MADRID, viernes, 19 septiembre 2008 (ZENIT.org).- A mediados del pasado mes de agosto, el juez español Baltasar Garzón, a petición de varias asociaciones de descendientes de personas represaliadas por el franquismo, instaba a varias instituciones a darle datos sobre el fallecimiento de estas personas. Entre otras instituciones, se dirigió a la Conferencia Episcopal Española pidiendo que «le facilitara el acceso a los archivos parroquiales.
A primeros de septiembre, la Conferencia Episcopal respondía de forma privada al juez Garzón que sus servicios jurídicos no tenían competencias sobre dichos archivos, y que por tanto no podían atender a su petición.
Canónicamente, la Conferencia Episcopal no tiene potestad legislativa ni ejecutiva sobre las diócesis, que son plenamente soberanas en todos los asuntos que les atañen, y que sólo se encuentran sujetas a la jurisdicción de la Sede de Pedro.
Sobre esta cuestión habló a Zenit el historiador español José Andrés-Gallego, experto en Historia contemporánea y miembro del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
–Como historiador, ¿qué opinión le merece esta petición del juez Garzón a la Conferencia Episcopal? La Conferencia Episcopal ya ha contestado que no tiene competencias para facilitar al juez el acceso a archivos parroquiales.
–José Andrés-Gallego: Lo que desea cualquier historiador es que se conozca la historia y que, por tanto, se sepa todo lo que vale la pena saber. Pero no ya como historiador, sino como persona, me parece que, tanto a los historiadores, jueces, obispos, como a todo el mundo, lo que tiene que preocuparnos es convivir y -aunque no se suele decir- querernos unos a otros.
Siempre es bueno averiguar la verdad, pero sin perder de vista que eso tiene sentido porque, con ella, se puede conseguir que convivamos mejor.
No sé si el procedimiento que ha seguido Garzón es el más correcto. Para que se sepa quién vive y quién no, están precisamente los registros civiles. Quizá tenga que comenzar por ahí y, sólo si encuentra indicios -como parece que los hay- de que los registros civiles de esa época están incompletos, tendrá que proceder a las comprobaciones pertinentes.
Uno de los caminos, sin duda, es el de los registros parroquiales de defunción. Pero, si tiene potestad para ello, lo lógico es que pida a los párrocos las correspondientes certificaciones. Es lo que hacemos todos cuando nos hace falta.
A los obispos -y que yo sepa-, lo que les compete es servir a todos los demás para que encuentren mejor a Dios. Así como suena. Garzón es hombre de formación hondamente católica -me consta- y lo sabe perfectamente.
–¿Podría darnos números y datos que ilustren de cuántos muertos hubo aproximadamente de uno y otro bando, es decir, cuáles son las dimensiones reales de estos hechos?
–José Andrés-Gallego: No se ha hecho un cálculo fiable de las víctimas. Hay dos razones (en realidad, dos grupos de razones) que lo han impedido hasta ahora. Uno es que, en una guerra, los registros de mortandad no siempre se pueden llevar con el rigor necesario.
Por ley, todas las muertes que tuvieron lugar durante la guerra y después de ella tendrían que haber sido recogidas en los registros civiles, cualquiera que fuese la causa del fallecimiento. Pero, en no > pocos casos, las inscripciones se hicieron después, ya acabada la guerra. Y no hay seguridad de que se dejara constancia de todas.
Habría, por tanto, que proceder, primero de todo, a una revisión y actualización de los registros civiles. Cosa que no es competencia de los obispos ni de los párrocos, sino de los registradores. Puede ser, eso sí, excesivamente costoso. Pero corresponde a los jueces y a los legisladores decidir si compensa o no. Y desde luego compensaría -a mi juicio- si, con eso, pudiera mejorarse la convivencia.
A falta de eso, sólo contamos con sondeos y con estimaciones aproximadas, que oscilan por lo menos entre los 75.000 y los 250.000 muertos. Es tanto como desconocerlo todo. Y suscita todo género de reservas el hecho de que las cifras oscilen como oscilan en función de las preferencias políticas de quien las propone, sea de derechas o de izquierdas.
Yo partiría de la hipótesis (sin olvidar jamás que no pasa de ser una hipótesis) de que la represión fue desmedida en los dos bandos entre julio y noviembre de 1936. No me extrañaría que, en ese
período, el número de muertos se pareciera en ambas partes. Los gobernantes de las dos zonas prohibieron reiteradamente que se llevará a cabo ejecución alguna sin juicio previo. Pero las autoridades de la zona republicana nunca tuvieron fuerza suficiente para hacerlo cumplir, en tanto que los militares sublevados con Franco lo consiguieron en gran medida en el otoño de 1936.
Desde esa fecha, por lo tanto, la represión fue completamente distinta. En la zona republicana, siguió sin control, en tanto que, en la de Franco, fue fruto -en la mayoría de los casos- de sentencias dictadas por jueces, tras juicios, eso sí, sumarísimos, como era y es característico de la jurisdicción militar, máxime en tiempos de guerra.
De que esos juicios sumarísimos se hicieron a veces a partir de denuncias completamente falsas, doy fe por la experiencia de mi propia familia. No puedo decir más porque no hay estudios fiables.
Pero no hay que dar por supuesto que la diferencia de procedimiento hiciera que los muertos en un bando fuesen menos que en el otro. Habría que comprobarlo. Lo que sí es verosímil es que la arbitrariedad fuera mayor en una zona que en otra. Pero no que dejase de haber arbitrariedad en alguna de ellas.
Una vez terminada la guerra, es obvio que las autoridades y militantes de la zona republicana no pudieron continuar la represión como las franquistas. Sólo cabe hacer conjeturas de lo que habrían hecho los comunistas a juzgar por las purgas que llevó a cabo Stalin, y ellos y los socialistas y todos los demás a juzgar por lo que hicieron los de la Resistencia francesa cuando se vino abajo el régimen de Vichy (Resistencia a la que se habían incorporado bastantes exiliados españoles).
La cifra de los franceses a quienes mataron -unos u otros, entre los enemigos del mariscal Petain- se conoce desde hace años y las cifras son similares a las que se suponen para España. Lo que ocurre es que los franceses tienen el sentido común de no insistir en ello ni mucho menos pelearse por esa razón. Pero fue una represión semejante a la española, sólo que de signo político distinto. Y se ha comprobado que, en no pocos casos, se trató de verdaderos ajustes de cuentas e incluso asesinatos que, en realidad, tenían poco que ver con la política.
Se puede alegar -con razón- que no pocos de los ejecutados en la represión que siguió en España a la guerra habían cometido verdaderos asesinatos (probados). Pero, aun así, hubo falsedades y exageraciones sincuento.
-¿Cuál fue la labor de la Iglesia española en relación con las represalias de uno y otro bando? ¿Se puede «colgar» a la Iglesia, como algunos grupos pretenden, la responsabilidad sobre ellas?
–José Andrés-Gallego: A Franco y a quienes pudieron ejercer alguna influencia sobre él, les faltó la magnanimidad necesaria para perdonar. Se lo pidieron pública y privadamente varios obispos (me consta de Pildáin, de Olaechea, de Gomá…). Pero no que se les hizo caso y, ciertamente, no fueron más allá con sus peticiones. De monseñor Pildáin, sí se recuerda que llegó a ir al lugar donde se ejecutaba a la gente para ponerse en medio e impedirlo.
En todo caso, pedir cuentas de lo que hicieron o dejaron de hacer los obispos y nada más me parece una forma de escurrir el bulto. Para empezar, la guerra de 1936 fue una guerra entre bautizados. Por tanto, en el sentido más profundo de la realidad, fue una guerra que se desarrolló en el seno de la Igles
ia. A estas alturas, no debería hacer falta recordar que la Iglesia la formamos todos los bautizados, incluidos los que no van a misa.
Lo que hay que preguntarse, en consecuencia, es cómo aquellos españoles de 1936 y de 1939 -en su inmensa mayoría, bautizados (de izquierdas o derechas)- llegaron a acumular todo el odio que acumularon y no fueron capaces de superarlo y sustituirlo por la caridad y el perdón que exigió a gritos el obispo Olaechea desde el púlpito de San Agustín de Pamplona.
Lo que se podría llamar la cristiandad española (repito: de izquierdas y derechas) pasó de ser mártir y martirizadora en 1936 a ser simplemente mezquina desde 1939 (y durante no pocos años). Eso es, a mi entender, lo que valdría la pena aclarar y no afanarse en cavar cunetas. No hace falta que a uno lo subvencionen para saber que, a la mayoría, unos y otros los mataban en las tapias del camposanto más cercano y arrojaban el cadáver a la fosa común.
–Siempre como historiador, qué le parece el desarrollo que está tomando la Ley de Memoria Histórica.
–José Andrés-Gallego: Me temo que seguimos instalados en la mezquindad de 1939, ahora bajo el paraguas de la constitución de 1978 como antes bajo el paraguas de los Principios Fundamentales del Movimiento. A efectos de convivencia, la postura es la misma. Luego nos quejaremos de que la juventud «pasa» de nosotros. Hacen bien; aunque lo hagan mal.
Por Inma Álvarez