MADRID, sábado, 11 marzo 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del profesor Alfonso Carrasco Ruoco, profesor de la Facultad de Teología «San Dámaso» de Madrid, sobre «El influjo de la globalización sobre las religiones y religiosidad» pronunciada en la videoconferencia mundial organizada por la Congregación vaticana para el Clero el pasado 27 de enero.
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La reflexión sobre las religiones y la religiosidad muestra bien cómo el fenómeno de la globalización no puede ser reducido de ninguna manera a la constitución de un mero mercado global, sino que significa en primer lugar comunicación, conocimiento, presencia consciente y relación mutua.
La globalización implica ciertamente la existencia de contactos cada vez mayores con miembros de otras religiones; pero su influencia más honda y significativa se refiere a la percepción y a la conciencia misma de la propia religión y de la religiosidad.
La interpelación primera afecta a la identidad religiosa propia y exige superar ante todo el riesgo del relativismo, es decir, la tentación de aceptar la imposibilidad de alcanzar una verdad propiamente dicha sobre Dios, considerando las diferentes religiones, al final, como meros fenómenos culturales más o menos regionales.
Por esta vía se diluye la identidad de todas las religiones, que se comprenden a sí mismas como propuestas verdaderas para la vida del hombre, y desaparece el interés por un diálogo real entre ellas, que, en cuanto tal, carecería de sentido.
En esta perspectiva, la religiosidad misma del hombre es reinterpretada a la medida de un agnosticismo típicamente moderno y occidental, que, absolutizando su concepción de una razón instrumental y cerrada a la trascendencia, hace violencia a las varias religiones, pretendiendo su irrelevancia real, y multiplica las dificultades para el respeto y el conocimiento mutuo.
El desafío de la globalización exige, por el contrario, que las religiones puedan comunicar sus riquezas espirituales y dar razón de su pretensión de verdad; de esta manera, manteniendo el nexo intrínseco entre verdad, cultura y religión, podrá darse un encuentro y un diálogo razonable entre ellas, de extraordinaria relevancia para la convivencia pacífica en una sociedad globalizada.
Será posible así, por un lado, reconocer unos principios de humanidad comunes a todas las grandes religiones: el anhelo de verdad y de bien, el significado de la libertad de conciencia, el reconocimiento de los propios límites ante el Misterio que fundamenta la realidad, etc.; lo que constituye base imprescindible para un entendimiento entre las gentes. Por otra parte, será posible comprender mejor que todos los hombres estamos en camino hacia el Dios verdadero, de modo que se eviten las tentaciones de totalitarismo y de imposición violenta, que pueden surgir en toda tradición, religiosa o irreligiosa. Pues la revelación misma de Dios constituye en realidad el don de un camino verdadero hacia la plenitud de la vida, y su pretensión se verificará inevitablemente situando realmente a la persona en este camino, de modo que sea capaz de encontrarse con todo hombre y alentarlo en la común búsqueda de la verdad, compartiendo las propias riquezas espirituales, sin pretender en absoluto haber agotado el conocimiento del misterio (FR 2).
La globalización pone de manifiesto, por tanto, que todas las religiones están llamadas al diálogo y a la colaboración en el camino de los hombres hacia la plenitud que es Dios, el cual es afirmado y amado precisamente como mayor que todo lo que podemos pensar. En este proceso, los miembros de las diferentes religiones habrán de dejar atrás limitaciones propias –y quizá pecados–, abriéndose de nuevo a la verdad, siempre más grande. La aceptación del agnosticismo, en cambio, la negación de la verdad, cierra las vías de un diálogo verdadero, y contradice en lo más íntimo a todos aquellos que creen verdaderamente en su religión.
La globalización no pone, pues, en cuestión la religiosidad, es decir, la búsqueda del Dios verdadero por parte del hombre, sino que muestra más bien la inviabilidad de una posición escéptica o agnóstica, racionalista, incapaz de acceder a las riquezas propias de la vida de los hombres y de los pueblos.