CIUDAD DE MÉXICO, sábado, 31 de enero de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención que pronunció el 16 de enero el cardenal Tarcisio Bertone, legado pontificio, en el Congreso Teológico-Pastoral que precedió al VI Encuentro Mundial de las Familias en la Ciudad de México.
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La familia es escuela de justicia y de paz
Señores cardenales; queridos hermanos en el episcopado; apreciados hermanos y hermanas en el Señor:
Me complace poder concluir este Congreso teológico-pastoral en el marco del VI Encuentro mundial de las familias, en el cual se ha profundizado el lema propuesto por el Santo Padre Benedicto XVI: «La familia, formadora de los valores humanos y cristianos«.
Saludo al señor cardenal Ennio Antonelli, presidente del Consejo pontificio para la familia, al señor cardenal Norberto Rivera Carrera, arzobispo de ciudad de México, así como a los señores cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos y familias procedentes de distintas partes del mundo.
Como legado pontificio deseo hacerme portavoz del mensaje de esperanza y de la buena noticia que es la familia para la sociedad y para la Iglesia. A través de la familia discurre la historia del hombre, la historia de la salvación de la humanidad. Entre los numerosos caminos que la Iglesia sigue para salvar y servir al hombre, «la familia es el primero y el más importante»[1]. La familia no sólo constituye el eje de la vida personal de los hombres, sino también su ámbito social primario y el contexto adecuado de su caminar por la existencia.
El objetivo de mi intervención es señalar cómo la familia es la institución más adecuada para la transmisión de estos dos valores, justicia y paz, que son particulares, porque en ellos se dan cita tanto la dimensión individual como la social de la persona humana, desarrolladas ampliamente en las jornadas anteriores.
Procederé del siguiente modo: tras un breve análisis de la situación actual, intentaré mostrar cómo y por qué la familia es la realización primera de la sociabilidad de la persona. En un segundo momento analizaré las relaciones recíprocas entre sociedad y familia. Sucesivamente señalaré cómo sólo en este marco adecuado es posible el dinamismo del valor de la justicia y de la paz auténtica, para terminar afirmando que sólo la familia fundada en el matrimonio monógamo e indisoluble está en condiciones de transmitir fielmente estos valores.
1. Contexto histórico actual
¿Tiene algo que ofrecer la familia al comienzo del tercer milenio? ¿Se puede prescindir de la familia o se trata más bien de una realidad permanente y con un valor en sí misma? La historia asegura que es mucho y bueno lo que la familia ha aportado a la sociedad y a la Iglesia. Hace posible la misma existencia de la sociedad así como la encarnación del Cuerpo de Cristo a través de los siglos. Históricamente hablando, cuando se lesiona a la persona, al matrimonio o la familia, toda la realidad creada se resiente. La particularidad de la actual coyuntura viene dada por la globalización de los problemas que afectan de un modo u otro a todos los continentes. Asistimos a numerosos conflictos bélicos que amenazan con desestabilizar a regiones enteras. A ello se suma la reciente y profunda crisis económica que está teniendo una fuerte repercusión en todo el mundo.
Si preocupa lo anteriormente dicho, más grave aún es el diagnóstico individualista-nihilista, que se traduce en un pesimismo antropológico exacerbado. Esto se percibe en grandes áreas del planeta donde el malestar y la desconfianza difusos en la sociedad se concreta en numerosos datos. No se puede ignorar el grave invierno demográfico que hace peligrar seriamente sociedades enteras, la falta de sentido de la vida en tantos jóvenes víctimas del alcohol y las drogas, o la extrema violencia y explotación a la que hoy se ve sometida la mujer y los niños, el comercio de órganos y de sexo que destruye a la persona humana, o el abandono de tantos enfermos y ancianos que carecen de la más mínima ayuda asistencial para afrontar los últimos años de vida. También hay que hacer referencia a la crisis del sistema educativo en bastantes naciones incapaces de transmitir el saber integral, o a la inestabilidad político-económica que se cierne sobre muchos países en vías de desarrollo.
En toda esta descripción hay un denominador común que es la injusticia, una falta o ausencia de derechos. Son los derechos humanos, que derivan de la propia naturaleza del ser personal -tanto en el aspecto individual como social-, los que se han pisoteado, menoscabado o incluso eliminado. El individualismo exasperado genera un eco de egoísmo que, como en la historia de Vulcano, es capaz de devorar a sus propios hijos. Y es que el relativismo, el hedonismo y el utilitarismo, en sus diversas variantes y combinaciones, han generado entre otras cosas la comercialización de toda la creación y de lo que es su culminación, es decir, la persona humana (cf. Gaudium et spes, 12).
Con este panorama en el horizonte hay dos alternativas: o el agravamiento de la situación en todo el planeta hasta límites desconocidos hasta el momento, o su resolución aplicando el remedio oportuno. Este deberá construirse con una sana antropología, que restablezca adecuadamente en todos los ámbitos las relaciones deterioradas. Sólo la justicia impregnada por el amor será capaz de devolver la dignidad a la persona y a toda la creación. De este modo se podrá hacer realidad aquella civilización del amor que fue la gran pasión del siervo de Dios el Papa Pablo VI. Pues bien, sólo la familia, comunidad de vida y amor, está en condiciones de regenerar la sociedad a través de la justicia y la paz, porque en ella todo está presidido por el amor. La familia encuentra en el amor su origen y su fin. Y este amor en la familia es el que mejor puede educar en los valores. El amor es de suyo difusivo y, por tanto, la familia es como un vivero donde se cultivan las semillas de justicia y de paz que, aunque con dificultades, transformarán la masa de toda la creación. Por consiguiente, resulta claro que la mejor inversión de los gobiernos será ayudar, proteger y sostener a la familia, porque es la institución sin la cual la sociedad no puede sobrevivir. Es también un motivo de esperanza ver cómo, a pesar de las contrariedades existentes, son muchas las familias que responden con fidelidad a la tarea que tienen confiada. Cada vez son más las instancias que surgen en favor de la familia. Y, sobre todo, se debe recordar que la fidelidad a su misión tiene un efecto multiplicador: la verdad cristiana sobre la familia, anunciada y vivida, encuentra una resonancia continua en el corazón del hombre. Por eso decimos una vez más a las familias, a cada familia: «Familia, sé lo que eres»[2].
2. Familia y sociedad
La familia, como lugar y manifestación más acabada de la persona, no es creación de ninguna época, sino patrimonio de todas las edades y civilizaciones. La familia es mucho más que una unidad jurídica, social y económica, ya que hablar de familia es hablar de vida, de transmisión de valores, de educación, de solidaridad, de estabilidad, de futuro, en definitiva, de amor[3]. La familia es una sabia institución del Creador donde se actualiza la vocación originaria de la persona a la comunión interpersonal, mediante la entrega sincera de sí mismo.
La familia es la célula primaria y original de la sociedad. En ella, el hombre y la mujer viven con pleno sentido su diferenciación y complementariedad, de la que brota la primera relación interpersonal. En este sentido, el matrimonio es la sociedad natural primaria. Esta sociedad primera está llamada a ser plena al engendrar los hijos: la comunión de los cónyuges es el origen de la comunidad familiar.
La familia es la célula original de la sociedad, porque en ella la persona es afirmada por primera vez como persona, por sí misma y de manera gratuita. Está llamada a realizar en la sociedad una función parecida a la que la célula realiza en el organismo. A la familia está ligada la calidad ética de la sociedad. Esta se desarrolla éticamente en la medida en que se deja moldear por todo lo que constituye el bien de la familia.
No todas las formas de convivencia sirven y contribuyen a realizar la auténtica sociabilidad. Es imprescindible que la familia sea familia, es decir, que su historia se desarrolle como una comunidad de vida y amor en la que cada uno de los miembros sea valorado en su irrepetibilidad: como esposo-esposa, padre-madre, hijo-hija, hermano-hermana. De esta forma, la dignidad personal se verá respetada plenamente, ya que las relaciones interpersonales se viven a partir de la gratuidad, es decir, a partir del amor. Esto no se alcanza por el mero hecho de vivir juntos. Se requiere que haya un hogar que sea «acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad desinteresada, servicio generoso y solidaridad profunda»[4]. Así, la familia se convierte en el recinto donde se puede formar el verdadero sentido de la libertad, de la justicia y del amor. En libertad, porque sólo desde ella se pueden forjar hombres responsables. Desde la justicia, porque sólo así se respeta la dignidad de los demás. Desde el amor, porque el respeto a los otros se perfecciona en último término cuando se ama a cada uno por sí mismo.
Pero a la familia le corresponde una función social específica fuera del ámbito familiar, que consiste en actuar y tomar parte en la vida social, como familia y en cuanto familia. Pero para contribuir al bien del hombre -humanización- y al bien de la sociedad, es necesario que la familia sea respetuosa con el conjunto de valores que la hacen ser una comunidad de vida y amor. A su vez, la sociedad debería tener entre sus tareas fundamentales la consecución del bien común, que podría definirse así: «El bien común no consiste en la simple suma de los bienes particulares de cada sujeto del cuerpo social. Siendo de todos y de cada uno es y permanece común, porque es indivisible y porque sólo juntos es posible alcanzarlo, acrecentarlo y custodiarlo, también en vistas al futuro»[5].
Por su parte, el Catecismo de la Iglesia católica, reproduciendo la definición de Gaudium et Spes (n. 26), concreta el bien común en tres fines o propiedades:
a) el bien común exige el respeto a la persona en cuanto tal, a sus derechos fundamentales e inalienables para que pueda realizar su propia vocación, así como las condiciones para el ejercicio de las libertades naturales.
b) el bien común exige el bienestar social y el desarrollo del grupo mismo. El desarrollo es el resumen de todos los deberes sociales. La autoridad debe decidir, en nombre del bien común, entre los diversos intereses particulares; pero debe facilitar a cada uno lo que necesita para llevar una vida verdaderamente humana: alimento, vestido, salud, trabajo, educación y cultura.
c) el bien común implica finalmente la paz, la estabilidad y la seguridad de un orden justo. La autoridad debe asegurar, por medios honestos, la seguridad de la sociedad y la de cada uno de sus miembros[6].
3. El dinamismo de la justicia y de la paz
Hemos dicho anteriormente que la justicia y la paz son elementos fundamentales del bien común que la sociedad debe procurar y que la familia puede dar y construir. Porque en la familia es donde se da el don de la justicia y de la paz y donde al mismo tiempo se «construye» como tarea propia la justicia y la paz. Detengámonos un momento a considerar un poco más de cerca ambos valores y la relación entre ellos[7].
La paz es uno de los valores transmitidos en ambos Testamentos. Es mucho más que la ausencia de la guerra. La paz representa la plenitud de la vida (cf. Ml 2, 5); es el efecto de la bendición de Dios sobre su pueblo (cf. Nm 6, 26); produce fecundidad, bienestar (cf. Is 48, 18-19) y alegría profunda (cf. Pr 12, 20). Al mismo tiempo, la paz es la meta de la convivencia social, como aparece de forma extraordinaria en la visión mesiánica de la paz, descrita en el libro del profeta Isaías (cf. Is 2, 25). En el Nuevo Testamento, Jesús afirma explícitamente: «Bienaventurados los pacíficos porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9). Él no sólo rechazó la violencia (cf. Mt 26, 52; Lc 9, 54-55), sino que fue más allá cuando dijo: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian» (Lc 6, 27-28).
Junto a la luz que proviene de la Escritura, la historia del pensamiento nos muestra que la cultura de la paz supone un orden. Precisamente, según la definición de san Agustín y de Boecio, recogida por santo Tomás de Aquino, la paz se define como la tranquilidad que brota del orden[8]. A su vez, el orden supone la equidad. Santo Tomás define el orden como la disposición de las cosas conforme a un punto de referencia. Pues bien, el «punto de referencia» del orden del que brota la paz es la justicia.
3.1. La justicia, condición para la paz La justicia es un valor fundamental de la vida del hombre. Se trata además de una realidad imprescindible para la convivencia humana. La justicia va ligada a la estructura de toda persona independientemente del tiempo, de su edad o cultura. La justicia constituye, junto al bien y a la verdad, la trilogía de los grandes valores y realidades humanas. Por el contrario, la injusticia está relacionada con el mal y la mentira. Por tanto, la plenitud del hombre y la mejora de la sociedad están en relación al bien, a la verdad y a la justicia. La convivencia social pierde su sentido si vence el mal, el error y la injusticia. La justicia nos remite directamente al ius (derecho), y es que sólo se puede hablar de justicia si existen derechos. Por ello, la justicia consiste en dar a cada uno su derecho, lo que le es debido.
La triple distinción entre justicia conmutativa, legal y distributiva, cubre todos los aspectos de la persona, pues aúnan por igual sus derechos y deberes como individuo, a la vez que exigen y protegen sus deberes y derechos que derivan de la sociabilidad radical, que es un constitutivo esencial de su persona. En este sentido, la justicia ha sido el anhelo y la tarea de todos los tiempos. Escribe Platón: «Engendrar justicia es establecer entre las partes del alma una jerarquía que las subordine unas a otras de acuerdo con su naturaleza; siendo, por el contrario, engendrar la injusticia el establecer una jerarquía que somete unos a otros de modo contrario al natural»[9].
Por su parte, la tradición cristiana sostiene la dimensión religiosa innegable de los conceptos de justicia y justo respecto a la conducta del hombre frente a Dios, y señala la relación de la justicia con el orden social.
En este contexto, podemos preguntarnos: ¿hay una doctrina bíblica que demande el valor de la justicia en la sociedad? La respuesta es sí. Abundan los testimonios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento que inculcan el precepto de cumplir los deberes de justicia en la convivencia social. El mensaje de Jesús contempla diversos aspectos de la convivencia justa entre los hombres, especialmente en los sinópticos. Como dice la Congregación para la doctrina de la fe, en un documento suyo, «en el Antiguo Testamento, los profetas no dejan de recordar, con particular vigor, las exigencias de la justicia y la solidaridad y de hacer un juicio extremamente severo sobre los ricos que oprimen al pobre (…). La fidelidad a la alianza no se concibe sin la práctica de la justicia. La justicia con respecto a Dios y la justicia con respecto a los hombres son inseparable
s. Esta doctrina está aún más radicalizada en el Nuevo Testamento como lo demuestra el discurso sobre las Bienaventuranzas»[10].
En nuestros días, la palabra «justicia» es uno de los términos más usados en la vida socio-política. En muchos casos es la palabra «clave» o «comodín» de declaraciones políticas, económicas y sociales en múltiples foros nacionales e internacionales. Este uso continuo, y el abuso que se ha podido hacer de él por parte de algunas ideologías, ha llevado a que el término «justicia» reciba diversas acepciones.
A pesar de la claridad de la definición de justicia, «lo suyo» debe ser bien interpretado y defendido en cada caso como objeto primario. Si no se hace así, la realización de la justicia estará sometida a la arbitrariedad de los poderosos del momento y puede ocurrir que la justicia, que debería ser camino para alcanzar la paz, al perder su verdadero sentido, sea ocasión de violencia incluso extrema.
De la injusticia brota siempre la violencia. En la actualidad, las injusticias sociales, económicas y políticas generan numerosas guerras, tensiones y conflictos. Frente a la guerra, se presenta la paz que es fruto de la justicia y de la solidaridad. «Superando los imperialismos de todo tipo y los propósitos por mantener la propia hegemonía, las naciones más fuertes y más dotadas deben sentirse moralmente responsables de las otras, con el fin de instaurar un verdadero sistema internacional que se base en la igualdad de todos los pueblos y en el debido respeto de sus legítimas diferencias. Los países económicamente más débiles, o que están en el límite de la supervivencia, asistidos por los demás pueblos y por la comunidad internacional, deben ser capaces de aportar a su vez al bien común sus tesoros de humanidad y de cultura, que de otro modo se perderían para siempre»[11].
Pero la paz se realiza también a base de cosas pequeñas, en la vida ordinaria y en el pequeño entorno de cada uno. Los cristianos debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras. Ninguna otra realidad como la familia es capaz de construir día a día con su perseverancia la paz que es fruto de la manifestación del orden interior de las familias y también de los pueblos.
4. Familia: encarnación paradigmática entre justicia y caridad
La familia no es para la persona humana una estructura externa y accesoria. Por el contrario, es el ámbito privilegiado para el desarrollo y crecimiento de su personalidad, conforme a las exigencias de la dimensión social constitutiva de la persona. «La familia, fundada en el amor y vivificada por él, es el lugar en donde cada persona está llamada a experimentar, hacer propio y participar en el amor sin el cual el hombre no podría vivir y su vida carecería de sentido»[12]. De ahí que el valor del amor, junto con el de la libertad y de la justicia, ocupe el centro de la función de la familia en la sociedad. En la propuesta cristiana, el primado lo detenta la caridad. La caridad engloba y encarna todas las virtudes, pues consiste en participar de la vida de Cristo, hombre perfecto.
Si es cierto que existen unas diferencias en cuanto a su finalidad específica, caridad y justicia pueden y deben integrarse. Para alcanzar este fin, y si se quiere que ambas virtudes se complementen para solucionar los problemas sociales, hace falta que se cumplan las siguientes tesis:
a) No hay caridad sin justicia: la caridad tiene carácter «de fin», mientras que la justicia cumple el cometido «de medio». Por tanto, así como no se alcanza el fin sin el uso de medios, de modo análogo faltará la caridad en la convivencia si la justicia (medio) está ausente de la vida social. Observando tantas injusticias sociales, cabe concluir que se está aún lejos de alcanzar la caridad.
b) No hay justicia si falta amor: por la misma doctrina de relaciones «medios-fin» se confirma esta tesis, ya que no tiene sentido esforzarse en poner unos medios (justicia) que no están orientados a fin alguno (caridad).
c) El cumplimiento de la justicia es una condición permanente de la caridad: un estado de justicia facilita relaciones estables de caridad entre las personas y, al contrario, la injusticia es fuente constante de conflictos.
Por tanto, es muy conveniente conjuntar el ejercicio de la justicia y la caridad, que «son como las leyes supremas del orden social»[13]. A este respecto, Juan Pablo II escribe: «La justicia por sí sola no es suficiente (…). La experiencia histórica ha llevado a formular esta aserción: summum ius, summa iniuria (el derecho sumo -estricto-, comporta la suma injuria)»[14].
5. Familia: escuela de justicia, de amor y de paz
Diversos datos sociológicos indican que la familia, además de ser la institución más valorada (84% – 97%)[15] y referencial para las personas, es la que contribuye de manera decisiva a la cohesión social. En efecto, las relaciones que se establecen dentro de las familias (relaciones paterno-filiales, relaciones fraternales, relaciones intergeneracionales)[16] fomentan la responsabilidad social del grupo familiar.
¿Cómo procura la familia la cohesión social? Según distintos indicadores sociológicos[17], la familia aporta la cohesión social a través de la fecundidad, que es la que asegura la continuidad generacional y donde se aprende la «identidad» (soy hijo porque tengo un padre, soy padre porque tengo un hijo), que consolidan el «arraigo identitario» como elemento configurador de la personalidad.
Por otra parte, la familia, debido a la gratuidad que impera en su naturaleza y dinamismo, puede transmitir los valores morales y procurar una asistencia integral, ya que la familia es uterus spirituale. En estas condiciones, la familia está posibilitada para realizar lo que le es propio (principio de subsidiariedad) y que consiste en su papel educador de las nuevas generaciones. Otras instancias e instituciones no deben arrogarse funciones que no le son propias. La familia, en cambio, debido a su vocación de permanencia en el tiempo, es el recinto donde se desarrollan, forjan y transmiten los valores sustanciales de la persona, que no son sólo los técnicos, sino también y fundamentalmente los valores espirituales.
En efecto, la complementariedad de los padres y el compromiso estable de los esposos posibilitan el papel de la educación integral que reclama constancia, entrega y dedicación duradera. Nunca termina ese proceso educativo, de tal forma que la referencia familiar es imprescindible para la forja de una personalidad madura que aporte a la sociedad los valores que le han sido transmitidos en el núcleo familiar. Como bellamente ha expresado Margarita Dubois «los hijos no crecen bajo sus padres, sino a su lado. No bajo su sombra sino a su luz».
La familia es escuela de justicia y de paz porque educa en y para la verdad[18], en y para la libertad, en y para la vida social. La actividad genuinamente educativa de la familia es «sentar las raíces de la verdad en las alas de la libertad». En este círculo entre verdad y libertad es donde se pueden transmitir original y creativamente los valores del diálogo, el seguimiento, la responsabilidad, la exigencia, la disciplina, el respeto, el sacrificio y el equilibrio. ¿Está convencida la sociedad de que estos y otros valores hacen falta para construir entre todos una sociedad justa y pacífica? He aquí, pues, la linfa oxigenada que la familia puede aportar a la sociedad. El capital social que la familia aporta es de indudable valor, ya que permite desplegar en plenitud las dimensiones individuales y sociales que tiene todo ser humano. De aquí que el sentido común y la lógica apuesten por robustecer cada día más la familia como verdadero manantial de justicia y de paz.
Por encima de las amenazas y dificultades q
ue hoy se presentan de tantas formas contra la convivencia y las relaciones entre las personas y entre los pueblos, la familia está llamada a ser protagonista de la paz. Es el lugar en el que cada persona es ayudada a alcanzar su plena madurez que le permita construir una sociedad de armonía, solidaridad y de paz[19]. En efecto, en una vida familiar sana se experimentan algunos elementos esenciales de la paz: la justicia y el amor entre hermanos y hermanas, la función de la autoridad manifestada por los padres, el servicio afectuoso a los más débiles, a los ancianos y a los enfermos, la ayuda mutua en las necesidades de la vida, la disponibilidad para acoger al otro y, si fuera necesario, para perdonarlo. Por eso, la familia es la primera e insustituible educadora de la paz[20]. La experiencia muestra suficientemente que los valores cultivados en la familia son un elemento muy significativo en el desarrollo moral de las relaciones sociales que configuran el tejido de la sociedad. De la unidad, fidelidad y fecundidad de la familia, como fundamento de la sociedad, dependen la estabilidad de los pueblos.
Cuantos integran la familia han de ser conscientes de su protagonismo en la causa de la paz mediante la educación en los valores humanos en su interior, y hacia fuera con la participación de cada uno de sus miembros en la vida de la sociedad. Y también ha de serlo el Estado que, reconociendo el derecho de la familia a ser apoyada en esa función, debe procurar que las leyes estén orientadas a promoverla, ayudándola en la realización de las tareas que le corresponden. «Frente a la tendencia cada vez más difundida a legitimar, como sucedáneos de la unión conyugal, formas de unión que por su naturaleza intrínseca o por su intención transitoria no pueden expresar de ningún modo el significado de la familia y garantizar su bien, es deber del Estado reforzar y proteger la genuina institución familiar, respetando su configuración natural y sus derechos innatos e inalienables. Entre éstos, es fundamental el derecho de los padres a decidir libre y responsablemente en base a sus convicciones morales y religiosas y a su conciencia adecuadamente formada cuándo tener un hijo, para después educarlo en conformidad con tales convicciones»[21]. Apoyar a la familia en los diversos ámbitos en los que desarrolla su existencia es contribuir de manera objetiva a la construcción de la paz. Y «quien obstaculiza la institución familiar, aunque sea inconscientemente, hace que la paz de toda la comunidad, nacional e internacional, sea frágil, porque debilita lo que, de hecho, es la principal ‘agencia’ de paz»[22].
Si la quiebra de la familia es una amenaza para la paz y signo del subdesarrollo moral y económico de la sociedad, su salud, en cambio, se mide en gran medida por la importancia que se da a las condiciones que favorecen la identidad y misión de las familias. No se puede ignorar que las ayudas a la familia contribuyen a la armonía de la sociedad y de la nación, y eso favorece la paz entre los hombres y en el mundo. Proteger y defender los derechos de las familias como un tesoro es tarea que corresponde a todos. En primer lugar, a las familias como protagonistas de su propia misión. Pero también a otras instituciones, de manera particular a la Iglesia y al Estado. El futuro de la sociedad, el futuro de la humanidad pasa por la familia.
Conclusión
Ahora podemos responder sintéticamente a la pregunta inicial, ¿qué aporta la familia a la sociedad?, de la siguiente forma:
1. La familia es garantía de futuro para la sociedad. En ella se transmite el bien fundamental de la vida humana y se dan las condiciones idóneas para la educación integral de los hijos. Ella es la que procura el tesoro de la generación y la que contribuye decisivamente a que los hijos sean buenos ciudadanos.
2. La familia es transmisora del patrimonio cultural. «Es en el seno de la familia donde se trasmite la cultura como un modo específico del existir y del ser del hombre»[23]. En la familia comienza a forjarse la integración de cada individuo en su comunidad nacional -lengua, costumbres, tradiciones-, asegurando la subsistencia del pueblo al que cada uno pertenece. En ella se va conociendo la historia a través del diálogo con los padres y los abuelos, un diálogo entre generaciones de singular importancia, que produce esa memoria viviente que forja la identidad personal.
3. La familia aporta a la sociedad mucho más de lo que haría la suma de cada uno de sus miembros porque en ella se cultiva el bien común. Por eso, sin la familia, la sociedad no recibiría ese plus propio de la familia. Como hemos señalado, el bien común familiar no consiste sólo en lo que es bueno para cada uno de sus componentes, sino en lo que es bueno para su conjunto, alimentando así el desarrollo y la cohesión social.
4. La familia, además de garantía de estabilidad, es ventajosa para las administraciones. En efecto, la familia, además de proporcionar sujetos de producción económica, es un factor de cohesión social que en muchas ocasiones actúa como «colchón solidario» ante diversas coyunturas adversas. En la actualidad, la familia se ha convertido en el núcleo de estabilidad para los miembros con problemas de desempleo, enfermedad, dependencia o marginación, aliviando los efectos dramáticos que dichos problemas ocasionan. La familia es hoy el primer núcleo de solidaridad dentro de la sociedad, que logra lo que las administraciones públicas difícilmente pueden cubrir.
5. La familia es el primer promotor de los derechos del hombre, pues tanto éstos como la misión de la familia tienen como destinatario último a la persona.
6. La familia y la sociedad son interdependientes, por lo que todo lo que afecte a la sociedad[24], tarde o temprano, afectará a la familia y viceversa. Por este motivo se puede afirmar:
a) La familia personaliza la sociedad. En la familia se valora a las personas por su propia dignidad, se establece el vínculo afectivo y se favorece el desarrollo y la maduración personal de los hijos a través de la presencia y la influencia de los modelos distintos y complementarios del padre y la madre.
b) La familia socializa la persona. En ella se aprenden los criterios, los valores y las normas de convivencia esenciales para el desarrollo y bienestar de sus propios miembros y para la construcción de la sociedad: libertad, respeto, sacrificio, generosidad, solidaridad.
En estos días pasados hemos contemplado a la Sagrada Familia en Belén y en Nazaret. La Sagrada Familia está llamada a ser memoria y profecía para todas las familias del mundo. En ella, el Verbo de Dios vivió y, a través de la familia, nos transmitió gran parte de su vida, que es para todo hombre luz para conocer la inmensidad a la que ha sido llamado: construir ya en esta tierra «el reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz»[25]. Desde el corazón de México, éste es el don y la tarea a la que se convoca a todas las familias del mundo. Que a ello nos ayude la materna intercesión de Nuestra Señora de Guadalupe.
Muchas gracias.
Notas
[1] Juan Pablo II, carta a las familias «Gratissimam sane«, 2 de febrero de 1994, 2.
[2] Juan Pablo II, exh. ap. Familiaris consortio, 17.
[3] «La familia, en cuanto es y debe ser siempre comunión y comunidad de personas, encuentra en el amor la fuente y el estímulo incesante para acoger, respetar y promover a cada uno de sus miembros en la altísima dignidad de personas, esto es, de imágenes vivientes de Dios» (ib., 22).
[4] Ib., 43.
[5] Consejo pontificio «Justicia y paz», Compendio de la doctrina social de la Iglesia,
n. 164.
[6] Cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1907-1909.
[7] Cf. Consejo pontificio «Justicia y paz», Compendio de la doctrina social de la Iglesia, nn. 489-493.
[8] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 29, a. 1.
[9] Platón, República, IV, 18 44 d.
[10] Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación, Libertatis nuntius, 6 de agosto de 1994, nn. 6-10.
[11] Juan Pablo II, carta enc. Sollicitudo rei socialis, 39.
[12] Juan Pablo II, Discurso al Congreso teológico-pastoral del II Encuentro mundial de las familias, Río de Janeiro, 3 de octubre de 1997, n. 3; cf. Familiaris consortio, 18.
[13] Juan XXIII, carta enc. Mater et Magistra, n. 39. Cf. santo Tomás de Aquino, Contra gentiles, 3, 130; Pío XI, carta enc. Quadragesimo anno, n. 137; Juan Pablo II, carta enc. Dives in misericordia, n. 12.
[14] «Por sí sola la justicia no basta. Más aún, puede llegar a negarse a sí misma, si no se abre a la fuerza más profunda que es el amor» (Juan Pablo II, Mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la paz de 2004, n. 10).
[15] Cf. P. P. Donati (a cura di), Riconoscere la famiglia: quale valore aggiunto per la persona e la società?, edizioni San Paolo, Cinisello Balsamo 2007, pp. 63-173.
[16] Cf. Consejo pontificio para la familia, XVIII Asamblea plenaria: «I nonni: la loro testimonianza e presenza nella famiglia» Familia et Vita, Anno XIV, n. 4/2008.
[17] Cf. E. Herltfelter, I Congreso de educación católica para el siglo XXI, ed. Instituto de política familiar, Valencia 2008.
[18] «Donde y cuando el hombre se deja iluminar por el resplandor de la verdad, emprende de modo casi natural el camino de la paz» (Benedicto XVI, Mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la paz de 2006, n. 3).
[19] «…Respetando a la persona se promueve la paz, y construyendo la paz se ponen las bases para un auténtico humanismo integral. Así es como se prepara el futuro sereno para las nuevas generaciones» (Benedicto XVI, Mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la paz de 2007, n. 1).
[20] Cf. Benedicto XVI, Mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la paz de 2008, n. 3.
[21] Juan Pablo II, Mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la paz de 1993, n. 5.
[22] Benedicto XVI, Mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la paz de 2008, n. 5.
[23] Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Unesco, 2 de junio de 1980, n. 6.
[24] «¿Cuál será el grado de moralidad pública que asegure a la familia, y sobre todo a los padres, la autoridad moral necesaria para este fin? ¿Qué tipo de instrucción? ¿Qué formas de legislación sostienen esta autoridad o, al contrario, la debilitan o destruyen? Las causas del éxito o del fracaso en la formación del hombre por su familia se sitúan siempre a la vez en el interior mismo del núcleo fundamentalmente creador de la cultura, que es la familia, y también a un nivel superior, el de la competencia del Estado y de los órganos, de quienes las familias dependen» (ib., n. 12).
[25] Misal romano, Prefacio de la misa de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo.