WASHINGTON, jueves, 17 abril 2008 (ZENIT.org).- Publicamos las palabras que pronunció Benedicto XVI en la tarde de este jueves durante el encuentro con representantes de otras religiones que mantuvo en el Centro Cultural Juan Pablo II de Washington.
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Queridos amigos:
Me alegra tener la ocasión de encontrarme hoy con ustedes. Agradezco las palabras de bienvenida del Obispo Sklba y saludo cordialmente a todos los que están aquí, en representación de las diversas religiones presentes en los Estados Unidos de América. Muchos de ustedes han aceptado amablemente la invitación para elaborar las reflexiones contenidas en el programa de hoy. Les estoy muy agradecido por las palabras acerca de cómo cada una de sus tradiciones contribuye a la paz. Gracias a todos.
Este País tiene una larga historia de colaboración entre las diversas religiones en muchos campos de la vida pública. Servicios de oración interreligiosa durante la Fiesta Nacional de Acción de Gracias, iniciativas comunes en actividades caritativas, una voz compartida sobre cuestiones públicas importantes: éstas son algunas formas en que los miembros de diversas religiones se encuentran para mejorar la comprensión recíproca y promover el bien común. Aliento a todos los grupos religiosos en América a perseverar en esta colaboración y a enriquecer de este modo la vida pública con los valores espirituales que animan su acción en el mundo.
El lugar en el que estamos ahora reunidos fue fundado precisamente para promover este tipo de colaboración. De hecho, el «Pope John Paul II Cultural Center» desea ofrecer una voz cristiana para «la búsqueda humana del sentido y objeto de la vida» en un mundo de «comunidades religiosas, étnicas y culturales diversas» (Mission Statement). Esta institución nos recuerda la convicción de esta Nación de que todos los hombres deben ser libres para buscar la felicidad de manera adecuada a su naturaleza de criaturas dotadas de razón y de voluntad libre.
Los americanos han apreciado siempre la posibilidad de dar culto libremente y de acuerdo con su conciencia. Alexis de Tocqueville, historiador francés y observador de las realidades americanas, estaba fascinado por este aspecto de la Nación. Subrayó que éste es un País en el que la religión y la libertad están «íntimamente vinculadas» en la contribución a una democracia estable que favorezca las virtudes sociales y la participación en la vida comunitaria de todos sus ciudadanos. En las áreas urbanas, es normal que las personas procedentes de sustratos culturales y religiosos diversos se impliquen de manera conjunta cada día en entidades comerciales, sociales y educativas. Hoy, jóvenes cristianos, judíos, musulmanes, hindúes, budistas, y niños de todas las religiones se sientan en las aulas de todo el País uno junto a otro, aprendiendo unos de otros. Esta diversidad da lugar a nuevos retos que suscitan una reflexión más profunda sobre los principios fundamentales de una sociedad democrática. Es de desear que vuestra experiencia anime a otros, siendo conscientes de que una sociedad unida puede proceder de una pluralidad de pueblos –E pluribus unum, de muchos, uno-, a condición de que todos reconozcan la libertad religiosa como un derecho civil fundamental (cf. Dignitatis humanae, 2).
El deber de defender la libertad religiosa nunca termina. Nuevas situaciones y nuevos desafíos invitan a los ciudadanos y a los líderes a reflexionar sobre el modo en que sus decisiones respetan este derecho humano fundamental. Tutelar la libertad religiosa dentro de la normativa legal no garantiza que los pueblos -en particular las minorías- se vean libres de formas injustas de discriminación y prejuicio. Esto requiere un esfuerzo constante por parte de todos los miembros de la sociedad con el fin de asegurar que a los ciudadanos se les dé la oportunidad de celebrar pacíficamente el culto y transmitir a sus hijos su patrimonio religioso.
La transmisión de las tradiciones religiosas a las generaciones venideras no sólo ayuda a preservar un patrimonio, sino que también sostiene y alimenta en el presente la cultura que las circunda. Lo mismo vale para el diálogo entre las religiones: tanto los que participan en él como la sociedad salen enriquecidos. En la medida en que crezcamos en la mutua comprensión, vemos que compartimos una estima por los valores éticos, perceptibles por la razón humana, que son reconocidos por todas las personas de buena voluntad. El mundo pide insistentemente un testimonio común de estos valores. Por consiguiente, invito a todas las personas religiosas a considerar el diálogo no sólo como un medio para reforzar la comprensión recíproca, sino también como un modo para servir a la sociedad de manera más amplia. Al dar testimonio de las verdades morales que tienen en común con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, los grupos religiosos influyen sobre la cultura en su sentido más amplio e impulsan a quienes nos rodean, a los colegas de trabajo y los conciudadanos, a unirse en el deber de fortalecer los lazos de solidaridad. Usando las palabras del Presidente Franklin Delano Roosevelt, «nada más grande podría recibir nuestra tierra que un renacimiento del espíritu de fe».
Un ejemplo concreto de la contribución que las comunidades religiosas pueden ofrecer a la sociedad civil son las escuelas confesionales. Estas instituciones enriquecen a los niños tanto intelectual como espiritualmente. Guiados por sus maestros en el descubrimiento de la dignidad dada por Dios a todo ser humano, los jóvenes aprenden a respetar las creencias y prácticas religiosas de los otros, enalteciendo la vida civil de una nación.
¡Qué responsabilidad tan grande tienen los líderes religiosos! Ellos han de impregnar la sociedad con un profundo temor y respeto por la vida humana y la libertad; garantizar que la dignidad humana se reconozca y aprecie; facilitar la paz y la justicia; enseñar a los niños lo que es justo, bueno y razonable.
Hay otro punto sobre el que deseo detenerme. He notado un interés creciente entre los gobiernos para patrocinar programas destinados a promover el diálogo interreligioso e intercultural. Se trata de iniciativas encomiables. Al mismo tiempo, la libertad religiosa, el diálogo interreligioso y la educación basada en la fe, tienden a algo más que a lograr un consenso encaminado a encontrar caminos para formular estrategias prácticas para el progreso de la paz. El objetivo más amplio del diálogo es descubrir la verdad. ¿Cuál es el origen y el destino del género humano? ¿Qué es el bien y el mal? ¿Qué nos espera al final de nuestra existencia terrena? Solamente afrontando estas cuestiones más profundas podremos construir una base sólida para la paz y la seguridad de la familia humana: «donde y cuando el hombre se deja iluminar por el resplandor de la verdad, emprende de modo casi natural el camino de la paz» (Mensaje para la Jornada mundial de la Paz, 2006, 3).
Vivimos en una época en la que con demasiada frecuencia se marginan estas preguntas. Sin embargo, jamás se podrán borrar del corazón humano. A lo largo de la historia, los hombres y las mujeres han buscado relacionar sus inquietudes con este mundo que pasa. En la tradición judeocristiana, los Salmos están llenos de expresiones como éstas: «Mi aliento desfallece» (Sal 143,4; cf. Sal 6,7; 31,11; 32,4; 38,8; 77,3); «¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas?» (Sal 42,6). La respuesta es siempre de fe: «Espera en Dios, que volverás a alabarlo: ‘Salud de mi rostro, Dios mío'» (ibíd.; cf. Sal 62,6). Los líderes espirituales tienen un deber particular, y podríamos decir una competencia especial, de poner en un primer plano las preguntas más profundas de la conciencia humana, de despertar a la humanidad ante el misterio de la existencia humana, de propo
rcionar un espacio para la reflexión y la plegaria en un mundo frenético.
Ante estos interrogantes más profundos sobre el origen y el destino del género humano, los cristianos proponen a Jesús de Nazaret. Él es, así lo creemos, el Logos eterno, que se hizo carne para reconciliar al hombre con Dios y revelar la razón que está en el fondo de todas las cosas. Es a Él a quien llevamos al forum del diálogo interreligioso. El deseo ardiente de seguir sus huellas impulsa a los cristianos a abrir sus mentes y sus corazones al diálogo (cf. Lc 10,25-37; Jn 4,7-26).
Queridos amigos, en nuestro intento de descubrir los puntos de comunión, hemos evitado quizás la responsabilidad de discutir nuestras diferencias con calma y claridad. Mientras unimos siempre nuestros corazones y mentes en la búsqueda de la paz, debemos también escuchar con atención la voz de la verdad. De este modo, nuestro diálogo no se detendrá sólo en reconocer un conjunto común de valores, sino que avanzará para indagar su fundamento último. No tenemos nada que temer, porque la verdad nos revela la relación esencial entre el mundo y Dios. Somos capaces de percibir que la paz es un «don celestial», que nos llama a conformar la historia humana al orden divino. Aquí está la «verdad de la paz» (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la Paz, 2006).
Como hemos visto, pues, el objetivo más importante del diálogo interreligioso requiere una exposición clara de nuestras respectivas doctrinas religiosas. A este respecto, los colegios, las universidades y centros de estudios son foros importantes para un intercambio sincero de ideas religiosas. La Santa Sede, por su parte, intenta impulsar esta tarea importante por medio del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, del Instituto Pontificio de Estudios Árabes e Islámicos, así como de varias Universidades Pontificias.
Queridos amigos, dejemos que nuestro diálogo sincero y nuestra cooperación impulsen a todos a meditar las preguntas más profundas sobre su origen y destino. Que los miembros de todas las religiones estén unidos en la defensa y promoción de la vida y la libertad religiosa en todo el mundo. Y que, dedicándonos generosamente a este sagrado deber -a través del diálogo y de tantos pequeños actos de amor, de comprensión y de compasión- seamos instrumentos de paz para toda la familia humana. Paz a todos ustedes.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2008 — Libreria Editrice Vaticana]