CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 24 marzo 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI este viernes durante el consistorio ordinario público para la creación de quince nuevos cardenales.
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¡Venerados cardenales, patriarcas y obispos,
ilustres señores y señoras,
queridos hermanos y hermanas!
En esta víspera de la solemnidad de la Anunciación del Señor, el clima penitencial de la Cuaresma deja lugar a la fiesta: hoy el Colegio de los cardenales se enriquece con quince nuevos miembros. Os saludo con gran cordialidad ante todo a vosotros, a quienes tengo la alegría de crear cardenales, dando gracias al cardenal William Joseph Levada por los sentimientos y pensamientos que en nombre de todos vosotros me acaba de expresar.
Con gusto saludo también a los demás señores cardenales, a los venerados patriarcas, a los obispos, los sacerdotes, los religiosos y las religiosas y los numerosos fieles, en particular a los familiares, reunidos aquí para unirse, en la oración y en la alegría cristiana, a los nuevos purpurados. Con un reconocimiento especial acojo a las diferentes autoridades gubernamentales y civiles, que representan a diferentes naciones e instituciones.
El consistorio ordinario público es un acontecimiento que manifiesta con gran elocuencia la naturaleza universal de la Iglesia, difundida en todos los rincones del mundo para anunciar a todos los Buena Nueva de Cristo Salvador. El amado Juan Pablo II celebró nueve, contribuyendo de manera determinante a renovar el Colegio cardenalicio, según las orientaciones que el Concilio Vaticano II y el siervo de Dios Pablo VI habían dado. Si bien es verdad que a través de los siglos han cambiado muchas cosas en lo que concierne al Colegio cardenalicio, no han cambiado sin embargo la sustancia y la naturaleza esencial de este importante organismo eclesial. Sus antiguas raíces y su desarrollo histórico y su composición actual hacen que sea verdaderamente una especie de «Senado», llamado a cooperar de cerca con el sucesor de Pedro en el cumplimiento de las tareas ligadas a su ministerio apostólico universal.
La Palabra de Dios, que acaba de proclamarse, nos hace remontar al pasado. Con el evangelista Marcos hemos regresado al origen mismo de la Iglesia y, en particular, al origen del ministerio de Pedro. Con los ojos del corazón hemos vuelto a ver al Señor Jesús, a cuya alabanza y gloria está totalmente orientado el acto que estamos realizando. Ha pronunciado palabras que han traído a la memoria la definición del romano pontífice que le gustaba a san Gregorio Magno: «Servus servorum Dei» [siervo de los siervos de Dios, ndt.]. De hecho, Jesús, al explicar a los doce apóstoles que deberían ejercer su autoridad de manera muy diferente a la de los «jefes de las naciones», resume esta modalidad con el estilo del servicio: «el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor (diákonos); y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos (aquí Jesús utiliza una palabra más fuerte, doulos)» (Marcos 10,43-44). La disponibilidad total y generosa para servir a los demás es el signo distintivo de quien, en la Iglesia, es constituido como autoridad, pues así sucedió con el Hijo del hombre, quien no «ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Marcos 10, 45). A pesar de ser Dios, es más, movido precisamente por su divinidad, asumió la forma de siervo –«formam servi»–, como explica admirablemente el himno a Cristo de la Carta a los Filipenses (Cf. 2, 6-7).
El primer «siervo de los siervos de Dios» es, por tanto, Jesús. Tras Él y unidos a Él, los apóstoles; y entre éstos, de manera especial, Pedro, a quien el Señor confío la responsabilidad de guiar su rebaño. La tarea del Papa consiste en ser el primer servidor de todos. El testimonio de esta actitud surge claramente de la primera lectura de esta liturgia, que nos vuelve a proponer la exhortación de Pedro a los «presbíteros» y a los ancianos de la comunidad (Cf. 1 Pedro 5, 1). Es una exhortación hecha con esa autoridad que tiene el apóstol por haber sido testigo de los sufrimientos de Cristo, Buen Pastor. Se percibe que las palabras de Pedro provienen de la experiencia personal del servicio al rebaño de Dios, pero antes aún se fundamentan en la experiencia del comportamiento de Jesús: en su manera de servir hasta el sacrificio de sí mismo, en su humillación hasta la muerte, y una muerte de cruz, confiando sólo en el Padre, que le exaltó en el momento oportuno. Pedro, como Pablo, quedó íntimamente «conquistado» por Cristo –«comprehensus sum a Christo Iesu» (Cf. Filipenses 3, 12)–, y como Pablo puede exhortar a los ancianos con plena autoridad, pues ya no es él quien vive, sino que es Cristo quien vive en él –«vivo autem iam non ego, vivit vero in me Christus» (Gálatas 2, 20).
Sí, venerados y queridos hermanos, lo que afirma el príncipe de los apóstoles se aplica particularmente a quien está llamado a revestirse con la púrpura cardenalicia: «A los ancianos que están entre vosotros les exhorto yo, anciano como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse» (1 Pedro 5, 1). Son palabras que, incluso en su estructura esencial, recuerdan el misterio pascual, particularmente presente en nuestro corazón en estos días de Cuaresma. San Pedro las aplica a sí mismo, en cuanto «anciano como ellos» (sympresbýteros), dando a comprender que el anciano en la Iglesia, el presbítero, por la experiencia alcanzada a través de los años y de las pruebas afrontadas y superadas, tiene que estar particularmente «sintonizado» con el dinamismo íntimo del misterio pascual. ¡Cuántas veces, queridos hermanos, que dentro de poco recibiréis la dignidad cardenalicia, habéis encontrado en estas palabras un motivo de meditación y de estímulo espiritual para seguir las huellas del Señor crucificado y resucitado! Serán comprometedoramente confirmadas de nuevo por lo que os exigirá vuestra nueva responsabilidad. Al quedar unidos más de cerca al sucesor de Pedro, estaréis llamados a colaborar con él en el cumplimiento de su peculiar servicio eclesial, y esto os exigirá una participación más intensa en el misterio de la Cruz, compartiendo los sufrimientos de Cristo. Y todos nosotros somos hoy testigos de sus sufrimientos, en el mundo y también en su Iglesia, y precisamente de este modo participamos también en su gloria. Esto os permitirá poder recurrir más abundantemente a los manantiales de la gracia y difundir a vuestro alrededor más eficazmente sus frutos benéficos.
Venerados y queridos hermanos, quisiera resumir el sentido de vuestra llamada en la palabra que he puesto como centro de mi primera encíclica: «caritas». Se asocia adecuadamente también al color de la púrpura cardenalicia. Que sea siempre expresión de la «caritas Christi», estimulándoos a un amor apasionado por Cristo, por su Iglesia y por la humanidad. Tenéis ahora un ulterior motivo para tratar de revivir los mismos sentimientos que llevaron al Hijo de Dios hecho hombre a derramar su sangre en expiación por los pecados de toda la humanidad. Cuento con vosotros, venerados hermanos, cuento con todo el Colegio del que pasáis a formar parte, para anunciar al mundo que «Deus caritas est», y para hacerlo ante todo con el testimonio de sincera comunión entre los cristianos: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Juan 13, 35). Cuento con vosotros, queridos hermanos cardenales, para hacer que el principio de la caridad pueda irradiarse y logre vivificar a la Iglesia a todos los niveles de su jerarquía, en toda comunidad e instituto religioso, en toda iniciativa espiritual, apostólica y de animación social. Cuento con vosotros para que el esfuerzo común de poner la mirada en el Corazón abierto de Cristo
haga más seguro y veloz el camino hacia la unidad plena de los cristianos. Cuento con vosotros para que gracias a la atenta valoración de los pequeños y de los pobres, la Iglesia ofrezca al mundo de modo incisivo el anuncio y el desafío de la civilización del amor. Todo esto me gusta verlo simbolizado en la púrpura de la que estáis revestidos. Que sea realmente símbolo del ardiente amor cristiano que refleja vuestra existencia.
Pongo este deseo en las manos maternales de la Virgen de Nazaret, de la que el Hijo de Dios tomó la sangre que después derramaría en la Cruz como testimonio supremo de su caridad. En el misterio de la Anunciación, que nos disponemos a celebrar, se nos revela que por obra del Espíritu Santo, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Que por intercesión de María descienda abundantemente sobre los nuevos cardenales y sobre todos nosotros la efusión del Espíritu de verdad y de caridad para que, conformados cada vez más con Cristo, podamos dedicarnos incansablemente a la edificación de la Iglesia y a la difusión del Evangelio en el mundo.
[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede
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