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«¡Qué bueno, qué dulce habitar los hermanos todos juntos!» (Salmo 133, 1)
Santidad:
Me siento profundamente agradecido por la acogida fraterna que usted me ha ofrecido personalmente, así como el Santo Sínodo del patriarcado ecuménico y guardaré para siempre este recuerdo en mi corazón con aprecio. Doy las gracias al Señor por el don de este encuentro, lleno de buena voluntad y de significado eclesial.
Para mí es motivo de gran alegría estar entre vosotros, hermanos en Cristo, en esta iglesia catedral, mientras rezamos juntos al Señor y recodamos los importantes acontecimientos que han apoyado nuestro compromiso para trabajar por la unidad plena entre católicos y ortodoxos.
Deseo, ante todo, recordar la valiente decisión de remover la memoria de los anatemas de 1054. La declaración común del Papa Pablo VI y del Patriarca Atenágoras, escrita con el espíritu de un amor redescubierto, fue leída solemnemente en una ceremonia que se celebró simultáneamente en la basílica de San Pedro en Roma y en esta catedral patriarcal. El «tomos» del patriarca se basaba en la profesión de fe de Juan: «Ho Theós agapé estín» (1 Juan 4, 9), «Deus caritas est!». Con sintonía perfecta, el Papa Pablo VI comenzó su propia carta con la exhortación de Pablo: «vivid en el amor» (Efesios 5, 2). Sobre este fundamento de recíproco amor se han desarrollado las nuevas relaciones entre las Iglesias de Roma y Constantinopla.
Signos de este amor se han hecho evidentes en numerosas declaraciones de compromiso compartido y muchos gestos llenos de significado. Tanto Pablo VI como Juan Pablo II fueron recibidos cálidamente como visitantes de esta iglesia de san Jorge y se asociaron respectivamente a los Patriarcas Atenágoras I y Demetrio I para reforzar el empuje hacia la recíproca comprensión y la búsqueda de la unidad plena. ¡Que sus nombres sean honrados y benditos!
Me alegro, además, de poder estar en esta tierra, tan íntimamente ligada a la fe cristiana, en la que florecieron muchas iglesias en los tiempos antiguos. Pienso en la exhortación de san Pedro a las primitivas comunidades cristianas: «en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia» (1 Pedro 1, 1), y en la rica mies de mártires, teólogos, pastores, monjes y hombres y mujeres santos que engendraron estas iglesias a través de los siglos.
Del mismo modo, recuerdo los insignes santos y pastores que velaron por la Sede de Constantinopla, entre los que se encuentran san Gregorio de Nazianzo y san Juan Crisóstomo, venerados también por Occidente como doctores de la Iglesia. Sus reliquias descansan en la Basílica de San Pedro en el Vaticano y una parte de ellas le fueron donadas a Su Santidad, como signo de comunión, por el difunto Papa Juan Pablo II para que fueran veneradas en esta catedral. Verdaderamente son dignos intercesores nuestros ante el Señor.
En esta parte del mundo oriental se celebraron siete concilios ecuménicos, que ortodoxos y católicos reconocen como autorizados para la fe y la disciplina de la Iglesia. Constituyen piedras angulares permanentes y guías en el camino hacia la unidad plena.
Concluyo expresando una vez más mi alegría al encontrarme entre vosotros. Que este encuentro refuerce nuestro mutuo afecto y renueve nuestro compromiso común para perseverar en el itinerario que lleva a la reconciliación y a la paz de las Iglesias.
Os saludo con el amor de Cristo. Que el Señor esté siempre con vosotros.
[Traducción del original inglés realizada por Zenit
© Copyright 2006 - Libreria Editrice Vaticana]