Señor cardenal,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
estoy particularmente contento de encontrarme con todos vosotros, que estáis directamente comprometidos en las Obras Misionales Pontificias, organismos al servicio del Papa y de los Obispos de las Iglesias locales para realizar el mandato misionero de evangelizar a las gentes hasta los confines de la Tierra. Al Señor Cardenal Ivan Dias, Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, dirijo, en primer lugar, mi cordial agradecimiento por las palabras que me ha dirigido a nombre de todos los presentes. Extiendo mi saludo al Secretario y a todos los Colaboradores de este Dicasterio Misionero, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos y laicas. Es gracias a vuestro intenso trabajo que la afirmación del Concilio, según la cual «toda la Iglesia es por su naturaleza misionera», se hace efectiva realidad.
Las Obras Misionales Pontificias tienen el carisma de promover entre los cristianos la pasión por el Reino de Dios, que ha de instaurarse en todas partes a través de la predicación del Evangelio. Nacidas con este carácter universal, fueron un instrumento precioso en las manos de mis Predecesores, quienes las elevaron al rango de Pontificias, alentando a los Obispos a instituirlas en las diversas diócesis. El Concilio Vaticano II justamente les reconoció el lugar primordial que ocupan en la cooperación misionera, «porque son medios tanto para infundir en los católicos, desde la infancia, un espíritu verdaderamente universal y misionero, como para favorecer la conveniente recolección de subsidios en favor de todas las misiones y según la necesidad de cada una» (Ad Gentes, 3e). El Concilio profundizó de manera especial en la naturaleza y misión de la Iglesia particular reconociendo su plena dignidad y responsabilidad misionera.
La misión es tarea y deber de todas las Iglesias, que como vasos comunicantes comparten personas y recursos para realizarla. Cada Iglesia local es el pueblo elegido entre las gentes, convocado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, para «dar a conocer los prodigios de Aquel que de las tinieblas los llamó a su luz admirable» (Lumen Gentium, 10). Ella es el lugar en el que el Espíritu se manifiesta con la riqueza de sus carismas, dando a cada fiel el llamamiento y la responsabilidad de la misión. Su misión es la de buscar la comunión. A los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia cotidiana nos muestra profundamente enraizado en la humanidad a causa del pecado, la Iglesia local contrapone la fuerza generadora de unidad del Cuerpo de Cristo.
El Papa Juan Pablo II podía afirmar con alegría que «se han multiplicado las Iglesias locales, dotadas de un Obispo propio, clero y personal apostólico; … la comunión entre las Iglesias lleva a un vivo intercambio de bienes espirituales y de dones; se está afirmando una nueva conciencia: que la misión es tarea de todos los cristianos, de todas las diócesis y parroquias, de todas las instituciones y asociaciones eclesiales» (RMI, 2). Las Obras Misionales Pontificias, gracias a la reflexión que se ha desarrollado en ellas en los últimos decenios, han podido insertarse en el contexto de los nuevos paradigmas de evangelización y del modelo eclesiológico de comunión entre las Iglesias. Es claro que son Pontificias, pero por derecho son también Episcopales, en cuanto instrumentos en las manos de los Obispos para realizar el mandato misionero de Cristo. «Aún siendo las obras del Papa, las Obras Misionales Pontificias son también del Episcopado entero y de todo el Pueblo de Dios» (Pablo VI, Mensaje para la Jornada Mundial de 1968). Son el instrumento específico, privilegiado y principal para la educación en el espíritu misionero universal, para la comunión y la colaboración inter-eclesial en el servicio del anuncio del Evangelio (cf. Estatutos, 18).
También en esta fase de la historia de la Iglesia, considerada misionera por naturaleza, el carisma y el trabajo de las Obras Misionales Pontificias no se han agotado, y no deben faltar nunca. Sigue siendo necesaria y urgente la misión de evangelizar a la humanidad. La misión es un deber al que es necesario responder: «¡Ay de mí si no predico el Evangelio!» (1Co 9,16). El Apóstol Pablo, al que la Iglesia dedica un año especial en el recuerdo de los dos mil años de su nacimiento, comprendió en su camino hacia Damasco y luego también a lo largo de todo su ministerio que la redención y la misión son actos de amor. Es el amor de Cristo el que lo impulsa a recorrer las calles del Imperio Romano, a ser heraldo, apóstol y defensor del Evangelio (cf. 2Tm 2,1-11) y a hacerse todo a todos, para ganar a los más que pudiera (cf 1Cor 22). «Quien anuncia el Evangelio participa en la caridad de Cristo, quien nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros (cf. Ef 5,2), es su embajador y suplica en nombre de Cristo: ¡dejaos reconciliar con Dios! (cf. 2Cor 5,20)». (Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota sobre algunos aspectos doctrinales de la Evangelización, n. 10). Es el amor que nos debe impulsar a anunciar con franqueza y valentía a los hombres la verdad que salva (cf. Gaudium et Spes, 28). Un amor que debe irradiarse en todas partes y alcanzar cada corazón humano. Los hombres, en efecto, esperan a Cristo.
Las palabras de Jesús, «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el hombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20), constituyen aún un mandato obligatorio para toda la Iglesia, así como para cada uno de sus fieles. Este compromiso apostólico es un deber y un derecho irrenunciable, expresión de la libertad religiosa, que tiene sus propias dimensiones ético-sociales y ético-políticas (cf. Dignitatis Humanae, 6). Las Obras Misionales Pontificias están llamadas a hacer de la Missio ad Gentes el paradigma de toda la actividad pastoral. A ella, y de manera particular a la Pontificia Unión Misional, corresponde la tarea de «promover, es decir, difundir cada vez más en el pueblo cristiano el misterio de la Iglesia, su eficaz espíritu misionero» (Pablo VI, Graves et Increscentes). Estoy seguro de que continuaréis trabajando con todo vuestro entusiasmo, para que vuestras Iglesias locales asuman cada vez con más generosidad su parte de responsabilidad en la misión universal. Imparto a todos mi Bendición.
[Traducción del original italiano realizada por la agencia Fides
© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]