TORONTO, viernes 9 de enero de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la meditación que ha escrito del padre Thomas Rosica, c.s.b., sobre la liturgia de la Palabra del domingo, 11 de enero, Bautismo de Jesús.
El sacerdote, miembro del Consejo General de la Congregación de San Basilio, es profesor de varias universidades canadienses de Sagrada Escritura y presidente del canal de televisión de ese país «Salt and Light» (rosica@saltandlighttv.org).
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Evangelio según San Marcos 1,7-11
La Navidad ha terminado y los Magos, tras regresar a su país por otro camino, han desaparecido del horizonte. La fiesta del Bautismo del Señor delimita aparentemente el final del tiempo litúrgico de la Navidad, pero en realidad la gran fiesta final de la Navidad es la Presentación de Jesús en Templo, el 2 de febrero. Ha llegado la hora de plantearnos preguntas difíciles sobre lo que hemos vivido con motivo de las celebraciones de la Navidad.
Es terrible ver que para muchos la Navidad es la religión de una sola noche, por más bella y estupenda que sea. La encarnación de Jesús se reduce así a un simple acontecimiento sentimental, a una tradición o una fiesta cultural. Pero Jesús no es un meteoro. No basta con hacer el belén y quedarse con los brazos cruzados: hay que continuar. Y aceptar lo que representa quien yace en el pesebre, comenzar a vivir su sentido, escogiendo quizá nuevas orientaciones, poniendo en cuestión nuestros antiguos caminos y teorías, siguiendo nuestra ruta con la convicción de que algo ha cambiado. Alguien ha provocado una enorme diferencia en nuestra vida, ha cambiado literalmente el curso de la historia.
La epifanía de Cristo, de Jesús que inaugura su misión divina sobre la tierra, se cumple plenamente con el Bautismo del Señor, que celebramos en este domingo. El estupendo texto de la oración de la noche de la fiesta de la Epifanía celebra así tres misterios en este santo día: «Hoy la estrella ha llevado a los magos al pesebre; hoy el agua se ha transformado en vino en la bodas de Caná; hoy Cristo ha sido bautizado por Juan en el Jordán para salvarnos». Cada acontecimiento está acompañado por una teofanía, un signo de la intervención divina: la estrella, el agua transformada en vino, la voz del cielo y la paloma. Hoy somos testigos del bautismo del Señor, en quien nosotros mismos hemos sido bautizados.
La aparición de Juan Bautista en el Evangelio de este domingo parece hacernos volver al tiempo del Adviento… para concentrar nuestra atención en el testimonio del bautismo y de Jesús, y tomar ciertas decisiones para nuestras vidas y para nuestro futuro. La primera narración del Bautismo de Jesús que se encuentra en las Escrituras la presenta Marcos. La predicación de Juan es al mismo tiempo irritante y atractiva. Las primeras palabras de su proclamación alejan la atención de su persona: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo» (versículo 7). Toda la misión de Juan consistía en preparar la venida del Mesías. Cuando llegó la hora, Juan se acercó con sus propios discípulos a Jesús y le presentó como el Mesías, la verdadera Luz, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Jesús quedó atraído por Juan y aceptó ser bautizado, pues se identificaba totalmente con la condición humana. Experimentó nuestro combate y nuestra necesidad de ser lavado de la culpabilidad de nuestros pecados. Por el bautismo de Juan en las aguas del Jordán, Jesús nos abre la posibilidad de aceptar nuestra condición humana, y de entrar en contacto con Dios. Somos bautizados por la muerte y la resurrección de Jesús. El Cielo se abre sobre nosotros en este sacramento y, en la medida en que vivamos unidos con Jesús la realidad de nuestro bautismo, el cielo se nos abrirá.
Cuando era estudiante en Roma descubrí un pasaje de la Iglesia primitiva que se adapta muy bien a la fiesta del bautismo del Señor. En el siglo III, Cipriano de Cartago, escribió a su amigo Donato: «El mundo en el que vivimos es malo, Donato. Pero en medio de este mundo he descubierto a un grupo de personas santas y serenas. Son personas que han encontrado una felicidad que es mil veces más alegre que todos los placeres de nuestras vidas de pecadores. Estas personas son despreciadas y perseguidas, pero eso no les importa. Son cristianos, Donato, y yo soy uno de ellos».
Al recordar el bautismo de Jesús en el Jordán, hagamos eco a las palabras de Cipriano: «Yo soy también uno de ellos». Nuestro propio bautismo nos invita a ver el pasado con reconocimiento, a aceptar el futuro con esperanza y el presente con un temor entremezclado de maravilla. Cada vez que nosotros celebramos la eucaristía, somos invitados al banquete del Señor, suntuosamente presentado ante nosotros. Compartir la eucaristía nos une a nuestros hermanos y hermanas que se han sumergido en la vida de Cristo en las aguas del bautismo. Recemos para que la gracia de nuestro bautismo nos ayude a ser luz para los demás y para nuestro mundo, y que nos dé la fuerza y la valentía para hacer la diferencia.
[Traducción del original inglés realizada por Jesús Colina]