CIUDAD DEL VATICANO, jueves 1 de enero de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía pronunciada hoy por el Papa durante la Misa de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, Jornada Mundial de la Paz, celebrada hoy en la Basílica de san Pedro.
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Venerados Hermanos,
Señores Embajadores,
queridos hermanos y hermanas.
En el primer día del año, la divina Providencia nos reúne para una celebración que cada vez nos conmueve por la riqueza y la belleza de sus coincidencias: el Fin de Año civil se encuentra con el final de la Octava de Navidad, en la que se celebra la Divina Maternidad de María, y este encuentro encuentra una feliz síntesis en la Jornada Mundial de la Paz. En la luz del Nacimiento de Cristo, me es grato dirigir a cada uno mis mejores deseos por el año que acaba de empezar. Los dirijo, particularmente, al cardenal Renato Raffaele Martino y a sus colaboradores del Consejo Pontificio “Justicia y Paz”, con especial reconocimiento por su precioso servicio. Los dirijo al mismo tiuempo al Secretario de Estado, cardenal Tarcisio Bertone, y a la entera Secretaría de Estado; como también, con viva cordialidad, a los señores Embajadores presentes hoy en gran número. Mis votos se hacen eco del augurio que el Señor mismo nos acaba de dirigir, en la liturgia de la Palabra. Una Plabra que, a partir del acontecimiento de Belén, reevocado en su concreción histórico por el Evangelio de Lucas (2,16-21), y releído en todo su significado salvífico por el Apóstol Pablo (Gal 4,4-7), se convierte en bendición para el Pueblo de Dios y para toda la humanidad.
Se lleva así a cumplimiento la antigua tradición hebrea de la bendición (Nm 6,22-27): los sacerdotes de Israel bendecían al pueblo “poniendo sobre él el nombre” del Señor. Con una fórmula ternaria – presente en la primera lectura – el sagrado Nombre se invocaba por tres veces sobre los fieles, como auspicio de gracia y de paz. Esta remota costumbre nos lleva a una realidad esencial: para poder caminar en el camino de la paz, los hombre sy los pueblos necesitan ser iluminados por el “rostro” de Dios y ser bendecidos por su “nombre”. Precisamente esto se ha realizado de forma definitiva con la Encarnación: la venida del Hijo de Dios en nuestra carne y en la historia ha traído una bendición irrevocable, una luz que ya no se apaga nunca y que ofrece a los creyentes y a los hombres de buena voluntad la posibilidad de construir la civilización del amor y de la paz.
El Concilio Vaticano II ha dicho, al respecto, que “con la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierta forma a todo hombre” (Gaudium et spes, 22). Esta unión ha venido a confirmar el diseño original de una humanidad creada a “imagen y semejanza” de Dios. En realidad, el Verbo encarnado es la única imagen perfecta y consustancial del Dios invisible. Jesucristo es el hombre perfecto. “En Él -observa una vez más el Concilio – la naturaleza humana ha sido asumida…, por eso mismo ha sido también elevada en nosotros a una sublime dignidad” (ibid.). Por esto la historia terrena de Jesús, culminada en el misterio pascual, es el inicio de un mundo nuevo, porque ha inaugurado realmente una nueva humanidad, capaz, siempre y solo con la gracia de Cristo, de obrar una “revolución” pacífica. Una revolución no ideológica, sino espiritual, no utópica sino real, y por esto necesitada de infinita paciencia, de tiempos quizás larguísimos, evitando toda ruptura y recorriendo el camino más difícil: la vía de la maduración de la responsabilidad en las conciencias.
Queridos amigos, esta es la vía evangélica a la paz, el camino que también el Obispo de Roma está llamado a recorrer con constancia cada vez que prepara el anual Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz. Recorriendo este camino es oportuno quizás volver sobre aspectos y problemáticas ya afrontadas, pero tan importantes que requieren siempre nueva atención. Es el caso del tema que he elegido para el Mensaje de este año: “Combatir la pobreza, construir la paz”. Un tema que se presta a un doble orden de consideraciones, que ahora puedo solo señalar brevemente. Por una parte, la pobreza elegida y propuesta por Jesús, por otra la pobreza que hay que combatir para hacer al mundo más justo y solidario.
El primer aspecto encuentra su contexto ideal en estos días, en el tiempo de Navidad. El nacimiento de Jesús en Belén nos revela que Dios eligió la pobreza para sí mismo en su venida en medio de nosotros. La escena que los pastores vieron en primer lugar, y que confirmó el anuncio que les hizo el ángel, es la de un establo donde María y José habían buscado refugio, y de un pesebre en el que la Virgen había colocado al Recién Nacido envuelto en pañales (cfr Lc 2,7.12.16). Esta pobreza ha sido elegida por Dios. Quiso nacer así -pero podríamos añadir en seguida que quiso vivir y también morir así. ¿Por qué? Lo explica en términos populares san Alfonso María de Ligorio, en un cántico navideño, que conocen todos en Italia: “A Ti, que eres del mundo el Creador, faltan vestidos y fuego, o mi Señor. Querido niño, cuánto más me enamora esta pobreza, ya que te hizo pobre aún de amor”. He aquí la respuesta: el amor por nosotros a empujado a Jesús no sólo a hacerse hombre, sino a hacerse pobre. En esta misma línea podemos citar la expresión de san Pablo en la segunda Carta a los Corintios: “Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza” (8,9). Testigo ejemplar de esta pobreza por amor es san Francisco de Asís. El franciscanismo, en la historia de la Iglesia y de la civilización cristiana, constituye una difundida corriente de pobreza evangélica, que tanto bien ha hecho y sigue haciendo a la Iglesia y a la familia humana. Volviendo a la estupenda síntesis de san Pablo sobre Jesús, es significativo -también para nuestra reflexión de hoy- que haya sido inspirada al Apóstol precisamente mientras estaba exhortando a los cristianos de Corinto a ser generosos en la colecta a favor de los pobres. Él explica: “No que paséis apuros para que otros tengan abundancia, sino con igualdad” (8,13).
Este es un punto decisivo,que nos hace pasar al segundo aspecto: hay una pobreza, una indigencia, que Dios no quiere y que hay que “combatir” -como dice el tema de la Jornada Mundial de la Paz de hoy; una pobreza que impide a las personas y a las familias vivir según su dignidad; una pobreza que ofende a la justicia y a la igualdad y que, como tal, amenaza la convivencia pacífica. En esta acepción negativa entran también las formas de pobreza no material que se encuentran incluso en las sociedades ricas o desarrolladas: marginación, miseria relacional, moral y espiritual (cfr Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2008, 2). En mi mensaje he querido, una vez más. En la estela de mis Predecesores, considerar atentamente el complejo fenómeno de la globalización para valorar sus relaciones con la pobreza a gran escala. Frente a plagas difundidas como las enfermedades pandémicas (ivi, 4), la pobreza de los niños (ivi, 5) y la crisis alimentaria (ivi, 7), he debido por desgracia volver a denunciar la inaceptable carrera de armamento. Por una parte se celebra la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, y por otra se aumentan los gastos militares, violando la misma Carta de las Naciones Unidas, que emplaza a reducirlos al mínimo (cfr art. 26). Además, la globalización elimina algunas barreras, pero puede construir otras nuevas (Messaggio cit., 8), por lo que es necesario que la comunidad internacional y cada euno de los Estados estén siempre vigilando; es necesario que no bajen nunca la guardia respecto a los peligros de conflicto, al contrario, se empeñen en mantener alto el nivel de l
a solidaridad. La actual crisis económica global debe verse en este sentido como un banco de pruebas: ¿Estamos preparados para leerla, en su complejidad, como desafío para el futuro y no sólo como una emergencia a la que dar respuestas a corto plazo? ¿Estamos dispuestos a hacer juntos una revisión profunda del modelo de desarrollo dominante, para corregirlo de forma concertada y a largo plazo? Lo exigen, en realidad, más aún que las dificultades financieras inmediatas, el estado de salud ecológica del planeta y, sobre todo, la crisis cultural y moral, cuyos síntomas son evidentes desde hace tiempo en todo el mundo.
Es oportuno entonces intentar establecer un “círculo virtuoso” entre la pobreza “que elegir” y la pobreza “que combatir”. Aquí se abre una vía fecunda de frutos para el presente y para el futuro de la humanidad, que se podría resumir así: para combatir la pobreza inicua, que oprime a tantos hombres y mujeres y amenaza la paz de todos, es necesario redescubrir la sobriedad y la solidaridad, como valores evangélicos y al mismo tiempo universales. Más concretamente, no se puede combatir eficazmente la miseria, si no se hace lo que escribe san Pablo a los Corintios, es decir, si no se intenta “hacer igualdad”, reduciendo el desnivel entre quien derrocha lo superfluo y quien no tiene siquiera lo necesario. Esto comporta elecciones de justicia y de sobriedad, elecciones por otra parte obligadas por la exigencia de administrar sabiamente los limitados recursos de la tierra. Cuando afirma que Jesucristo nos ha enriquecido “con su pobreza”, san Pablo nos ofrece una indicación importanteno solo desde el punto de vista teológico, sino también en el plano sociológico. No en el sentido de que la pobreza sea un valor en sí mismo, sino porque es condición para realizar la solidaridad. Cuando Francisco de Asís se despoja de sus bienes, hace una elección de testimonio inspirada directamente por Dios, pero al mismo tiempo muestra a todos el camino de la confianza en la Providencia. Así, en la Iglesia, el voto de pobreza es el compromiso de algunos, pero nos recuerda a todos la exigencia de no apegarse a los bienes materiales y el primado de las riquezas del espíritu. He aquí el mensaje que se ofrece hoy: la pobreza del nacimiento de Cristo en Belén, además de objeto de adoración para los cristianos, es también escuela de vida para cada hombre. Ésta nos enseña que para combatir la miseria, tanto material como espiritual, el camino qe recorrer es la e la solidaridad, que ha empujado a Jesús a compartir nuestra condición humana.
Queridos hermanos y hermanas, pienso que la Virgen María se hizo más de una vez esta pregunta: ¿Por qué Jesús quiso nacer de una chica sencilla y humilde como yo? Y después, ¿por qué ha querido venir al mundo en un establo y tener como primera visita la de los pastores de Belén? La respuesta María la tuvo plenamente al final, tras haber puesto en el sepulcro el cuerpo de Jesús, muerto y envuelto en lienzos (cfr Lc 23,53). Entonces comprendió plenamente el misterio de la pobreza de Dios. Comprendió que Dios se había hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza llena de amor, para exhortarnos a frenar la voracidad insaciable que suscita lchas y divisiones, para invitarnos a frenar el ansia de poseer y a estar así disponibles a compartir y a la acogida recíproca. A María, Madre del Hijo de Dios hecho hermano nuestro, dirigimos confiados nuestra oración, para que nos ayude a seguir sus huellas, a combatir y vencer la pobreza, a construir la verdadera paz, que es opus iustitiae. A Ella confiamos el profundo deseo de vivir en paz que sube al corazón de la gran mayoría de las poblaciones israelí y palestina, una vez más puestas en peligro por la intensa violencia desatada en la franja de Gaza, en respuesta a otra violencia. También la violencia, también el odio y la desconfianza son formas de pobreza -quizás más tremendas- “que combatir”. ¡Que éstas no se extiendan! En este sentido, los pastores de esas Iglesias, en estos tristes días, han hecho oír su voz. Junto a estos y a sus queridísimos fieles, sobre todo los de la pequeña pero ferviente parroquia de Gaza, ponemos a los pies de María nuestras preocupaciones por el presente y los temores por el futuro, pero también la fudnada esperanza de que, con la sabia y previsora contribución de todos, no será imposible escucharse, salir al encuentro mutuo y dar respuestas concretas a la difundida aspiración a vivir en paz, en seguridad y dignidad. Digamos a María: acompáñanos, celeste Madre del Redentor, a través de este año que hoy comienza, y obtén de Dios el don de la paz para Tierra Santa y para toda la humanidad. Santa Madre de Dios, reza por nosotros.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]
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