CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 17 de septiembre de 2008 (ZENIT.org).- Ofrecemos la intervención que pronunció este miércoles Benedicto XVI durante la audiencia general que concedió a los peregrinos congregados en el Aula Pablo VI para la audiencia general en la que hizo un balance de su décimo viaje apostólico internacional que tuvo como destino París y Lourdes del 12 al 15 de septiembre.
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Queridos hermanos y hermanas,
El encuentro de hoy me ofrece la oportunidad de volver a recorrer los momentos de la visita pastoral que he llevado a cabo en los días pasados a Francia; visita culminada con la peregrinación a Lourdes, con ocasión del 150 aniversario de las apariciones de la Virgen a santa Bernadette. Mientras doy fervientes gracias al Señor que me ha concedido una tan providencial posibilidad, expreso nuevamente un vivo reconocimiento al arzobispo de París, al obispo de Tarbes y Lourdes, a los respectivos colaboradores y a todos aquellos que de diversas formas han cooperado al éxito de mi peregrinación. Doy las gracias cordialmente también al presidente de la República y a las demás autoridades que me han acogido con tanta cortesía.
La visita empezó en París, donde he encontrado idealmente a todo el pueblo francés, honrando así a una amada nación en la que la Iglesia, ya desde el II siglo, ha desarrollado un fundamental papel civilizador. Es interesante que, precisamente en este contexto, haya madurado la exigencia de una sana distinción entre la esfera política y la religiosa, según el célebre dicho de Jesús: «Dad al César lo que es el César y a Dios lo que es de Dios» (Mc 12,17). Si en las monedas romanas estaba impresa la efigie del César y por esto se le debían dar, en el corazón del hombre está la impronta del Creador, único Señor de nuestra vida. La auténtica laicidad no es por tanto prescindir de la dimensión espiritual, sino reconocer que precisamente ésta, radicalmente, es garante de nuestra libertad y de la autonomía de las realidades terrenas, gracias a los dictados de la Sabiduría creadora que la conciencia humana sabe acoger y realizar.
En esta perspectiva se enmarca la amplia reflexión sobre el tema: «Los orígenes de la teología occidental y las raíces de la cultura europea», que desarrollé en el encuentro con el mundo de la cultura, en un lugar elegido por su valor simbólico. Se trata del Collège des Bernardins (Colegio de los Bernardinos, nde.), que el fallecido cardenal Jean-Marie Lustiger quiso revalorar como centro de diálogo cultural, un edificio del siglo XII construido por los cistercienses, donde han estudiado los jóvenes. Por tanto, allí está la presencia de esta teología monástica que ha originado nuestra cultura occidental. El punto de partida de mi discurso fue una reflexión sobre el monaquismo, cuya finalidad era buscar a Dios, quaerere Deum. En una época de crisis profunda de la civilización antigua, los monjes, orientados por la luz de la fe, eligieron la vía maestra: la vía de la escucha de la Palabra de Dios. Fueron, por tanto, los grandes cultivadores de la Sagrada Escritura, y los monasterios se convirtieron en escuela de sabiduría y escuelas dominici servitii, «del servicio del Señor», como los llamaba san Benito. La búsqueda de Dios llevaba a los monjes, por su naturaleza, a una cultura de la palabra. Quaerere Deum, buscar a Dios, lo buscaban en el surco de su Palabra y debían por tanto conocer cada vez más en profundidad esta Palabra. Era necesario penetrar en el secreto de la lengua, comprenderla en su estructura. Para buscar a Dios, que se nos ha revelado en la Sagrada Escritura, eran muy importantes las ciencias profanas, de cara a profundizar en el secreto de las lenguas. Se desarrolla en consecuencia en los monasterios aquella eruditio que habría consentido la formación de la cultura. Precisamente por esto, quaerere Deum – buscar a Dios, estar en camino hacia Dios, sigue siendo hoy como ayer la vía maestra y el fundamento de toda verdadera cultura.
De la búsqueda de Dios es expresión artística también la arquitectura, y no hay duda de que la catedral de Notre-Dame en París constituye un ejemplo de valor universal. Dentro de este magnífico templo, donde tuve la alegría de presidir la celebración de las Vísperas de la Beata Virgen María, exhorté a los sacerdotes, los diáconos, los religiosos, las religiosas y los seminaristas venidos de todas partes de Francia, a dar prioridad a la escucha religiosa de la divina Palabra, mirando a la Virgen María como modelo sublime. En el pórtico de Notre-Dame saludé después a los jóvenes, que habían acudido numerosos y entusiastas. A ellos, que iban a dar comienzo a una larga vigilia de oración, les entregué dos tesoros de la fe cristiana: el Espíritu Santo y la Cruz. El Espíritu abre la inteligencia humana a horizontes que la superan y le hace comprender la belleza y la verdad del amor de Dios revelado precisamente en la Cruz. Un amor del que nada podrá separarnos, y que se experimenta entregando la propia vida a ejemplo de Cristo. Tras una breve parada en el Instituto de Francia, sede de las cinco Academias nacionales: siendo yo miembro de una de las Academias, pude ver con gran alegría a mis colegas. Y después mi visita culminó con la celebración eucarística en la Explanada de los Inválidos. Haciéndome eco de las palabras del Apóstol Pablo a los Corintios, invité a los fieles de París y de toda Francia a buscar al Dios vivo, que nos ha mostrado su verdadero rostro en Jesús presente en la Eucaristía, alentándonos a amar a nuestros hermanos así como Él nos ha amado a nosotros.
Después me dirigí a Lourdes, donde pude unirme a miles de fieles en el «Camino del Jubileo», que recorre los lugares de la vida de santa Bernadette: la iglesia parroquial con la fuente bautismal donde fue bautizada; el «Cachot» (la cárcel, nde.) donde vivió de niña en gran pobreza; la Gruta de Massabielle, donde la Virgen se le apareció 18 veces. Por la tarde participé en la tradicional Procesión de las antorchas, estupenda manifestación de fe en Dios y de devoción a su y nuestra Madre. Lourdes es verdaderamente un lugar de luz, de oración, de esperanza y de conversión, fundadas sobre la roca del amor de Dios, que ha tenido su revelación culminante en la Cruz gloriosa de Cristo.
Por una feliz coincidencia, el domingo pasado la liturgia recordaba la Exaltación de la Santa Cruz, signo de esperanza por excelencia, porque es el máximo testimonio del amor. En Lourdes, en la escuela de María, primera y perfecta discípula de Cristo, los peregrinos aprenden a considerar las cruces de su propia vida a la luz de la Cruz gloriosa de Cristo. Apareciéndose a Bernadette, en la Gruta de Massabielle, el primer gesto que hizo María fue precisamente el Signo de la Cruz, en silencio y sin palabras. Y Bernadette la imitó haciendo a su vez el Signo de la Cruz, aunque temblándole la mano. Y así la Virgen dio una primera iniciación en la esencia del cristianismo: el Signo de la Cruz es la suma de nuestra fe, y haciéndolo con corazón atento entramos en el pleno misterio de nuestra salvación. ¡En ese gesto de la Virgen está todo el mensaje de Lourdes! Dios nos ha amado que se ha dado a sí mismo por nosotros: éste es el mensaje de la Cruz, «misterio de muerte y de gloria». La Cruz nos recuerda que no existe verdadero amor sin sufrimiento, no hay don de la vida sin dolor. Muchos aprenden esta verdad en Lourdes, que es una escuela de fe y esperanza, porque es también escuela de caridad y de servicio a los hermanos. Es en este contexto de fe y de oración donde se ha celebrado el importante encuentro con el episcopado francés: ha sido un momento de intensa comunión espiritual, en el que hemos confiado juntos a la Virgen las esperanzas comunes y las preocupaciones pastorales.
La etapa sucesiva fue la procesión eucarística con miles de fieles, entre los
cuales, como siempre, muchos enfermos. Ante el Santísimo Sacramento, nuestra comunión espiritual con María he ha hecho aún más intensa y profunda porque Él nos da ojos y corazón capaces de contemplar a su Hijo Divino en la santa Eucaristía. Era conmovedor el silencio de estos miles de personas ante el Señor; un silencio no vacío, sino lleno de oración y de conciencia de la presencia del Señor, que nos ha amado hasta subir a la cruz por nosotros. La jornada del lunes 15 de septiembre, memoria litúrgica de la Beata Virgen de los Dolores, estuvo dedicada de forma especial a los enfermos. Tras una breve visita a la Capilla del Hospital, donde Bernadette recibió la Primera Comunión, en el pórtico de la basílica del Rosario, presidí la celebración de la Santa Misa, durante la cual administré el sacramento de la Unción de los enfermos. Con los enfermos y con cuantos los cuidan, quise meditar sobre las lágrimas de María derramadas bajo la Cruz, y sobre su sonrisa, que ilumina la mañana de Pascua.
Queridos hermanos y hermanas, damos gracias juntos al Señor por este viaje apostólico rico de tantos dones espirituales. Particularmente, le alabamos porque María, apareciéndose a santa Bernadette, ha abierto en el mundo un espacio privilegiado para encontrar el amor divino que cura y salva. En Lourdes, la Virgen Santa invita a todos a considerar a a tierra como lugar de peregrinación hacia la patria definitiva, que es el Cielo. En realidad todos somos peregrinos, tenemos necesidad de la Madre que nos guía; y en Lourdes, su sonrisa nos invita a seguir adelante con gran confianza en la conciencia de que Dios es bueno, Dios es amor.
[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
Con ocasión del 150 aniversario de las apariciones de la Virgen a santa Bernadette, he realizado una visita pastoral en Francia. En esta nación, en que la Iglesia ha tenido un papel civilizador fundamental, ha madurado la exigencia de una sana laicidad, que no significa prescindir de la dimensión espiritual sino reconocer que ésta es garante de la libertad y de la autonomía terrena. Con el mundo de la cultura he podido reflexionar sobre cómo la búsqueda de Dios es la vía maestra y el fundamento de toda verdadera cultura. A los sacerdotes, religiosos y religiosas, y a los seminaristas, les he exhortado a dar prioridad a la escucha de la palabra divina y, a los jóvenes, les he confiado dos tesoros de la fe cristiana: el Espíritu Santo, que abre la inteligencia a horizontes más amplios, y la Cruz, que revela la verdad del amor de Dios, e invité a los fieles a buscar a Dios presente en la Eucaristía. En Lourdes he podido recorrer el «Camino del Jubileo». Lourdes es verdaderamente un lugar de luz, de oración, de esperanza y de conversión, donde los peregrinos, en esta escuela de caridad y de servicio a los hermanos, aprenden a ver sus propias cruces a la luz de la Cruz de Cristo.
Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En particular, al Capítulo de Caballeros del Corpus Christi, de Toledo, a los Seminaristas de El Salvador y a los estudiantes de Salta. Saludo también a los peregrinos y grupos parroquiales venidos de Costa Rica, España, México, Paraguay, y de otros países latinoamericanos. Os invito a acudir con fe y devoción a la Virgen María para que Ella os enseñe en vuestra vida a ser expresión de caridad y de servicio a los hermanos, siguiendo el ejemplo de Cristo en la Cruz. Que Dios os bendiga.
[Traducción del original italiano realizada por Inma Álvarez.
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