PARÍS, viernes, 12 septiembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI durante el encuentro que mantuvo con las autoridades del Estado en el palacio del Elíseo, en la mañana de este viernes, poco después de haber aterrizado en París. El Papa tomó la palabra tras el discurso de bienvenida que le dirigió el presidente Nicolas Sarkozy.
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Señoras y Señores, queridos amigos
Al pisar el suelo de Francia por vez primera desde que la providencia me llamó a la Sede de Pedro, me ha emocionado y honrado la calurosa acogida que me han brindado. Le estoy muy agradecido, Señor Presidente, por la cordial invitación que me hizo para visitar su país, así como por las amables palabras de bienvenida que acaba de dirigirme.
¿Cómo no recordar la visita que Vuestra Excelencia me hizo en el Vaticano hace nueve meses? Por su medio, saludo a todos los habitantes de este país con una historia milenaria, un presente rico de acontecimientos y un porvenir prometedor. Sepan que Francia está a menudo en el corazón de la oración del Papa, que no puede olvidar lo que ella ha aportado a la Iglesia a lo largo de los pasados veinte siglos. La razón primera de mi viaje es la celebración del ciento cincuenta aniversario de las apariciones de la Virgen María, en Lourdes. Deseo unirme a la incontable muchedumbre de peregrinos de todo el mundo que llegan a lo largo de este año al santuario mariano, animados por la fe y el amor. Es una fe, es un amor que deseo celebrar en su país, durante las cuatro jornadas de gracia que podré pasar aquí.
Mi peregrinación a Lourdes debía pasar por París. Su capital me es familiar y la conozco bastante. A menudo he estado aquí y, a lo largo de los años, por causa de mis estudios y responsabilidades anteriores, he hecho buenas amistades humanas e intelectuales. Vuelvo con alegría, feliz por la oportunidad que se me presenta de homenajear el imponente patrimonio de cultura y de fe que ha fraguado su país de manera espléndida durante siglos y que ha dado al mundo grandes figuras de servidores de la Nación y de la Iglesia, cuyo magisterio y ejemplo han traspasado vuestras fronteras geográficas y nacionales para dejar su huella en el mundo. Durante su visita a Roma, Señor Presidente, Usted ha recordado que las raíces de Francia, como las de Europa, son cristianas. Basta la historia para demostrarlo: desde sus orígenes, su País ha recibido el mensaje del Evangelio. Aunque a veces carezcamos de documentación, consta fehacientemente la existencia de comunidades cristianas en las Galias desde una fecha muy lejana: ¡cómo no recordar sin emoción que la ciudad de Lión tenía ya obispo a mediados del siglo II y que San Ireneo, autor de Adversus haereses, dio un testimonio elocuente de la robustez del pensamiento cristiano! Ahora bien, san Ireneo vino de Esmirna para predicar la fe en Cristo resucitado. Lión tenía un obispo cuya lengua materna era el griego: ¡qué signo tan hermoso de la naturaleza y destino universales del mensaje cristiano! Implantada en época antigua en vuestro país, la Iglesia ha jugado un papel civilizador que me es grato resaltar en este lugar. Usted mismo hizo alusión a él en su discurso en el Palacio de Letrán el pasado mes de diciembre. Transmisión de la cultura antigua a través de monjes, profesores y amanuenses, formación del corazón y del espíritu en el amor al pobre, ayuda a los más desamparados mediante la fundación de numerosas congregaciones religiosas, la contribución de los cristianos a la organización de instituciones de las Galias, posteriormente de Francia, es sabido más que de sobra para no tener que recordarlo.
Los millares de capillas, iglesias, abadías y catedrales que adornan el corazón de vuestras ciudades o la soledad de vuestras tierras son signo elocuente de cómo vuestros padres en la fe quisieron honrar a Aquel que les había dado la vida y que nos mantiene en la existencia.
Numerosas personas, también aquí en Francia, se han detenido para reflexionar acerca de las relaciones de la Iglesia con el Estado. Ciertamente, en torno a las relaciones entre campo político y campo religioso, Cristo ya ofreció el criterio para encontrar una justa solución a este problema al responder a una pregunta que le hicieron afirmando: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mc 12,17). La Iglesia en Francia goza actualmente de un régimen de libertad. La desconfianza del pasado se ha transformado paulatinamente en un diálogo sereno y positivo, que se consolida cada vez más. Un instrumento nuevo de diálogo existe desde el 2002 y tengo gran confianza en su trabajo porque la buena voluntad es recíproca.
Sabemos que quedan todavía pendientes ciertos temas de diálogo que hará falta afrontar y afinar poco a poco con determinación y paciencia. Por otra parte, Usted, Señor Presidente, utilizó la expresión «laicidad positiva» para designar esta comprensión más abierta. En este momento histórico en el que las culturas se entrecruzan cada vez más entre ellas, estoy profundamente convencido de que una nueva reflexión sobre el significado auténtico y sobre la importancia de la laicidad es cada vez más necesaria. En efecto, es fundamental, por una parte, insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos, como la responsabilidad del Estado hacia ellos y, por otra parte, adquirir una más clara conciencia de las funciones insustituibles de la religión para la formación de las conciencias y de la contribución que puede aportar, junto a otras instancias, para la creación de un consenso ético de fondo en la sociedad.
El Papa, testigo de un Dios que ama y salva, se esfuerza por ser sembrador de caridad y esperanza. Toda sociedad humana tiene necesidad de esperanza, y esta necesidad es todavía más fuerte en el mundo de hoy que ofrece pocas aspiraciones espirituales y pocas certezas materiales.
Los jóvenes son mi mayor preocupación. Algunos de ellos tienen dificultad en encontrar una orientación que les convenga o sufren una pérdida de referencia en su vida familiar. Otros experimentan todavía los límites de un pluralismo religioso que los condiciona. A veces marginados y a menudo abandonados a sí mismos, son frágiles y tienen que hacer frente solos a una realidad que les sobrepasa. Hay, pues, que ofrecerles un buen marco educativo y animarlos a respetar y ayudar a los otros, para que lleguen serenamente a la edad de la responsabilidad. La Iglesia puede aportar en este campo una contribución específica. La situación social de occidente, por desgracia marcada por un avance solapado de la distancia entre ricos y pobres, también me preocupa. Estoy seguro que es posible encontrar soluciones justas que, sobrepasando la inmediata ayuda necesaria, vayan al corazón de los problemas, para proteger a los débiles y fomentar su dignidad. A través de numerosas instituciones y actividades, la Iglesia, igual que numerosas asociaciones en vuestro país, trata con frecuencia de remediar lo inmediato, pero es al Estado al que compete legislar para erradicar las injusticias. En un contexto mucho más amplio, Señor Presidente, me preocupa igualmente el estado de nuestro planeta. Con gran generosidad, Dios nos ha confiado el mundo que Él ha creado. Hay que aprender a respetarlo y protegerlo aún más. Me parece que ha llegado el momento de hacer propuestas más constructivas para garantizar el bien de las generaciones futuras.
El ejercicio de la Presidencia de la Unión Europea es la ocasión para vuestro país de dar testimonio del compromiso de Francia, de acuerdo a su noble tradición, con los derechos humanos y su promoción para el bien de la persona y la sociedad. Cuando el europeo llegue a experimentar personalmente que los derechos inalienables del ser humano, desde su concepción hasta su muerte natural, así como los concernientes a su educación libre, s
u vida familiar, su trabajo, sin olvidar naturalmente sus derechos religiosos, cuando este europeo, por tanto, entienda que estos derechos, que constituyen una unidad indisociable, están siendo promovidos y respetados, entonces comprenderá plenamente la grandeza de la construcción de la Unión y llegará a ser su artífice activo. Señor Presidente, la tarea que os incumbe no es fácil. Los tiempos son inciertos, y es una empresa ardua vislumbrar la justa vía entre los meandros de la cotidianeidad social y económica, nacional e internacional. En particular, frente al peligro del resurgir de viejos recelos, tensiones y contraposiciones entre las Naciones, de las que hoy somos testigos con preocupación, Francia, históricamente sensible a la reconciliación entre los pueblos, está llamada a ayudar a Europa a construir la paz dentro de sus fronteras y en el mundo entero.
A este respecto, es importante promover una unidad que no puede ni quiere transformarse en uniformidad, sino que sea capaz de garantizar el respeto de las diferencias nacionales y de las tradiciones culturales, que constituyen una riqueza en la sinfonía europea, recordando, por otra parte, que «la propia identidad nacional no se realiza sino es en apertura con los demás pueblos y por la solidaridad con ellos» (Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa, n. 112). Confío que vuestro país cooperará cada vez más a que este siglo progrese hacia la serenidad, la armonía y la paz.
Señor Presidente, queridos amigos, deseo una vez más manifestar mi agradecimiento por este encuentro. Cuenten con mi plegaria ferviente por su hermosa Nación, para que Dios le conceda paz y prosperidad, libertad y unidad, igualdad y fraternidad. Encomiendo estos deseos a la intercesión maternal de la Virgen María, patrona principal de Francia. ¡Que Dios bendiga a Francia y a todos los franceses!
[Traducción del original francés distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]