CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 7 diciembre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI el 9 de noviembre al concluir el encuentro con los obispos de Suiza. El Papa pronunció también este segundo discurso sin papeles.
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En primer lugar, quisiera daros las gracias a todos por este encuentro, que me parece muy importante como ejercicio del afecto colegial, como manifestación de nuestra responsabilidad común por la Iglesia y por el Evangelio en este momento del mundo. Gracias por todo. Siento mucho que a causa de otros compromisos, sobre todo de visitas ad limina ―en estos días toca el turno a los obispos alemanes―, no he podido estar con vosotros. Realmente tenía el deseo de escuchar la voz de los obispos suizos ―pero tal vez tendremos otras ocasiones― y naturalmente de escuchar también el diálogo entre la Curia romana y los obispos suizos: en la Curia romana también habla siempre el Santo Padre por su responsabilidad con respecto a la Iglesia entera.
Así pues, gracias por este encuentro que, a mi parecer, nos ayuda a todos, porque para todos es una experiencia de la unidad de la Iglesia, y también es una experiencia de esperanza que nos acompaña en todas las dificultades que afrontamos.
Quisiera pedir disculpas también por el hecho de que ya el primer día me presenté sin un texto escrito; naturalmente, ya había pensado algunas cosas, pero no encontré el tiempo para escribirlas. Sucede lo mismo en este momento; me presento con esta pobreza, pero tal vez ser pobre en todos los sentidos conviene también a un Papa en este momento de la historia de la Iglesia. En cualquier caso, ahora no puedo pronunciar un gran discurso, como convendría después de un encuentro con estos frutos.
En efecto, confieso que ya había leído la síntesis de vuestras discusiones y ahora la he escuchado con gran atención. Me parece un texto muy ponderado y rico; responde realmente a las preguntas fundamentales que nos ocupan, tanto por lo que se refiere a la unidad de la Iglesia en su conjunto como a las cuestiones específicas de la Iglesia en Suiza. Me parece que realmente traza el camino para los próximos años y demuestra nuestra voluntad común de servir al Señor.
Se trata de un texto muy rico. Al leerlo pensé: en cierto sentido, sería absurdo que yo volviera a hablar sobre estos temas, de los que se ha discutido durante tres días con profundidad e intensidad. Veo en ese texto el resultado condensado y rico del trabajo realizado; añadir algo más sobre los diversos puntos me parece muy difícil, entre otras razones porque conozco el resultado del trabajo, pero no he escuchado a los que han intervenido en las discusiones. Por eso pensé que, esta tarde, al concluir, tal vez convenía volver una vez más sobre los grandes temas que nos ocupan y que son, en definitiva, el fundamento de todos los pequeños detalles, aunque, como es obvio, cada detalle es importante.
En la Iglesia la institución no es sólo una estructura exterior, mientras que el Evangelio sería puramente espiritual. En realidad, el Evangelio y la institución son inseparables, porque el Evangelio tiene un cuerpo y el Señor tiene un cuerpo también en nuestro tiempo. Por eso, las cuestiones que a primera vista parecen sólo institucionales, en realidad son cuestiones teológicas, y cuestiones centrales porque en ellas se trata de la realización y concreción del Evangelio en nuestro tiempo.
Por tanto, ahora conviene reafirmar una vez más las grandes perspectivas dentro de las cuales se mueve toda nuestra reflexión. Con la indulgencia y la generosidad de los miembros de la Curia romana, me permito volver a hablar en alemán, porque tenemos unos traductores magníficos, y de otro modo quedarían inactivos. He pensado en dos temas específicos, de los que ya he hablado y que ahora quisiera profundizar un poco más.
Ante todo, tenemos el tema de «Dios». Me han venido a la mente las palabras de san Ignacio: «El cristianismo no es obra de persuasión, sino de grandeza» (Carta a los Romanos, III, 3). No deberíamos permitir que nuestra fe se disuelva en demasiadas discusiones sobre múltiples detalles poco importantes; al contrario, debemos tener siempre ante los ojos en primer lugar su grandeza.
Recuerdo que cuando iba yo a Alemania, en las décadas de 1980 y 1990, me pedían entrevistas y siempre me daban por anticipado las preguntas. Se trataba de la ordenación de mujeres, de la anticoncepción, del aborto y de otros problemas como estos, que vuelven continuamente a la actualidad. Si nos dejamos arrastrar por estas discusiones, entonces se identifica a la Iglesia con algunos mandamientos o prohibiciones, y a nosotros se nos tacha de moralistas con algunas convicciones pasadas de moda, y la verdadera grandeza de la fe no se aprecia para nada. Por eso, creo que es fundamental poner de relieve continuamente la grandeza de nuestra fe, un compromiso del que no debemos permitir que nos aparten esas situaciones.
A este respecto, quisiera seguir completando ahora nuestras reflexiones del martes pasado, insistiendo una vez más en que es importante sobre todo cuidar la relación personal con Dios, con el Dios que se nos manifestó en Cristo. San Agustín subrayó en repetidas ocasiones los dos aspectos del concepto cristiano de Dios: Dios es “Logos” y Dios es “Amor”, hasta el punto de que se hizo totalmente pequeño, asumiendo un cuerpo humano y al final se entregó como pan en nuestras manos.
Estos dos aspectos del concepto cristiano de Dios deberíamos tenerlos siempre presentes y hacerlos presentes. Dios es “Espíritu creador”, es “Logos”, es razón. Por esto, nuestra fe es algo que tiene que ver con la razón; se puede transmitir mediante la razón, y no tiene que esconderse ante la razón, ni siquiera ante la de nuestro tiempo.
Pero precisamente esta razón eterna e inconmensurable no es sólo una matemática del universo y mucho menos una “primera causa” que, después de haber provocado el “Big bang”, se retiró. Al contrario, esta razón tiene un corazón, que le impulsó a renunciar a su inmensidad, haciéndose carne. Y sólo en eso radica, a mi entender, la última y verdadera grandeza de nuestra concepción de Dios. Sabemos que Dios no es una hipótesis filosófica; no es algo que “tal vez” existe; sino que nosotros lo conocemos y él nos conoce a nosotros. Y podemos conocerlo cada vez mejor si permanecemos en diálogo con él.
Por eso, la pastoral tiene como misión fundamental enseñar a orar y aprenderlo personalmente cada vez más. Hoy existen escuelas de oración, grupos de oración; se ve que la gente la desea. Muchos buscan la meditación en alguna otra parte, porque piensan que en el cristianismo no pueden encontrar la dimensión espiritual. Nosotros debemos mostrarles de nuevo que esta dimensión espiritual no sólo existe, sino que además es la fuente de todo.
Con este fin debemos multiplicar esas escuelas de oración, donde se enseñe a orar juntos, donde se pueda aprender la oración personal en todas sus dimensiones: como escucha silenciosa de Dios, como escucha que penetra en su Palabra, que penetra en su silencio, que sondea su acción en la historia y en mi persona; comprender también su lenguaje en mi vida y luego aprender a responder orando con las grandes plegarias de los Salmos del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Las palabras para dirigirnos a Dios no las tenemos por nosotros mismos, sino que nos han sido concedidas: el Espíritu Santo mismo ya ha formulado palabras de oración para nosotros; podemos penetrar en ellas, orar con ellas, aprendiendo así también la oración personal, aprendiendo cada vez más «a Dios» para tener certeza de él, aunque calle; para alegrarnos en Dios.
Este íntimo estar con Dios y, por tanto, la experiencia de la presencia de Dios es lo que nos permite experimentar continuamente, por decirlo así, la grandez
a del cristianismo, y luego nos ayuda también a atravesar todos los pequeños detalles en los cuales, ciertamente, debemos vivirlo y realizarlo día a día, sufriendo y amando, en la alegría y en la tristeza.
Desde esta perspectiva, a mi entender, se ve el significado de la liturgia también precisamente como escuela de oración, en la que el Señor mismo nos enseña a orar, en la que oramos con la Iglesia, tanto en la celebración sencilla y humilde con unos cuantos fieles, como también en la fiesta de la fe. Ahora, en las diversas conversaciones, he vuelto a comprobar precisamente cuán importante es para los fieles, por una parte, el silencio en el contacto con Dios y, por otra, la fiesta de la fe; cuán importante es poder vivir la fiesta.
También el mundo tiene sus fiestas. Nietzsche llegó a decir: sólo podemos hacer fiesta si Dios no existe. Pero eso es absurdo: sólo puede haber una verdadera fiesta si Dios existe y nos toca. Y sabemos que estas fiestas de la fe abren de par en par el corazón de la gente y producen impresiones que ayudan con vistas al futuro. En mis visitas pastorales a Alemania, Polonia y España he comprobado nuevamente que allí la fe se vive como una fiesta y que acompaña luego a las personas y las guía.
En este contexto quisiera mencionar otro hecho que me ha causado una impresión muy profunda. En la última obra de santo Tomás de Aquino, inconclusa, el “Compendium theologiae”, que quería estructurar sencillamente según las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, el gran doctor comenzó el capítulo de la esperanza, y lo desarrolló parcialmente. Allí, por decirlo así, identifica la esperanza con la oración: el capítulo sobre la esperanza es, al mismo tiempo, el capítulo sobre la oración. La oración es esperanza en acto. De hecho, en la oración se desvela la verdadera razón por la cual es posible esperar. Nosotros podemos entrar en contacto con el Señor del mundo; él nos escucha y nosotros podemos escucharlo a él. A esto aludía san Ignacio; y es lo que yo quería recordaros una vez más: «El cristianismo no es obra de persuasión, sino de grandeza» ―»Ou peismones to ergon, alla megethous estin ho Christianismos»― (Carta a los Romanos, III, 3).
Lo realmente grande en el cristianismo es este poder entrar en contacto con Dios, lo cual no dispensa de las cosas pequeñas y diarias, pero tampoco debe quedar ocultado por ellas.
La segunda reflexión que me ha venido a la mente durante estos días atañe a la moral. Escucho a menudo decir que hoy la gente tiene nostalgia de Dios, de espiritualidad, de religión, y que se comienza a ver de nuevo a la Iglesia como posible interlocutora, que puede dar una contribución a este respecto (ha habido un período de tiempo en que esto, en el fondo, sólo se buscaba en las otras religiones). Cada vez se toma mayor conciencia de que la Iglesia es una gran portadora de experiencia espiritual; es como un árbol, en el que pueden anidar las aves, aunque luego quieran de nuevo volar lejos, pero precisamente es el lugar donde pueden descansar durante cierto tiempo.
En cambio lo que resulta muy difícil a la gente es la moral que la Iglesia proclama. Sobre esto he reflexionado ―de hecho, ya reflexiono sobre ello desde hace mucho tiempo― y veo cada vez con mayor claridad que, en nuestra época, en cierto sentido, la moral se ha dividido en dos partes. No es que la sociedad moderna sencillamente no tenga moral, sino que, por decirlo así, ha «descubierto» y reivindica otra parte de la moral que tal vez no se ha propuesto suficientemente en el anuncio de la Iglesia en los últimos decenios, y también más. Son los grandes temas de la paz, la no violencia, la justicia para todos, la solicitud por los pobres y el respeto de la creación.
Esto ha llegado a ser un conjunto ético que, precisamente como fuerza política, tiene gran poder y constituye para muchos la sustitución o la sucesión de la religión. En lugar de la religión, a la que se ve como metafísica y algo del más allá ―tal vez incluso como algo individualista― entran los grandes temas morales como lo esencial que luego confiere al hombre dignidad y lo compromete.
Esto es un aspecto; es decir, esta moralidad existe y fascina también a los jóvenes, que se comprometen en favor de la paz, de la no violencia, de la justicia, de los pobres y de la creación. Y realmente son grandes temas morales, que por lo demás pertenecen también a la tradición de la Iglesia. Los medios que se proponen para su solución, a menudo son muy unilaterales y no siempre son aceptables, pero ahora no debemos detenernos en esto. Los grandes temas están presentes.
La otra parte de la moral, que con frecuencia en la política se percibe de modo muy controvertido, atañe a la vida. De esta moral forma parte el compromiso en favor de la vida, desde la concepción hasta la muerte, es decir, su defensa contra el aborto, contra la eutanasia, contra la manipulación y contra la auto-legitimación del hombre a disponer de la vida.
A menudo se trata de justificar estas intervenciones con finalidades aparentemente grandes: para utilidad de las generaciones futuras. Así se presenta también como algo moral incluso el apropiarse de la vida misma del hombre y manipularla. Pero, por otra parte, también existe la conciencia de que la vida humana es un don que exige nuestro respeto y nuestro amor desde el primer instante hasta el último, incluso cuando se trata de personas que sufren, discapacitadas o débiles.
En este contexto se presenta también la moral del matrimonio y de la familia. El matrimonio, por decirlo así, está cada vez más marginado. Conocemos el ejemplo de algunos países, donde se han realizado modificaciones de la ley, según las cuales el matrimonio ahora ya no se define como unión entre un hombre y una mujer, sino como unión entre personas. De este modo, como es obvio, se destruye la idea de fondo, y la sociedad, desde sus raíces, se transforma en algo totalmente diverso.
La conciencia de que la sexualidad, el eros y el matrimonio como unión entre hombre y mujer van juntos ―»los dos serán una sola carne» dice el Génesis―, se debilita cada vez más; todo tipo de unión parece totalmente normal. Todo ello se presenta como una especie de moralidad de la no-discriminación y como un modo de libertad que se debe al hombre.
Así, como es obvio, la indisolubilidad del matrimonio se convierte en una idea casi utópica, que precisamente también desmienten en la práctica muchas personas de la vida pública. De este modo también la familia se desintegra progresivamente. Desde luego, para el problema de la disminución impresionante del índice de natalidad se dan múltiples explicaciones, pero con toda seguridad también desempeña un papel decisivo el hecho de que se quiere tener la vida para sí mismos, de que se confía poco en el futuro y de que precisamente se considera que ya no es realizable la familia como comunidad duradera, en la que puede crecer la generación futura.
Por consiguiente, en estos ámbitos nuestro anuncio choca contra una conciencia contraria de la sociedad, por decirlo así, con una especie de anti-moralidad, que se apoya en una concepción de la libertad vista como facultad de elegir autónomamente, sin directrices prefijadas, como no-determinación, por tanto como aprobación de todo tipo de posibilidades, presentándose así de modo autónomo como éticamente correcto.
Pero la otra conciencia no ha desaparecido. Existe, y yo creo que debemos esforzarnos por volver a unir estas dos partes de la moralidad y poner de relieve que están inseparablemente unidas entre sí. Sólo si se respeta la vida humana desde la concepción hasta la muerte es posible y creíble también la ética de la paz; sólo entonces la no violencia puede expresarse en todas las direccione; sólo entonces respetamos verdaderamente la creación; y sólo entonces se puede llegar a la verdadera justicia.
Creo que en este aspecto te
nemos una gran tarea por delante: por una parte, no presentar el cristianismo como un simple moralismo, sino como un don en el que se nos ha dado el amor que nos sostiene y nos proporciona la fuerza necesaria para saber «perder la propia vida»; y, por otra, en este contexto de amor donado, progresar también hacia las realizaciones concretas, las cuales siempre tienen como fundamento el decálogo, que con Cristo y con la Iglesia debemos leer en este tiempo de modo progresivo y nuevo.
Así pues, estos eran los temas que a mi parecer debía y podía añadir. Os agradezco vuestra indulgencia y vuestra paciencia. Esperamos que el Señor nos ayude a todos en nuestro camino.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana]