CIUDAD DEL VATICANO, domingo 25 de enero de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto de la homilía pronunciada esta tarde por el Papa, durante la celebración de Vísperas en la Basílica de San Pablo Extramuros, con la que ha concluido la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos.
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Queridos hermanos y hermanas,
es grande la alegría cada vez que nos encontramos ante el sepulcro del apóstol Pablo, en la memoria litúrgica de su Conversión, para concluir la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. Os saludo con afecto a todos. De modo especial saludo al cardenal Cordero Lanza de Montezemolo, abad de la comunidad de los monjes que nos hospedan. Saludo también al cardenal Kasper, Presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. Con él saludo a los señores cardenales presentes, a los obispos y a los pastores de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales, reunidos aquí esta tarde. Una palabra de especial reconocimiento a cuantos han colaborado en la preparación de los materiales para la oración, viviendo en primera persona en primera persona el ejercicio de reflexionar y confrontarse en la escucha unos de otros, y todos juntos, de la Palabra de Dios.
La conversión de san Pablo nos ofrece el modelo y nos indica el camino para ir hacia la unidad plena. La unidad de hecho requiere una conversión: de la división a la comunión, de la unidad herida a la unidad curada y plena. Esta conversión es un don de Cristo resucitado, como sucedió para san Pablo. Lo hemos escuchado de las mismas palabras del Apóstol en la lectura proclamada hace un momento: «Por gracia de Dios soy lo que soy» (1 Cor 15,10). El mismo Señor, que llamó a Saulo en el camino de Damasco, se dirige a los miembros de su Iglesia -que es una y santa – y llamando a cada uno por su nombre pregunta: ¿por qué me has dividido? ¿por qué has herido la unidad de mi cuerpo? La conversión implica dos dimensiones. En el primer paso se conocen y se reconocen a la luz de Cristo las culpas, y este reconocimiento se convierte en dolor y arrepentimiento, deseo de un nuevo comienzo. En el segundo paso se reconoce que este nuevo camino no puede venir de nosotros mismos. Consiste en dejarse conquistar por Cristo. Como dice san Pablo: » … me esfuerzo por correr a alcanzarlo, habiendo sido yo también alcanzado por Cristo Jesús» (Fil 3,12). La conversión exige nuestro sí, mi «correr» no es en última instancia una actividad mía, sino un don, un dejarse formar por Cristo; es muerte y resurrección. Por eso san Pablo no dice: «Me he convertido», sino «he muerto» (Gal 2,19), soy una criatura nueva. En realidad, la conversión de san Pablo no fue un paso de la inmoralidad a la moralidad, de una fe equivocada a una fe correcta, sino que fue el ser conquistado por el amor de Cristo: la renuncia a la propia perfección, fue la humildad de quien se pone sin reserva al servicio de Cristo para los hermanos. Y solo en esta renuncia a nosotros mismos, en esta conformidad con Cristo estamos unidos también entre nosotros, nos convertimos en «uno» en Cristo. Es la comunión con Cristo la que nos da la unidad.
Podemos observar una interesante analogía con la dinámica de la conversión de san Pablo también meditando sobre el texto bíblico del profeta Ezequiel (37,15-28) elegido este año como base de nuestra oración. En él, de hecho, se presenta el gesto simbólico de los dos palos unidos en la mano del profeta, que con este gesto representa la futura acción de Dios. Es la segunda parte del capítulo 37, que en la primera parte contiene la célebre visión de los huesos secos y de la resurrección de Israel, realizada por el Espíritu de Dios. ¿Cómo no ver que el signo profético de la reunificación del Pueblo de Israel se pone después del gran símbolo de los huesos secos vivificados por el Espíritu? De ahí deriva un esquema teológico análogo al de la conversión de san Pablo: en el primer lugar está el poder de Dios, que con su Espíritu opera la resurrección como una nueva creación. Este Dios, que es el Creador y es capaz de resucitar a los muertos, es también capaz de reconducir a la unidad el pueblo dividido en dos. Pablo – como y más que Ezequiel – se convierte en instrumento elegido de la predicación de la unidad conquistada por Jesús mediante la cruz y la resurrección: la unidad entre los judíos y los paganos, para formar un solo pueblo nuevo. La resurrección de Cristo extiende el perímetro de la unidad: no sólo unidad de las tribus de Israel, sino unidad entre hebreos y paganos (cfr Ef 2; Jn 10,16); unificación de la humanidad dispersa por el pecado y aún más unidad de todos los creyentes en Cristo.
La elección de este pasaje del profeta Ezequiel la debemos a los hermanos de Corea, que s ehan sentido fuertemente interpelados por esta página bíblica, sea como coreanos sea como cristianos. En la división del pueblo hebreo en dos reinos se han visto reflejados como hijos de una única tierra, que las circunstancias políticas han separado, parte al norte y parte al sur. Y esta experiencia humana suya les ha ayudado a comprender mejor el drama de la división entre los cristianos. Ahora, la luz de esta Palabra de Dios que nuestros hermanos coreanos han elegido y propuesto a todos, emerge una nueva verdad llena de esperanza: Dios promete a su pueblo una nueva unidad, que debe ser signo e instrumento de reconciliación y de paz también en el plano histórico, para todas las naciones. La unidad que Dios da a su Iglesia, y por la cual rezamos, es naturalmente la comunión en sentido espiritual, en la fe y en la caridad; pero nosotros sabemos que esta unidad en Cristo es fermento de fraternidad también en el plano social, en las relaciones entre las naciones y para la entera familia humana. Es la levadura del Reino de Dios que hace crecer toda la masa (cfr Mt 13,33). En este sentido, la oración que elevamos en estos días, refiriéndose a la profecía de Ezequiel, se ha hecho también intercesión para las diversas situaciones de conflicto que actualmente afligen a la humanidad. Allí donde las palabras humanas son impotentes, porque prevalece el trágico sonido de la violencia y de las armas, la fuerza profética de la Palabra de Dios no disminuye y nos repite que la paz es posible, y que nosotros debemos ser instrumentos de reconciliación y de paz. Por eso nuestra oración por la unidad y por la paz pide siempre ser comprobada con gestos de reconciliación entre nosotros los cristianos. Pienso también en Tierra Santa: qué importante es que los fieles que viven allí, como también los peregrinos que allí acuden, ofrezcan a todos el testimonio de que la diversidad de los ritos y de las tradiciones no debería constituir un obstáculo al mutuo respeto y a la caridad fraterna. En la legítima diversidad de las posturas diversas debemos buscar la unidad de la fe, en nuestro «sí» fundamental a Cristo y a su única Iglesia. Y así las diferencias no serán ya obstáculo que nos separe, sino riqueza en la multiplicidad de las expresiones de la fe común.
Quisiera concluir esta reflexión mía haciendo referencia a un acontecimiento que los más ancianos entre nosotros ciertamente no olvidan. El 25 de enero de 1959, exactamente hace hoy 50 años, el beato papa Juan XXIII manifestó por primera vez en este lugar su voluntad de convocar «un Concilio ecuménico para la Iglesia universal» (AAS LI [1959], p. 68). Hizo este anuncio a los Padres cardenales, en la Sala Capitular, tras haber celebrado la Misa solemne en la Basílica. De aquella providencial decisión, sugerida a mi venerado predecesor, según su firme convicción, por el Espíritu Santo, derivó también una contribución fundamental al ecumenismo, condensado en el Decreto Unitatis redintegratio. En él, entre otras cosas, se lee: «Ecumenismo verdadero no puede haber sin conversión interior; porque el deseo de la unidad nace y madura en l
a renovación de la mente (cfr Ef 4,23), de la abnegación de sí mismo y de la libérrima efusión de la caridad» (n. 7). La actitud de conversión interior en Cristo, de renovación espiritual, de caridad acrecentada ante los demás cristianos ha dado lugar a una nueva situación en las relaciones ecuménicas. Los frutos de los diálogos teológicos, con sus convergencias y con la identificación más precisa de las divergencias que aún permanecen, empujan a proseguir valientemente en dos direcciones: en la recepción de cuanto ha sido alcanzado positivamente y un compromiso renovado hacia el futuro. Oportunamente el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, a quien agradezco por el servicio que hace a la causa de la unidad de todos los discípulos del Señor, ha reflexionado recientemente sobre la recepción y sobre el futuro del diálogo ecuménico. Esta reflexión, si por una parte quiere justamente valorar lo que se ha conseguido, por otra pretende encontrar nuevos caminos para continuar las relaciones entre las Iglesias y las Comunidades eclesiales en el contexto actual. Permanece abierto ante nosotros el horizonte de la unidad plena. Se trata de una tarea ardua, pero entusiasmante para los cristianos que quieren vivir en sintonía con la oración del Señor: «que todos sean uno, para que el mundo crea» (Jn 17,21). El Concilio Vaticano II nos ha advertido que «el santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la Iglesia de Cristo, una y única, supera las fuerzas y las dotes humanas» (UR, 24). Confiando en la oración del Señor Jesucristo, y animados por los significativos pasos dados por el movimiento ecuménico, invocamos con fe al Espíritu Santo para que siga iluminando y guiando nuestro camino. Que el Apóstol Pablo, que tanto ha trabajado y sufrido por la unidad del cuerpo místico de Cristo, nos empuje y nos asista desde el cielo, y que la Beata Virgen María, Madre de la unidad de la Iglesia, nos acompañe y nos sostenga.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]