ROMA, miércoles, 16 julio 2008 (ZENIT.org).- Todos los participantes en las Jornadas Mundiales de la Juventud han visto la Cruz de los Jóvenes --ha presidido en la tarde del martes la misa de inauguración--, pero muy pocos conocen las peripecias de sus orígenes.
Las ha narrado el cardenal Paul Josef Cordes, hoy presidente del Consejo Pontificio "Cor Unum", quien en la primera Jornada Mundial de la Juventud, en 1984, era vicepresidente del Consejo Pontificio para los Laicos.
Reveló esta historia inédita de la Cruz al celebrar los 25 años del Centro Internacional Juvenil San Lorenzo, dependiente de la Santa Sede, el 15 de marzo pasado.
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Las Jornadas de la Juventud se han convertido en una cadena que une países y continentes. Esto se hizo también evidente en Colonia cuando el país fue invadido por una gran multitud internacional de jóvenes globales pacíficos, entusiasmados por la primera vez de un Papa alemán. La fuerza comunional de la fe se encarna de modo especialmente tangible cada vez que en la jornada conclusiva se produce la entrega de la Cruz del Año Santo. Dada la importancia de tal Cruz, querría decir lo que sé de su historia; porque esta historia se inicia también en el Centro san Lorenzo.
A comienzos del Año Santo extraordinario de 1983/84, el Santo Padre se dio cuenta de que en la basílica de San Pedro faltaba una cruz alta que atrajera la mirada de quien allí rezaba. Hizo por tanto colocar en la Confesión un cruz de madera de dos metros largos. Cuando atravesó por última vez la Puerta Santa, entregó esta cruz a los jóvenes del Centro San Lorenzo y, como si hablara en privado, dijo a los cinco que la recibían: "Al acabar el Año Santo, os confío el signo de este año jubilar: la Cruz de Cristo. Llevadla al mundo como signo del amor de Jesús a la humanidad y anunciad a todos que sólo en Cristo, el Señor muerto y resucitado, hay salvación y redención".
Los jóvenes del Centro San Lorenzo estaban ya conquistados cuando me contaron esto. Tenían la intención de llevar de verdad la Cruz por el mundo. Pensé en redimensionar su fervoroso entusiasmo diciendo que cada uno lleva su cruz al mundo. Pero ellos tenían la intención de tomarse a la letra la consigna del Papa. Acabé por ceder ante su insistencia. Pero, ¿a quién interesaba una cruz de madera, aunque hubiera sido alzada en San Pedro en el Vaticano, por más que fuera un deseo del Papa? Tuvimos por tanto que adjudicar un lugar específico a la Cruz con un acto de culto. Y henos aquí entonces en pequeña comitiva rezando y cantando por las calles de Roma, dirigiéndonos hacia los centros de los diversos movimientos espirituales: Comunión y Liberación, los carismáticos, la parroquia de los Mártires Canadienses con comunidades del Camino Neocatecumenal... Al final de las procesiones, se celebraban catequesis, la liturgia y una adoración solemne de la Cruz, a menudo según el estilo de la comunidad monástica de Taizé.
Poco después, en julio de 1984, tuvo lugar en Munich el ‘Katholikentag'. Creamos un estuche de metal para poder transportar nuestra cruz y volamos a Baviera. El obispo auxiliar, monseñor Tewes, ya difunto, era el responsable de la liturgia. Le pedimos que hiciera erigir para la celebración conclusiva, en el ‘Olimpiastadion', una cruz grande y sencilla de madera que fuera visible para todos. Pero le costaba comprender nuestra petición: ¡Traer desde Roma una cruz de madera! ¿Acaso en Munich escaseaban cruces suficientemente bellas? Insistimos diciendo que era la Cruz del Año Santo, y el Papa nos había exhortado a llevarla por el mundo como signo de la salvación que viene de Cristo. Monseñor Tewes sigió dando largas. Entonces nos pusimos a recorrer las calles, esta vez de la capital bávara, armados con un megáfono, rezando y cantando. Fue grande nuestra alegría cuando el obispo accedió a nuestro deseo y la Cruz tuvo su lugar de honor durante la ceremonia conclusiva.
En el encuentro siguiente con el Santo Padre pude referirle: "Los jóvenes del Centro San Lorenzo han cumplido el encargo recibido de llevar la Cruz del Año Santo por el mundo". Por toda respuesta el Papa dijo: "Entonces llevadla al cardenal Tomacek a Praga". No era para nada fácil hacerlo por razones políticas. Checoslovaquia era uno de los países más fuertemente seguidores del comunismo. La Iglesia no tenía allí libertad ni espacio vital. Y el gran opositor del régimen, el cardenal de Praga, estaba totalmente aislado y controlado visualmente. Sólo con alguna estratagema lograríamos llevar la Cruz hasta el héroe de la resistencia anticomunista, que entonces ya tenía 86 años, y consolarlo en su arresto domiciliario.
Los jóvenes proyectaron el plan: obtener el visado para un grupo de estudiantes de la Universidad de Tubinga en viaje de estudios a Praga. Las autoridades comunistas concedieron la visa de entrada, y ellos lograron camuflarse como un equipo de albañiles, entrar en el alojamiento del cardenal y transportar allí a escondidas la Cruz. El cardenal estaba conmovido hasta las lágrimas y bendijo a aquellos jóvenes temerarios que con gran riesgo personal y peligro le habían manifestado el afecto del Papa. Se hicieron fotos que luego serían publicadas en uno de los mayores diarios alemanes, causando gran sensación.
Desde entonces a hoy, la Cruz del Año Santo ha hecho, por así decir, carrera. Ahora ya no se llama "Cruz del Año Santo" sino "Cuz de la Jornada de la Juventud". El deseo de ternerla es tal que ha habido que hacer duplicados, para que ante ella, en el mundo entero, se pueda recordar el amor de Jesús. Ante ella han rezado jóvenes de todos los continentes y, gracias a tales oraciones alguno ha redescubierto la relación entre los propios pecados y la pasión del Señor y, tras años y años, ha reencontrado el camino del confesonario. ¡Verdaderamente la Cruz ha sido un signo eficaz de salvación!
Traducido del italiano por Nieves San Martín