacramentos.

7 La experiencia de una madre de familia y de unas religiosas que han ayudado a algunos sacerdotes a superar situaciones de crisis me lleva a preguntarme: ¿por qué no hacer que la mujer colabore en el gobierno de la Iglesia? La mujer a menudo trabaja a nivel carismático, con la oración, o a nivel práctico, como santa Catalina de Siena, que devolvió el Papa a Roma. Pero convendría promover el papel de la mujer también en ámbito institucional y ver también su punto de vista, que es diverso del masculino.

8 Me encargo de la recuperación de las víctimas de las sectas; a este respecto, le agradezco sus múltiples denuncias sobre los daños que provocan esas sectas. Muchas personas sencillas no saben descubrir sus trucos y son como el personaje evangélico que iba de Jerusalén a Jericó y fue asaltado. Santidad, hoy urge preparar buenos samaritanos.

9 El 3 de junio es la fiesta de los patronos de mi parroquia: los santos mártires de Uganda. Tal vez convendría pensar con más frecuencia en la situación de África y ayudar más a ese continente tan necesitado.

10 Veo con preocupación la realidad de Roma, sobre todo la situación de los adolescentes y los jóvenes. Creo que debemos estar más cerca de nuestros fieles, especialmente de los más jóvenes. Es necesario que pongamos en acción nuestros carismas al servicio de la catequesis. Hay que mirar el ejemplo de los santos.

11 Los adolescentes son las víctimas del actual «desierto de amor», porque sufren terriblemente por la falta de amor que hay en el mundo. Soledad e incomprensión son sus mayores problemas. ¿Cómo podemos ayudarles? Por otra parte, nosotros, como sacerdotes, que debemos ser profesionales de la caridad, del amor, ¿cómo podemos lograr la plenitud de amor necesaria para hacer de nuestra vida un don a los demás?

12 Santo Padre, le transmito el saludo de mis compañeros sacerdotes que trabajan en el hospital, de los enfermos, de los agentes sanitarios. Le pedimos unas palabras de aliento.

13 El pasado mes de septiembre tuve la alegría de participar en un encuentro ecuménico en el Patriarcado ortodoxo de Atenas. Fue una experiencia de diálogo muy enriquecedora. Creo que debemos evitar la actitud de contraposición, entablando un diálogo franco y sereno con todos.

14 Me ha iluminado mucho su encíclica «Deus caritas est», sobre todo en la segunda parte, sobre la caridad pastoral, pues nos invita a una caridad directa: no esperar al pobre, sino ir a buscarlo, hacer algo concreto por él. Por otra parte, los sacerdotes jóvenes tienen dificultad para educar, no saben transmitir la fe, en especial a las nuevas generaciones. A veces cuando nos dan un vicario parroquial defrauda nuestras esperanzas. Y nosotros también hemos salido de ese mismo seminario, con pocos años de diferencia. ¿Hay algo inadecuado en la formación?

15 En el mundo actual hay un gran déficit de esperanza. Creer en la Iglesia y con la Iglesia significa responder a ese déficit, encontrando lo único necesario, como usted nos indicó en la encíclica «Deus caritas est». La contemplación es el único camino para comprender y amar al otro; es un camino sencillo para ser de verdad cristianos.


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Comienzo a hablar porque, si espero a que concluyan todas las intervenciones, mi monólogo sería demasiado largo. Ante todo, quisiera expresar mi alegría por estar aquí con vosotros, queridos sacerdotes de Roma. Es una alegría real ver aquí, en la primera sede de la cristiandad, en la Iglesia que «preside en la caridad» y que debe ser modelo de las demás Iglesias locales, a tantos buenos pastores al servicio del «Buen Pastor». ¡Gracias por vuestro servicio!

Tenemos el luminoso ejemplo de don Andrea, que nos muestra cómo ser sacerdotes hasta las últimas consecuencias: morir por Cristo en el momento de la oración, testimoniando así, por una parte, la interioridad de la propia vida con Cristo; y, por otra, dando testimonio ante los hombres en un lugar realmente «periférico» del mundo, rodeado del odio y el fanatismo de otros. Es un testimonio que impulsa a todos a seguir a Cristo, a dar la vida por los demás y a encontrar así la Vida.

1 Con respecto a la primera intervención, ante todo expreso mi agradecimiento por esa admirable poesía. Hay poetas y artistas también en la Iglesia de Roma, en el presbiterio de Roma; más tarde tendré la posibilidad de meditar, de interiorizar estas hermosas palabras, teniendo presente que esta «ventana» siempre está «abierta». Tal vez esta es una ocasión para recordar la herencia fundamental del gran Papa Juan Pablo II, p
ara seguir asimilando cada vez más esta herencia.

Ayer iniciamos la Cuaresma. La liturgia de hoy nos ilustra muy bien el sentido esencial de la Cuaresma: es una señalización del camino para nuestra vida. Por eso, con respecto al Papa Juan Pablo II, me parece que debemos insistir un poco en la primera lectura del día de hoy. El gran discurso de Moisés en el umbral de la Tierra Santa, después de los cuarenta años de peregrinación por el desierto, es un resumen de toda la Torah, de toda la Ley. Aquí encontramos lo esencial, no sólo para el pueblo judío, sino también para nosotros. Lo esencial es la palabra de Dios: «Hoy pongo delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge la vida» (Dt 30, 19).
Esta palabra fundamental de la Cuaresma es también la palabra fundamental de la herencia de nuestro gran Papa Juan Pablo II: escoger la vida. Esta es nuestra vocación sacerdotal: escoger nosotros mismos la vida y ayudar a los demás a escoger la vida. Se trata de renovar en la Cuaresma, por decirlo así, nuestra «opción fundamental», la opción por la vida.

Pero surge inmediatamente la pregunta: «¿cómo se escoge la vida?». Reflexionando, me ha venido a la mente que la gran defección del cristianismo que se produjo en Occidente en los últimos cien años se realizó precisamente en nombre de la opción por la vida. Se decía —pienso en Nietzsche, pero también en muchos otros— que el cristianismo es una opción contra la vida. Se decía que con la cruz, con todos los Mandamientos, con todos los «no» que nos propone, nos cierra la puerta de la vida; pero nosotros queremos tener la vida y escogemos, optamos, en último término, por la vida liberándonos de la cruz, liberándonos de todos estos Mandamientos y de todos estos «no». Queremos tener la vida en abundancia, nada más que la vida.

Aquí de inmediato viene a la mente la palabra del evangelio de hoy: «El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9, 24). Esta es la paradoja que debemos tener presente ante todo en la opción por la vida. No es arrogándonos la vida para nosotros como podemos encontrar la vida, sino dándola; no teniéndola o tomándola, sino dándola. Este es el sentido último de la cruz: no tomar para sí, sino dar la vida.

Así, coinciden el Antiguo y el Nuevo Testamento. En la primera lectura, tomada del Deuteronomio, la respuesta de Dios es: «Si cumples lo que yo te mando hoy, amando al Señor tu Dios, siguiendo sus caminos, guardando sus preceptos, mandatos y decretos, vivirás» (Dt 30, 16). Esto, a primera vista, no nos agrada, pero ese es el camino: la opción por la vida y la opción por Dios son idénticas. El Señor lo dice en el evangelio de san Juan: «Esta es la vida eterna: que te conozcan» (Jn 17, 3). La vida humana es una relación. Sólo podemos tener la vida en relación, no encerrados en nosotros mismos. Y la relación fundamental es la relación con el Creador; de lo contrario, las demás relaciones son frágiles.

Por tanto, lo esencial es escoger a Dios. Un mundo vacío de Dios, un mundo que se olvida de Dios, pierde la vida y cae en una cultura de muerte. Por consiguiente, escoger la vida, hacer la opción por la vida es, ante todo, escoger la opción-relación con Dios.

Pero inmediatamente surge la pregunta: ¿con qué Dios? Aquí, de nuevo, nos ayuda el Evangelio: con el Dios que nos ha mostrado su rostro en Cristo, con el Dios que ha vencido el odio en la cruz, es decir, con el amor hasta el extremo. Así, escogiendo a este Dios, escogemos la vida.

El Papa Juan Pablo II nos regaló la gran encíclica Evangelium vitae. En ella, que es casi un retrato de los problemas de la cultura actual, de sus esperanzas y de sus peligros, se pone de manifiesto que una sociedad que se olvida de Dios, que excluye a Dios precisamente para tener la vida, cae en una cultura de muerte. Por querer tener la vida, se dice «no» al hijo, pues me quita parte de mi vida; se dice «no» al futuro, para tener todo el presente; se dice «no» tanto a la vida que nace como a la vida que sufre, a la que va hacia la muerte.

Esta aparente cultura de la vida se transforma en la anticultura de la muerte, donde Dios está ausente, donde está ausente aquel Dios que no ordena el odio, sino que vence al odio. Aquí hacemos la verdadera opción por la vida. Entonces todo está conectado: la opción más profunda por Cristo crucificado está conectada con la opción más completa por la vida, desde el primer momento hasta el último.

Creo que, en cierto modo, este es el núcleo de nuestra pastoral: ayudar a hacer una verdadera opción por la vida, a renovar la relación con Dios como la relación que nos da vida y nos muestra el camino para la vida. Así, amar de nuevo a Cristo, que, siendo el Ser más desconocido, al que no llegábamos y que permanecía enigmático, se convirtió en un Dios conocido, un Dios con rostro humano, un Dios que es amor.

Tengamos presente precisamente este punto fundamental para la vida y consideremos que en este programa se encierra todo el Evangelio, el Antiguo y el Nuevo Testamento, que tiene como centro a Cristo. A nosotros la Cuaresma nos debe llevar a renovar nuestro conocimiento de Dios, nuestra amistad con Jesús, para poder así guiar a los demás de modo convincente a la opción por la vida, que es ante todo opción por Dios. Debemos ser conscientes de que al escoger a Cristo no hemos elegido la negación de la vida, sino que hemos escogido realmente la vida en abundancia. En el fondo, la opción cristiana es muy sencilla: es la opción del «sí» a la vida. Pero este «sí» sólo se realiza con un Dios conocido, con un Dios de rostro humano. Se realiza siguiendo a este Dios en la comunión del amor.

Todo lo que he dicho hasta aquí quiere ser un modo de renovar nuestro recuerdo del gran Papa Juan Pablo II.

2 Pasemos a la segunda intervención, muy simpática, a propósito de las madres. Ahora no puedo comunicar grandes programas, palabras que podáis decir a las madres. Decidles simplemente: el Papa os da las gracias. Os expresa su gratitud porque habéis dado la vida, porque queréis ayudar a esta vida que crece y así queréis construir un mundo humano, contribuyendo a un futuro humano. Y no lo hacéis sólo dando la vida biológica, sino también comunicando el centro de la vida, dando a conocer a Jesús, introduciendo a vuestros hijos en el conocimiento de Jesús, en la amistad con Jesús. Este es el fundamento de toda catequesis. Por consiguiente, es preciso dar las gracias a las madres, sobre todo porque han tenido la valentía de dar la vida. Y es necesario pedir a las madres que completen ese dar la vida comunicando la amistad con Jesús.

3 La tercera intervención fue la del rector de la iglesia de Santa Anastasia. Aquí, tal vez, puedo decir, entre paréntesis, que yo apreciaba ya la iglesia de Santa Anastasia antes de haberla visto, porque era la iglesia titular de nuestro cardenal De Faulhaber, el cual nos decía siempre que en Roma tenía su iglesia, la de Santa Anastasia. Con esta comunidad siempre nos hemos encontrado con ocasión de la segunda misa de Navidad, dedicada a la «estación» de Santa Anastasia. Los historiadores dicen que allí el Papa debía visitar al Gobernador bizantino, que tenía su sede en ella. Esa iglesia nos hace pensar, asimismo, en aquella santa y así también en la «Anástasis»: en Navidad pensamos también en la Resurrección.

No sabía —y agradezco que me hayan informado— que ahora la iglesia es sede de la «Adoración perpetua» y, por tanto, es un punto focal de la vida de fe en Roma. Esa propuesta de crear en los cinco sectores de la diócesis de Roma cinco lugares de Adoración perpetua la pongo con confianza en manos del cardenal Vicario. Sólo quisiera dar gracias a Dios, porque despu
és del Concilio, después de un período en el que faltaba un poco el sentido de la adoración eucarística, ha renacido la alegría de esta adoración en toda la Iglesia, como vimos y escuchamos en el Sínodo sobre la Eucaristía.

Ciertamente, con la constitución conciliar sobre la liturgia se redescubrió sobre todo la riqueza de la Eucaristía celebrada, donde se realiza el testamento del Señor: él se nos da y nosotros respondemos dándonos a él. Pero ahora hemos redescubierto que este centro que nos ha dado el Señor al poder celebrar su sacrificio y así entrar en comunión sacramental, casi corporal, con él pierde su profundidad y también su riqueza humana si falta la adoración como acto consiguiente a la comunión recibida: la adoración es entrar, con la profundidad de nuestro corazón, en comunión con el Señor que se hace presente corporalmente en la Eucaristía. En la custodia se pone siempre en nuestras manos y nos invita a unirnos a su Presencia, a su Cuerpo resucitado.

4 Pasemos ahora a la cuarta pregunta. Si he entendido bien, aunque no estoy seguro, era: «¿Cómo llegar a una fe viva, a una fe realmente católica, a una fe concreta, viva y operante?». La fe, en última instancia, es un don. Por tanto, la primera condición es permitir que nos donen algo, no ser autosuficientes, no hacerlo todo nosotros mismos, porque no podemos, sino abrirnos, conscientes de que el Señor dona realmente. Me parece que este gesto de apertura es también el primer gesto de la oración: estar abierto a la presencia del Señor y a su don.

Este es también el primer paso para recibir algo que nosotros no hacemos y que no podemos tener, aunque intentemos hacerlo nosotros mismos. Este gesto de apertura, de oración —¡Dame la fe, Señor!— debemos realizarlo con todo nuestro ser. Debemos tener esta disponibilidad para aceptar el don y dejarnos impregnar por el don en nuestro pensamiento, en nuestro afecto, en nuestra voluntad.

Aquí me parece muy importante subrayar un punto esencial: nadie cree sólo por sí mismo. Nosotros creemos siempre en la Iglesia y con la Iglesia. El Credo es siempre un acto compartido, un dejarse insertar en una comunión de camino, de vida, de palabra, de pensamiento. Nosotros no «hacemos» la fe, pues es ante todo Dios quien la da. Pero no la «hacemos» también en cuanto que no debemos inventarla. Por decirlo así, debemos dejarnos insertar en la comunión de la fe, de la Iglesia.

En sí mismo, creer es un acto católico. Es participación en esta gran certeza, que está presente en el sujeto vivo de la Iglesia. Sólo así podemos comprender también la sagrada Escritura en la diversidad de una lectura que se desarrolla a lo largo de mil años. Es Escritura, porque es elemento, expresión del único sujeto —el pueblo de Dios— que en su peregrinación siempre es el mismo sujeto. Naturalmente, es un sujeto que no habla por sí mismo; es un sujeto creado por Dios —la expresión clásica es «inspirado»—, un sujeto que recibe, y luego traduce y comunica esa palabra.

Esta sinergia es muy importante. Sabemos que el Corán, según la fe islámica, es palabra dada oralmente por Dios, sin mediación humana. El profeta no colabora para nada. Se limita a escribirla y comunicarla. Es meramente palabra de Dios. Para nosotros, en cambio, Dios entra en comunión con nosotros, nos pide cooperar, crea este sujeto, y en este sujeto crece y se desarrolla su palabra. Esta parte humana es esencial, y también nos permite ver cómo las diversas palabras se convierten realmente en palabra de Dios sólo en la unidad de toda la Escritura en el sujeto vivo del pueblo de Dios.

Por tanto, el primer elemento es el don de Dios; el segundo es la participación en la fe del pueblo peregrinante, la comunicación en la Iglesia santa, la cual, por su parte, recibe el Verbo de Dios, que es el Cuerpo de Cristo, animado por la Palabra viva, por el Logos divino. Debemos profundizar, día tras día, esta comunión nuestra con la Iglesia santa y así con la palabra de Dios. No son dos cosas opuestas, de forma que podamos decir: yo estoy más con la Iglesia; o yo estoy más con la palabra de Dios. Sólo con esta comunión estamos en la Iglesia, formamos parte de la Iglesia, llegamos a ser miembros de la Iglesia, vivimos de la palabra de Dios, que es la fuerza de vida de la Iglesia. Y quien vive de la palabra de Dios puede vivirla sólo porque es viva y vital en la Iglesia viva.

5 La quinta intervención fue sobre Pío XII. Gracias por esta intervención. Fue el Papa de mi juventud. Lo venerábamos todos. Como se ha dicho, con razón, amaba mucho al pueblo alemán, y lo defendió incluso en la gran catástrofe después de la guerra. Y puedo añadir que antes de ser nuncio en Berlín fue nuncio en Munich, porque al inicio la Representación pontificia no se encontraba en Berlín. Por eso estaba realmente muy cerca de nosotros. Creo que esta es una ocasión para expresar nuestra gratitud a todos los grandes Papas del siglo pasado: el primero fue san Pío X; luego se sucedieron Benedicto XV, Pío XI, Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II. Me parece que se trata de un don especial en un siglo tan difícil, con dos guerras mundiales, con dos ideologías destructoras: fascismo-nazismo y comunismo. Precisamente en el siglo pasado, que se opuso a la fe de la Iglesia, el Señor nos dio una serie de grandes Papas y, así, una herencia espiritual que confirmó —podría decir— históricamente la verdad del primado del Sucesor de Pedro.

6 La intervención siguiente, dedicada a la familia, fue la del párroco de Santa Silvia. Aquí no puedo por menos de estar totalmente de acuerdo. También en las visitas «ad limina» hablo siempre con los obispos de la familia, que se ve amenazada de muchas maneras en el mundo. Se ve amenazada en África, porque resulta difícil encontrar el modo de pasar del «matrimonio tradicional» al «matrimonio religioso», pues se tiene miedo a un compromiso definitivo. Mientras que en Occidente el miedo a tener hijos se debe al temor de perder algo de la vida, allá sucede lo contrario: si no consta que la mujer puede tener hijos, no se le permite acceder al matrimonio definitivo. Por eso, el número de matrimonios religiosos es relativamente escaso, e incluso muchos «buenos» cristianos, con un óptimo deseo de ser cristianos, no dan ese último paso.

El matrimonio también se ve amenazado, por otros motivos, en América Latina; en Occidente, como sabemos, se encuentra fuertemente amenazado. Por eso, con mucha mayor razón, nosotros, como Iglesia, debemos ayudar a las familias, que constituyen la célula fundamental de toda sociedad sana. Sólo así puede crearse en la familia una comunión de generaciones, en la que el recuerdo del pasado vive en el presente y se abre al futuro. Así realmente continúa y se desarrolla la vida, y sigue adelante. No hay verdadero progreso sin esta continuidad de vida y, asimismo, no es posible sin el elemento religioso. Sin la confianza en Dios, sin la confianza en Cristo, que nos da también la capacidad de la fe y de la vida, la familia no puede sobrevivir. Lo vemos hoy. Sólo la fe en Cristo, sólo la participación en la fe de la Iglesia salva a la familia; y, por otra parte, la Iglesia sólo puede vivir si se salva la familia.

Yo ahora no tengo la receta de cómo se puede hacer esto. Pero creo que debemos tenerlo siempre presente. Por eso, tenemos que hacer todo lo que favorezca a la familia: círculos familiares, catequesis familiares, enseñar la oración en familia. Esto me parece muy importante: donde se hace oración juntos, está presente el Señor, está presente la fuerza que puede romper incluso la «esclerocardía», la dureza de corazón que, según el Señor, es el verdadero motivo del divorcio. Sólo la presencia del Señor, y nada más, nos ayuda a vivir realmente lo que desde el inicio el Creador quiso y el Redentor renovó. Enseñar l
a oración en familia y así invitar a la oración con la Iglesia. Y encontrar luego todos los demás modos.

7 Respondo ahora al vicario parroquial de San Jerónimo —veo que es muy joven—, el cual nos habla de lo que hacen las mujeres en la Iglesia, incluso en favor de los sacerdotes. Deseo subrayar que siempre me causa gran impresión, en el primer Canon, el Canon Romano, la oración especial por los sacerdotes: «Nobis quoque peccatoribus». En esta humildad realista de los sacerdotes, nosotros, precisamente como pecadores, pedimos al Señor que nos ayude a ser sus siervos. En esta oración por el sacerdote, y sólo en esta, aparecen siete mujeres rodeando al sacerdote. Se presentan precisamente como las mujeres creyentes que nos ayudan en nuestro camino.

Ciertamente, cada uno lo ha experimentado. Así, la Iglesia tiene una gran deuda de gratitud con respecto a las mujeres. Y con razón usted ha puesto de relieve que, desde el punto de vista carismático, las mujeres hacen mucho —me atrevo a decir— por el gobierno de la Iglesia, comenzando por las religiosas, por las hermanas de los grandes Padres de la Iglesia, como san Ambrosio, hasta las grandes mujeres de la Edad Media: santa Hildegarda, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila; y recientemente la madre Teresa.

Yo diría que, ciertamente, este sector carismático se distingue del sector ministerial en el sentido estricto de la palabra, pero es una verdadera y profunda participación en el gobierno de la Iglesia.
¿Cómo se podría imaginar el gobierno de la Iglesia sin esta contribución, que a veces es muy visible, como cuando santa Hildegarda criticaba a los obispos, o cuando santa Brígida y santa Catalina de Siena amonestaban a los Papas y obtenían su regreso a Roma? Siempre es un factor determinante, sin el cual la Iglesia no puede vivir.

Sin embargo, con razón dice usted: queremos ver también más visiblemente, de modo ministerial, a las mujeres en el gobierno de la Iglesia. Digamos que la cuestión es esta: como sabemos, el ministerio sacerdotal, procedente del Señor, está reservado a los varones, en cuanto que el ministerio sacerdotal es el gobierno en el sentido profundo, pues, en definitiva, es el Sacramento el que gobierna la Iglesia. Este es el punto decisivo. No es el hombre quien hace algo, sino que es el sacerdote fiel a su misión el que gobierna, en el sentido de que es el Sacramento, es decir, Cristo mismo mediante el Sacramento, quien gobierna, tanto a través de la Eucaristía como a través de los demás sacramentos, y así siempre es Cristo quien preside.

Con todo, es correcto preguntarse si también en el servicio ministerial —a pesar de que aquí el Sacramento y el carisma forman el binario único en el que se realiza la Iglesia— se puede ofrecer más espacio, más puestos de responsabilidad a las mujeres.

8 No entendí plenamente las palabras de la octava intervención. Lo que entendí, fundamentalmente, es que hoy la humanidad, al caminar de Jerusalén a Jericó, es asaltada por ladrones. El buen Samaritano la ayuda con la misericordia del Señor. Sólo podemos subrayar que, en último término, es el hombre quien ha caído y cae siempre de nuevo en manos de ladrones, y es Cristo quien lo cura. Nosotros debemos y podemos ayudarle, tanto con el servicio del amor como con el servicio de la fe, que es también un ministerio de amor.

9 La siguiente intervención se refería a los mártires de Uganda. Gracias por esta contribución. Nos hace pensar en el continente africano, que es la gran esperanza de la Iglesia. En los últimos meses he recibido a gran parte de los obispos africanos en visita «ad limina»; para mí ha sido muy edificante, y también consolador, encontrarme con obispos de elevado nivel teológico y cultural, obispos celosos, que realmente están animados por la alegría de la fe. Sabemos que esa Iglesia está en buenas manos, pero, a pesar de ello, sufre porque las naciones aún no están formadas.

En Europa, precisamente gracias al cristianismo, por encima de las etnias que existían, se formaron los grandes cuerpos de las naciones, las grandes lenguas, y así comuniones de culturas y espacios de paz, aunque luego estos grandes espacios de paz, opuestos entre sí, crearon también una nueva especie de guerra que antes no existía.

Sin embargo, en muchas partes de África sigue existiendo esa situación, donde hay sobre todo etnias dominantes. El poder colonial impuso fronteras en las que ahora deben formarse naciones. Pero sigue resultando difícil reunirse en un gran conjunto y encontrar, por encima de las etnias, la unidad del gobierno democrático y también la posibilidad de oponerse a los abusos coloniales, que continúan. África sigue siendo objeto de abusos por parte de las grandes potencias, y muchos conflictos no habrían existido si no estuvieran detrás los intereses de las grandes potencias.

Así, he visto también que, en medio de esa confusión, la Iglesia, con su unidad católica, es el gran factor que une en la dispersión. En muchas situaciones, sobre todo ahora después de la gran guerra en la República democrática del Congo, la Iglesia es la única realidad que funciona, hace continuar la vida, da la asistencia necesaria, garantiza la convivencia y ayuda a encontrar el modo de realizar un gran conjunto.

En ese sentido, en estas situaciones la Iglesia desempeña también un servicio sucedáneo con respecto al nivel político, dando la posibilidad de vivir juntos, y de reconstruir, después de las destrucciones, la comunión, así como de restablecer, después del estallido del odio, el espíritu de reconciliación. Muchos me han dicho que precisamente en estas situaciones el sacramento de la Penitencia es de gran importancia como fuerza de reconciliación y debe ser también administrado en este sentido.

En resumen, quería decir que África es un continente de gran esperanza, de gran fe, de realidades eclesiales conmovedoras, de sacerdotes y obispos celosos. Pero se trata también de un continente que, después de las destrucciones que les llevamos desde Europa, necesita nuestra ayuda fraterna. Y eso sólo puede nacer de la fe, que crea también la caridad universal por encima de las divisiones humanas. Esta es nuestra gran responsabilidad en este tiempo. Europa ha exportado sus ideologías, sus intereses, pero también ha exportado, con la misión, el factor de curación. Hoy, más que nunca, tenemos la responsabilidad de tener también nosotros una fe celosa, que se comunique, que quiera ayudar a los demás, que sea consciente de que dar la fe no es introducir una fuerza de alienación sino que es dar el verdadero don que necesita el hombre precisamente para ser también criatura del amor.

10El último punto es el que tocó el vicario parroquial carmelita de Santa Teresa de Ávila, que hizo bien en manifestarnos sus preocupaciones. Ciertamente, sería erróneo un optimismo simple y superficial, que no capte las grandes amenazas que se ciernen sobre la juventud de hoy, sobre los niños y las familias. Debemos percibir con gran realismo estas amenazas, que surgen donde Dios está ausente. Debemos sentir cada vez más nuestra responsabilidad, para que Dios esté presente, y así la esperanza y la capacidad de avanzar con confianza hacia el futuro.

11 Vuelvo a tomar la palabra, comenzando por la Academia pontificia de la Inmaculada. Por lo que respecta a lo que usted ha dicho sobre el problema de los adolescentes, sobre su soledad y sobre la incomprensión por parte de los adultos, lo constatamos hoy. Es significativo que estos jóvenes, que en las discotecas tratan de estar muy cerca unos de otros, en realidad sufren una gran soledad y, naturalmente, también incomprensión. En cierto sentido, a mi parecer depende del hecho de que los padres, como se ha dicho, en gran parte se des
entienden de la formación de la familia.
Y, además, también las madres se ven obligadas a trabajar fuera de casa. La comunión entre ellos es muy frágil. Cada uno vive su mundo: son islas del pensamiento, del sentimiento, que no se unen.
El gran problema de este tiempo —en el que cada uno, al querer tener la vida para sí mismo, la pierde porque se aísla y aísla al otro de sí— consiste precisamente en recuperar la profunda comunión que, en definitiva, sólo puede venir de un fondo común a todas las almas, de la presencia divina que nos une a todos.

Es necesario superar la soledad y también la incomprensión, porque también esta última depende del hecho de que el pensamiento hoy es fragmentado. Cada quien tiene su modo de pensar, de vivir, y no hay comunicación en una visión profunda de la vida. La juventud se siente expuesta a nuevos horizontes, que no comparten con la generación anterior, porque falta la continuidad de la visión del mundo, marcado por una sucesión cada vez más rápida de nuevos inventos. En los últimos diez años se han realizado más cambios que en los cien anteriores. Así se separan realmente estos dos mundos.

Pienso en mi juventud y en la ingenuidad —si se puede llamar así— en la que vivíamos, en una sociedad totalmente campesina comparada con la sociedad de hoy. Como vemos, el mundo cambia cada vez más rápidamente, de modo que también se fragmenta con esos cambios. Por eso, en un momento de renovación y de cambio, el elemento permanente resulta cada vez más importante.

Recuerdo cuando se debatió la constitución conciliar Gaudium et spes. Por una parte, se reconocía lo nuevo, la novedad, el «sí» de la Iglesia a la época nueva con sus innovaciones, el «no» al romanticismo del pasado, un «no» justo y necesario. Pero luego los padres, como se comprueba en los textos, dijeron también que, a pesar de ello, a pesar de que era necesario estar dispuestos a caminar hacia adelante, a abandonar incluso otras cosas que apreciábamos, hay algo que no cambia, porque es lo humano mismo, la creaturalidad. El hombre no es totalmente histórico. La absolutización del historicismo, según el cual el hombre sería sólo y siempre criatura fruto de un período determinado, no es verdadera. Existe la creaturalidad y precisamente esta realidad nos da también la posibilidad de vivir el cambio sin dejar de ser nosotros mismos.

Esta respuesta no indica lo que debemos hacer, pero, a mi parecer, el primer paso que se ha de dar es tener el diagnóstico. ¿Por qué esta soledad en una sociedad que, por otra parte, se presenta como una sociedad de masas? ¿Por qué esta incomprensión en una sociedad donde todos tratan de entenderse, donde domina la comunicación, y donde la transparencia de todo a todos es la ley suprema?

La respuesta está en el hecho de que vemos el cambio en nuestro propio mundo y no vivimos suficientemente el elemento que nos une a todos, el elemento creatural, que se hace accesible y se hace realidad en una historia determinada: la historia de Cristo, que no va contra la creaturalidad, sino que restituye lo que quiso el Creador, como dice el Señor refiriéndose al matrimonio.

El cristianismo, precisamente poniendo de relieve la historia y la religión como un dato histórico, un dato en una historia, comenzando desde Abraham, y por tanto como una fe histórica, habiendo abierto la puerta a la modernidad con su sentido del progreso, de avanzar siempre adelante, es al mismo tiempo una fe que se basa en el Creador, que se revela y se hace presente en una historia a la cual da su continuidad y, por consiguiente, la comunicabilidad entre las almas. Así pues, pienso que una fe vivida en profundidad y con toda la apertura hacia el hoy, pero también con toda la apertura hacia Dios, une los dos aspectos: el respeto a la alteridad y a la novedad, y la continuidad de nuestro ser, la comunicabilidad entre las personas y entre los tiempos.

El otro punto era: ¿cómo podemos vivir la vida como un don? Es una pregunta que nos planteamos sobre todo ahora, en Cuaresma. Queremos renovar la opción por la vida, que es, como he dicho, opción no para poseerse a sí mismos sino para darse a sí mismos. Me parece que sólo podemos hacerlo mediante un diálogo permanente con el Señor y un diálogo entre nosotros. También con la «corrección fraterna» es necesario madurar cada vez más ante una siempre insuficiente capacidad de vivir el don de sí mismos. Pero, a mi parecer, también aquí debemos unir los dos aspectos. Por una parte, debemos aceptar con humildad nuestra insuficiencia, aceptar este «yo» que nunca es perfecto pero que se proyecta siempre hacia el Señor para llegar a la comunión con el Señor y con todos.

Esta humildad para aceptar los propios límites es muy importante. Por otra parte, sólo así podemos también crecer, madurar y orar al Señor para que nos ayude a no cansarnos en el camino, aceptando con humildad que nunca seremos perfectos, aceptando también la imperfección, sobre todo del otro. Aceptando la nuestra podemos aceptar más fácilmente la del otro, dejándonos formar y reformar siempre de nuevo por el Señor.

12 Ahora, el tema de los hospitales. Agradezco el saludo que nos llega de los hospitales. No conocía la mentalidad según la cual un sacerdote es destinado a desempeñar el ministerio en un hospital porque ha hecho algo mal. Siempre he pensado que uno de los servicios principales del sacerdote consiste en servir a los enfermos, a los que sufren, porque el Señor vino sobre todo para estar con los enfermos. Vino para compartir nuestros sufrimientos y para curarnos.

Con ocasión de las visitas «ad limina», digo siempre a los obispos africanos que las dos columnas de nuestro trabajo son la educación —es decir, la formación del hombre, que implica muchas dimensiones, como la educación para aprender, la profesionalidad, la educación en la intimidad de la persona— y la curación. Por tanto, el servicio fundamental, esencial, de la Iglesia consiste en curar. Y precisamente en los países africanos se realiza todo esto: la Iglesia ofrece la curación.
Presenta las personas que ayudan a los enfermos, ayudan a curar en el cuerpo y en el alma.

Así pues, me parece que en el Señor debemos ver precisamente nuestro modelo de sacerdote para curar, para ayudar, para asistir, para acompañar hacia la curación. Eso es fundamental para el compromiso de la Iglesia; es una forma fundamental del amor y, por tanto, expresión fundamental de la fe. En consecuencia, también en el sacerdocio es el punto central.

13 Ahora respondo al vicario parroquial de los Santos Patronos de Italia, que nos ha hablado del diálogo con los ortodoxos y del diálogo ecuménico en general. En la actual situación mundial, es fundamental el diálogo, en todos los niveles. Aún más importante es que los cristianos no estén cerrados unos con respecto a otros, sino abiertos, y precisamente en las relaciones con los ortodoxos son fundamentales las relaciones personales. En la doctrina estamos unidos, en gran parte, acerca de todas las cosas fundamentales; sin embargo, en este campo de la doctrina resulta muy difícil hacer progresos. Pero acercarnos en la comunión, en la común experiencia de la vida de fe, es la mejor manera de reconocernos recíprocamente como hijos de Dios y discípulos de Cristo.

Esta es mi experiencia desde hace al menos cuarenta años, casi cincuenta: esta experiencia del seguimiento común de Cristo, pues en definitiva vivimos en la misma fe, en la misma sucesión apostólica, con los mismos sacramentos y, por tanto, también con la gran tradición de oración; es hermosa esta diversidad y multiplicidad de las culturas religiosas, de las culturas de fe. Tener esta experiencia es fundamental y me parece que la actitud de algunos, de una parte de los monjes del monte Athos, contra el ecumenismo depende entre otras causas del hecho de que falta esta experiencia, en l
a que se ve y se toca que también el otro pertenece al mismo Cristo, pertenece a la misma comunión con Cristo en la Eucaristía. Por tanto, esto es de gran importancia: debemos soportar la separación que existe. San Pablo dice que los cismas son necesarios durante algún tiempo y el Señor sabe por qué: para probarnos, para ejercitarnos, para hacernos madurar, para hacernos más humildes. Pero, a la vez, tenemos la obligación de caminar hacia la unidad, e ir hacia la unidad ya es una forma de unidad.

14 Vengamos ahora a lo que ha dicho el padre espiritual del seminario. El primer problema era la dificultad de la caridad pastoral. Por una parte, la vivimos; pero, por otra, quisiera decir también: ¡ánimo! La Iglesia hace mucho, gracias a Dios, en África, pero también en Roma y en Europa. Hace mucho y muchos se sienten agradecidos, tanto en el sector de la pastoral de los enfermos, como en el de la pastoral de los pobres y los abandonados. Continuemos con valentía y tratemos de encontrar juntos los caminos mejores.

El otro punto se centraba en el hecho de que la formación sacerdotal entre generaciones, incluso cercanas, a muchos les parece diversa, y esto complica el compromiso común en favor de la transmisión de la fe. Ya noté esto cuando era arzobispo de Munich. Cuando nosotros ingresamos en el seminario, todos teníamos una espiritualidad católica común, más o menos madura. Podemos decir que el fundamento espiritual era común. Ahora vienen de experiencias espirituales muy diversas.

En mi seminario constaté que vivían en «islas» diversas de espiritualidad, que difícilmente se comunicaban. Damos gracias sinceramente al Señor porque ha dado muchos nuevos impulsos a la Iglesia y también muchas nuevas formas de vida espiritual, de descubrimiento de la riqueza de la fe. Sobre todo, no hemos de descuidar la espiritualidad católica común, que se expresa en la liturgia y en la gran Tradición de la fe. Esto me parece muy importante.

Este punto es importante también con respecto al Concilio. Como dije antes de Navidad a la Curia romana, no hay que vivir la hermenéutica de la discontinuidad; hay que vivir la hermenéutica de la renovación, que es espiritualidad de la continuidad, de caminar hacia adelante con continuidad.

Esto me parece muy importante también con respecto a la liturgia. Pongo un ejemplo concreto, que me ha venido a la mente precisamente hoy con la breve meditación de este día. La «statio» de este día, jueves después del miércoles de Ceniza, es San Jorge. En la liturgia de ese santo soldado, en otros tiempos, había dos lecturas sobre dos santos soldados. La primera hablaba del rey Ezequías, que, enfermo, es condenado a muerte y pide al Señor llorando: «Dame todavía un poco de vida».
Y el Señor es bueno y le concede otros diecisiete años de vida. Por tanto, una hermosa curación y un soldado que puede volver a realizar su actividad. La segunda es el pasaje del evangelio que habla del oficial de Cafarnaúm con su siervo enfermo. Así tenemos dos temas: el de la curación y el de la «milicia» de Cristo, del gran combate. Ahora, en la liturgia actual, tenemos dos lecturas totalmente distintas: la del Deuteronomio: «Escoge la vida» y la del evangelio: «Seguir a Cristo y tomar su cruz», que equivale a no buscar la propia vida sino a dar la vida, y es una interpretación de lo que significa «escoge la vida».

Puedo asegurar que yo siempre he amado mucho la liturgia. Me gustaba en especial el camino cuaresmal de la Iglesia, con las iglesias «estaciones» y las lecturas vinculadas a estas iglesias: una geografía de fe que se transforma en geografía espiritual de la peregrinación con el Señor. Y me entristeció un poco que nos quitaran este nexo entre la «estación» y las lecturas. Hoy veo que precisamente estas lecturas son muy hermosas y expresan el programa de la Cuaresma: escoger la vida, es decir, renovar el «sí» del bautismo, que es precisamente opción por la vida.

En este sentido, hay una íntima continuidad y me parece que debemos aprenderlo a través de este pequeño ejemplo entre discontinuidad y continuidad. Debemos aceptar las novedades, pero también amar la continuidad y ver el Concilio desde esta perspectiva de la continuidad. Esto nos ayudará también al mediar entre las generaciones en su modo de comunicar la fe.

15 Por último: el sacerdote del Vicariato de Roma concluyó con una palabra que hago mía perfectamente, de forma que con ella podemos también concluir ahora: ser más sencillos. Me parece un programa muy hermoso. Tratemos de ponerlo en práctica y así estaremos más abiertos al Señor y a la gente.

¡Muchas gracias!

© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana

Share this Entry

ZENIT Staff

Apoye a ZENIT

Si este artículo le ha gustado puede apoyar a ZENIT con una donación

@media only screen and (max-width: 600px) { .printfriendly { display: none !important; } }