Homilía del Papa a los sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y diáconos

En las vísperas de la catedral de Notre-Dame de París

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PARÍS, viernes, 12 septiembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció este al caer de la noche este viernes durante la celebración de las Vísperas en la catedral de Notre-Dame de París con los sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y diáconos.

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Queridos hermanos cardenales y obispos,
señores canónigos del cabildo catedral,
señores capellanes de Notre-Dame,
queridos sacerdotes y diáconos,
queridos amigos miembros de las Iglesias y comunidades eclesiales no católicas,
queridos hermanos y hermanas

Bendito sea Dios que nos permite encontrarnos en un lugar tan entrañable para los parisinos, pero también para todos los franceses. Bendito sea Dios, que nos da la gracia de ofrecerle nuestra oración vespertina para alabarlo como se merece con las palabras que la liturgia de la Iglesia ha heredado de la liturgia sinagogal celebrada por Cristo y sus primeros discípulos. Sí, bendito sea Dios por venir en nuestro auxilio –in adiutorium nostrum– y ayudarnos a realizar la ofrenda del sacrificio de nuestros labios.

Estamos en la Iglesia Madre de la Diócesis de París, la catedral de Notre-Dame, que se yergue en el corazón de la cité como un signo vivo de la presencia de Dios en medio de los hombres. Mi Predecesor Alejandro III puso la primera piedra, los Papas Pío VII y Juan Pablo II la honraron con su visita, y estoy feliz de seguir sus huellas, después de haber estado aquí hace un cuarto de siglo para dictar una conferencia sobre catequesis. Es difícil no dar gracias a Aquel que ha creado tanto la materia como el espíritu, por la belleza del edificio que nos acoge. Los cristianos de Lutecia ya habían construido una catedral dedicada a san Esteban, protomártir, pero, al quedar demasiado pequeña, paulatinamente fue reemplazada, entre los siglos XII al XIV, por la que admiramos actualmente. La fe de la Edad Media edificó catedrales, y vuestros antepasados vinieron aquí para alabar a Dios, encomendarle sus esperanzas y profesarle su amor. Grandes acontecimientos religiosos y civiles se desarrollaron en este santuario, en el que los arquitectos, los pintores, los escultores y los músicos aportaron lo mejor de sí mismos. Baste recordar, entre otros, los nombres del arquitecto Jean de Chelles, del pintor Charles Le Brun, del escultor Nicolas Coustou y de los organistas Louis Vierne y Pierre Cochereau. El arte, camino hacia Dios, y la oración coral, alabanza de la Iglesia al Creador, ayudaron a Paul Claudel, que asistía a las Vísperas del día de Navidad de 1886, a encontrar el camino hacia una experiencia personal de Dios. Es significativo que Dios haya iluminado su alma precisamente durante el canto del Magnificat, en el que la Iglesia escucha el canto de la Virgen María, Patrona de estas tierras, que recuerda al mundo que el Todopoderoso ha enaltecido a los humildes (cf. Lc 1,52). Teatro de conversiones menos conocidas, pero no menos reales, cátedra donde predicadores del Evangelio, como los Padres Lacordaire, Monsabré y Samson, supieron transmitir la llama de su pasión a los auditorios más variados, la catedral de Notre-Dame permanece con razón como uno de los monumentos más célebres del patrimonio de vuestro país. Las reliquias del Lignum Crucis y de la corona de espinas, que acabo de venerar, como es costumbre desde San Luis, han encontrado hoy un cofre digno de ellas, que constituye la ofrenda del espíritu humano al Amor creador.

Bajo las bóvedas de esta histórica catedral, testigo de la constante comunicación que Dios ha querido entablar entre los hombres y Él, la Palabra acaba de resonar bajo estas bóvedas para ser la materia de nuestro sacrificio vespertino, evidenciado por la ofrenda del incienso que hace visible la alabanza a Dios. Providencialmente, las palabras del salmista describen la emoción de nuestra alma con una precisión que no nos habríamos atrevido a imaginar: «¡Qué alegría cuando me dijeron: ‘Vamos a la casa del Señor’!» (Sal 121,1). Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi: el gozo del salmista, contenido en estas palabras del salmo, se expande en nuestros corazones y suscita en ellos un eco profundo. Alegría en ir a la casa del Señor, porque, los Padres nos lo han enseñado, esta casa no es más que el símbolo concreto de la Jerusalén de arriba, la que desciende hacia nosotros (cf. Ap 21,2) para ofrecernos la más bella de las moradas. «Si moramos en ella -escribe san Hilario de Poitiers-, somos conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, porque es la casa de Dios» (Tratado sobre los salmos, 121,2). Y San Agustín reafirma: «Este salmo aspira a la Jerusalén celeste. Es uno de los cánticos graduales, que no se compusieron para bajar, sino para subir. En nuestro exilio, suspiramos, en la patria gozaremos; pero a veces, durante nuestro exilio, nos encontramos con compañeros que han visto la ciudad santa y que nos invitan a correr hacia ella» (Comentario sobre los salmos, 121, 2). Queridos amigos, durante estas vísperas, nos unimos con el pensamiento y la oración a las innumerables voces de los que han cantado este salmo, aquí mismo, antes que nosotros, desde hace siglos y siglos. Nos unimos a los peregrinos que subían a Jerusalén y las gradas de su templo, nos unimos a los millares de hombres y mujeres que comprendieron que su peregrinación en la tierra encuentra su meta en el cielo, en la Jerusalén eterna, y que confiaron en Cristo como guía. ¡Qué gozo, pues, saber que estamos rodeados por tan gran muchedumbre de testigos!

Nuestra peregrinación hacia la ciudad santa no sería posible, si no se hiciera como Iglesia, semilla y prefiguración de la Jerusalén de arriba. «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (Sal 126,1). Quién es este Señor sino Nuestro Señor Jesucristo. Fue Él quien fundó la Iglesia, quien la ha edificado sobre la roca, sobre la fe del Apóstol Pedro. Como dice también san Agustín: «Es el Señor Jesucristo quien construye su propia casa. Muchos son los que trabajan en la construcción, pero, si Él no construye, en vano se cansan los albañiles» (Comentarios sobre los salmos, 126,2). Ahora bien, queridos amigos, Agustín se plantea la cuestión de saber quiénes son los albañiles, y él mismo responde: «Todos los que predican la palabra de Dios en la Iglesia, los dispensadores de los misterios de Dios. Todos nos esforzamos, todos trabajamos, todos construimos ahora»; pero es sólo Dios quien, en nosotros, «edifica, quien exhorta, quien amonesta, quien abre el entendimiento, quien os conduce a las verdades de la fe» (Ibid.). ¡Qué maravilla reviste nuestra actividad al servicio de la divina Palabra! Somos instrumentos del Espíritu; Dios tiene la humildad de pasar a través de nosotros para sembrar su Palabra. Llegamos a ser su voz después de haber vuelto el oído a su boca. Ponemos su Palabra en nuestros labios para ofrecerla al mundo. La ofrenda de nuestra plegaria le es agradable y le sirve para comunicarse con todos los que nos encontramos. En verdad, como dice Pablo a los Efesios: «Él nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales» (1,3), ya que nos ha escogido para ser sus testigos hasta los confines de la tierra y nos ha elegido antes de nuestra concepción, por un don misterioso de su gracia.

Su Palabra, el Verbo, que desde siempre esta junto a Él (cf. Jn 1,1), nació de una mujer, nacido bajo la Ley, «para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción (Ga 4,4-5). El Hijo de Dios se encarnó en el seno de una Mujer, de una Virgen. Vuestra catedral es un himno vivo de piedra y de luz para alabanza de este acto único de la historia humana: la Palabra eterna de Dios entrando en la historia de los hombres en la plenitud de los tiempos para rescatarlos por la ofrenda de sí mismo en el sacrificio de la Cruz. Las liturgias de la tierr
a, ordenadas todas ellas a la celebración de un Acto único de la historia, no alcanzarán jamás a expresar totalmente su infinita densidad. En efecto, la belleza de los ritos nunca será lo suficientemente esmerada, lo suficientemente cuidada, elaborada, porque nada es demasiado bello para Dios, que es la Hermosura infinita. Nuestras liturgias de la tierra no podrán ser más que un pálido reflejo de la liturgia, que se celebra en la Jerusalén de arriba, meta de nuestra peregrinación en la tierra. Que nuestras celebraciones, sin embargo, se le parezcan lo más posible y la hagan presentir.

Desde ahora, la Palabra de Dios nos ha sido dada para ser el alma de nuestro apostolado, el alma de nuestra vida de sacerdotes. Cada mañana, la Palabra nos despierta. Cada mañana, el Señor mismo nos «espabila el oído» (Is 50,5) para los salmos del Oficio de Lecturas y Laudes. A lo largo de la jornada, la Palabra de Dios se convierte en la materia de la oración de toda la Iglesia, que desea así dar testimonio de su fidelidad a Cristo. Según la célebre fórmula de san Jerónimo, que será retomada por la XII Asamblea del Sínodo de los Obispos, en el próximo mes de octubre: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo» (Prólogo del comentario a Isaías). Queridos hermanos sacerdotes, no tengáis miedo de dedicar mucho tiempo a la lectura, a la meditación de la Escritura y al rezo del Oficio divino. Casi sin saberlo, la Palabra leída y meditada en la Iglesia actúa sobre vosotros y os transforma. Como manifestación de la Sabiduría de Dios, si se transforma en la «compañera» de vuestra vida, será vuestra «compañera en la prosperidad», vuestro «alivio en las preocupaciones y tristezas» (Sab 8,9).

«La Palabra de Dios es viva y eficaz; más tajante que espada de doble filo», como escribe el autor de la Carta a los Hebreos (4,12). A vosotros, queridos seminaristas, que os preparáis para recibir el Sacramento del Orden, para participar en el triple oficio de enseñar, regir y santificar, esta Palabra se os entrega como un bien precioso. Gracias a ella, meditándola cotidianamente, entráis en la vida misma de Cristo que estáis llamados a proclamar a vuestro alrededor. Con su Palabra, el Señor Jesús instituyó el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre; con su Palabra, curó a los enfermos, expulsó a los demonios, perdonó los pecados; por su Palabra, reveló a los hombres los misterios escondidos del Reino. Estáis destinados a ser depositarios de esta Palabra eficaz, que hace lo que dice. Conservad siempre el gusto por la Palabra de Dios. Aprended, por su medio, a amar a todos los que encontréis en vuestro camino. Nadie sobra en la Iglesia, nadie. Todo el mundo puede y debe encontrar su lugar.

Y vosotros, queridos Diáconos, colaboradores eficaces de los Obispos y Sacerdotes, continuad amando la Palabra de Dios: proclamáis el Evangelio en la celebración eucarística; lo comentáis en la catequesis a vuestros hermanos y hermanas; ponedlo en el centro de vuestra vida, de vuestro servicio al prójimo, de toda vuestra diaconía. Sin buscar sustituir a los presbíteros, sino ayudándolos con amistad y eficacia, sed testigos vivos del poder infinito de la divina Palabra.

Por un título especial, los religiosos, las religiosas y todas las personas consagradas viven de la Sabiduría de Dios, expresada en su Palabra. La profesión de los consejos evangélicos os ha configurado, queridos consagrados, con Aquel que, por nosotros, se hizo pobre, obediente y casto. Vuestra única riqueza -la única, verdaderamente, que traspasará los siglos y el dintel de la muerte- es la Palabra del Señor. Él ha dicho: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35). Vuestra obediencia es, etimológicamente, una escucha, ya que el vocablo «obedecer» viene del latín obaudire, que significa tender el oído hacia algo o alguien. Obedeciendo, volvéis vuestra alma hacia Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida (cf. Jn 14,6) y que os dice, como san Benito enseñaba a sus monjes: «Escucha, hijo mío, las instrucciones del maestro y prepara el oído de tu corazón» (Regla de San Benito, Prólogo). En fin, dejaos purificar cada día por Aquel que nos dice: «A todo sarmiento que da fruto, [mi Padre] lo poda, para que dé más fruto» (Jn 15,2). La pureza de la divina Palabra es el modelo de vuestra propia castidad; garantía de fecundidad espiritual.

Con una confianza inquebrantable en el poder de Dios que nos ha salvado «en esperanza» (cf. Rom 8,24) y que quiere hacer de nosotros un solo rebaño bajo el cayado de un solo pastor, Cristo Jesús, ruego por la unidad de la Iglesia. Saludo de nuevo con respeto y afecto a los representantes de las Iglesias cristianas y de las comunidades eclesiales, que han venido a rezar fraternalmente Vísperas con nosotros en esta catedral. El poder de la Palabra de Dios es tal que podemos todos tener confianza en él, como siempre lo hizo san Pablo, nuestro intercesor privilegiado en este año. Despidiéndose en Mileto de los presbíteros de la ciudad de Éfeso, no dudó en dejarlos en «manos de Dios y de su palabra, que es gracia» (Hch 20,32), poniéndolos en guardia contra toda forma de división. Pido ardientemente al Señor que crezca en nosotros el sentido de esta unidad de la Palabra de Dios, signo, prenda y garantía de la unidad de la Iglesia: no un amor en la Iglesia sin amor a la Palabra, no una Iglesia sin unidad en torno a Cristo redentor, no frutos de redención sin amor a Dios y al prójimo, según los dos mandamientos que resumen toda la Escritura santa.

Queridos hermanos y hermanas, en Notre-Dame, tenemos el más hermoso ejemplo de fidelidad a la Palabra divina. Esta fidelidad llegó hasta tal punto que se realizó en la Encarnación: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), dijo María con una confianza absoluta. Nuestra oración vespertina va a proclamar el Magnificat de Aquella a la que felicitan todas las generaciones, porque creyó en la realización de las palabras que le fueron dichas de parte del Señor (cf. Lc 1,45); Ella esperó contra toda esperanza en la resurrección de su Hijo; amó a la humanidad hasta el punto que se le entregó como su Madre (cf. Jn 19,27). De este modo, «se pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios» (Deus caritas est, n. 41). Podemos decirle con serenidad: «Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino» (Spe salvi, n. 50). Amén.

[Traducción del original francés distribuida por la Santa Sede

© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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