MADRID, jueves, 8 enero 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció este jueves el periodista y escritor José Jiménez Lozano, al recibir el "Premio ¡Bravo!" que le fue otorgado por la Comisión Episcopal Española de Medios de Comunicación Social por su excelente obra literaria y periodística en la que desvela "la permanente exigencia de dignidad y libertad --trascendente e íntima a la vez-- que toda persona reclama y le es debida", según indica el acta.

Licenciado en Derecho, Filosofía y Letras y Periodismo por las Universidades de Valladolid, Salamanca y Madrid, inició su labor periodística como colaborador en El Norte de Castilla en 1958 y en 1962 entró a formar parte del equipo que reunió Miguel Delibes, entonces director del periódico.

Fue colaborador desde 1958, redactor (1962-1978) y subdirector (1978-1979) de El Norte de Castilla de Valladolid, para terminar dirigiendo este periódico desde 1992 hasta su jubilación en 1995.

Fue corresponsal en el Concilio Vaticano II y es un profundo conocedor de los místicos castellanos. Simultaneó su carrera periodística con la literatura publicando una gran cantidad de libros que han recibido los más prestigiosos premios, como el Cervantes (2002), comúnmente conocido como "el Nobel de las letras en español".

 



La gloria y la perdición de la palabra



Me corresponde, según la tradición de esta Casa en la concesión de estos Premios ¡Bravo!, el agradecer el galardón que se nos ha otorgado, y es lo que trataré de hacer en muy pocas palabras.

Creo que todos y cada uno de los premiados somos conscientes de lo que significan estos premios, aquí y ahora, y tanto en razón de aquéllos por quienes son otorgados, como por las circunstancias tan especiales en que se otorgan. Y, al mentar una cosa así, no me refiero a ninguna circunstancia ni política ni social, sino a una situación cultural que pienso que es muy singular y muy seria.

Por un lado, efectivamente, es la Conferencia Episcopal la que otorga estos premios, y esto supone, indudablemente, un honor puesto que lo que con ello se nos hace es haber prestado su atención a la tarea de cada uno de nosotros y habernos concedido un reconocimiento público. Pero, por otro lado, estamos nosotros, cada cual desde su territorio específico, en el ámbito de lo que ha recibido el nombre de "comunicación social", que es una denominación muy amplia y equívoca, y esto seguramente exige algunas reflexiones que parecen inexcusables sobre una tarea sumamente compleja en nuestro mundo.

No es lo mismo, desde luego, el ámbito de la escritura literaria que el de la escritura filosófica y la periodística, y, a poco que se apuren las cosas, hay que subrayar que no se puede reducir, ni siquiera y sin más, el periodismo a un simple medio material de comunicación o bocina, como diría Kierkegaard; y, cuando esta reducción se ha dado, ello no ha sido precisamente lo mejor que ha ocurrido al periodismo. Pero también es cierto que el hecho último de la comunicación se da, y sin duda todo queda debidamente encajado, si subrayamos que las actitudes, los propósitos y, naturalmente los lenguajes, son absolutamente diversos; y diversos los destinatarios de la escritura y la palabra en cada caso, y también las posibilidades de los propios medios en relación con la naturaleza de los mensajes, porque ciertamente hay mensajes que no pueden ser transmitidos por todos los medios, o quizás no son sencillamente transmisibles por ningún medio de comunicación; sencillamente, porque éstos "media" sólo pueden manejar información pero no historias, pongamos por caso. De tal manera que de cualquier noticia que comunica, ahora mismo, - por ejemplo, un drama urbano - en realidad sólo comunica datos, que son meramente externos, y toda narración y toda humanidad - y desde luego la noción misma de lo trágico - quedan disueltos en aquéllos.

Las relaciones entre periodismo y cultura, por ceñirnos al primero en el tiempo de los que hoy llamamos "medios de comunicación de masas", han sido equívocas desde el principio, y siguen planteando interrogaciones. ¿Ha servido realmente el periodismo como vehículo de cultura? ¿Puede llegar la cultura por medio del periódico a las grandes masas, como soñaron los señores ilustrados, o es una desviación y una desvirtuación de esa cultura y en último término, una subcultura, lo único que el periódico puede hacer llegar a un lector? ¿Acaso la esencia misma de la comunicación periodística no es la de ser global, superficial, ligera, aproblemática, y, por lo tanto, muy distinta de la comunicación estrictamente cultural? No es fácil decidir, sin más, si los temores de Sören Kierkegaard, que vio en el naciente periodismo de su época la liquidación de la cultura a manos precisamente de su expresión truncada, masiva y popular, han tenido luego su confirmación, o no, o sólo parcialmente. "¿Qué hacen hoy los periódicos?", se preguntaba, en unas hojas sueltas de su "Diario", que van desde enero de 1847 a mayo de 1848, y explicaba luego que todo sucedía "como si a bordo de una nave hubiese un solo megáfono del cual se hubiera apoderado el pinche de cocina con el consentimiento general... en tanto que el capitán se ve obligado a dar sus órdenes de viva voz, ... (y) al final, el pinche de cocina, porque posee el megáfono, se apodera del comando de la nave. «Pro dii immortales!»"

Así que Kierkegaard pensaba que, en adelante y por mor de la prensa, todo dependería de una bocina, y, como en el caso de la parábola que acabo de citar del barco enfrentado a un "iceberg", y con una sola bocina pero no en manos del capitán, sino del piche de cocina que recita el menú a través de ella, también el mundo de la cultura terminaría por ser comandado por quien la bocina tuviera. Es decir, en orden a la vigencia de la cultura instrumental necesaria para una mejor producción y mejor consumo, con el acompañamiento del cultivo de la mediocridad, la facilidad, la ordinariez, el sentimentalismo, la puerilidad, y etc. No especifiquemos más. No quiero ser tan cruel como lo serían Aldous Huxley y Joseph Roth a este respecto.

En todos estos casos, estamos exactamente ante aquel supuesto kierkegaardiano del único megáfono del barco, que está en manos del cocinero y éste no puede transmitir las órdenes del capitán, que son necesariamente algo complejo; por la sencilla razón de que las grandes cuestiones y problemas culturales no pueden ser dictados por megáfono, y ni siquiera leídos en rollo, sino que precisan el libro - hoy desgraciadamente, fabricado también en gran parte como un exitoso periódico -, y la matización magisterial. De otro modo esas cuestiones quedan irremisiblemente convertidas en lemas, o máximas de calendario, en una especie de píldoras del pensar. </p>

Esto es, pongamos por caso, en los estereotipos y valores de la llamada mentalidad moderna de la que hace ya más de cincuenta años hablaba Bertrand Rusell. "La convicción de que la moda por sí sola debe dominar la opinión -escribía - posee grandes ventajas, hace innecesario el pensamiento, y pone la más alta inteligencia al alcance de cualquiera. No es difícil aprender el empleo correcto de palabras tales como complejo, sadismo, Edipo, burgués, desviación, izquierda; y nada más se necesita para hacer un brillante escritor u orador. Algunas al menos de tales palabras exigieron mucha meditación a sus inventores: como el papel moneda, originariamente eran convertibles en oro. Pero, para la mayoría de las personas, se han tornado en inconvertibles, y, al depreciarse, han aumentado la riqueza nominal de ideas. Y así estamos ahora en condiciones de despreciar las ínfimas fortunas intelectuales de tiempos anteriores". El hombre de nuestro tiempo tiene, en efecto, esta mentalidad, sigue diciendo Russell: "Su más alta esperanza es la de pensar, el primero, lo que está a punto de ser pensado, decir lo que está por decir, y sentir lo que está por ser sentido; no tiene ningún deseo de pensar mejores pensamientos que los de sus prójimos, de decir cosas que demuestren más penetración, o de tener emociones que no sean las de algún grupo de moda, sino que sólo quiere estar levemente por delante de los temas en lo referente al tiempo".

Pero madurez intelectual, que era lo que buscaba producir el periódico en su nacimiento ilustrado, significa seguramente seriedad y cierta profundidad. Significa una cierta ascesis de la inteligencia y de la sensibilidad, matiz, discusión, duda, y lo contrario de la simplificación. Sólo que los periódicos y los otros "media" tienen que fascinar de alguna manera, incluso para decir la verdad. Tienen que poner los mismos o parecidos cebos que los políticos o vendedores de todas clases y, en todo caso, acudirá a todos los expedientes necesarios que hagan efectiva la comunicación del mensaje.

Los "mass media" investigan, en primer lugar, la audiencia o capacidad de recepción del mensaje que van a emitir, y la preparan, o modifican en el caso de que esa audiencia no sea óptima o puramente negativa, y traducen el mensaje en los términos lingüísticos, las imágenes y sonidos más aptos para lograr la atención y el acceso a la sensibilidad, y provocar la aceptación de ese mensaje, incluso sin formularle claramente si se prevé un rechazo, o no resultara oportuno. Y, en el caso de la prensa por ejemplo, echando mano de un estilo narrativo que Paul Goodman vio hace ya años que ha de resultar necesariamente anulador del pensar y el sentir. "Como se dirigen a grandes públicos, con pocos intereses serios en común - decía - los temas tratados son triviales o trivializados; la comunicación es fugaz y superficial; las impresiones son excitantes o blandas, o las dos cosas...Un director de Esquire puso objeciones a unas ciertas argumentaciones de un artículo mío, porque el lector tendría que pensar sobre eso, y, por lo visto, pensar era más de lo que se podía esperar de nadie".

Y, para ahuyentar la sensación siquiera de que algo así se va a exigir "el aspecto exterior de lo escrito se vuelve ligero y superficial, cinemático: manchas de tinta que fijan la atención, estadísticas sobrecogedoras, ilustraciones llamativas; pero el movimiento del intelecto se vuelve desesperadamente lento; no ha de haber más de un pensamiento, y sencillo, por página, para que los lectores puedan continuar". Y, además, se tendrán muy en cuenta los estudios de Droge, Weisenborg y Haft, según los cuales, cuanto menor es la inteligencia del receptor, o cuando se trata de inteligencia indiscriminada por la masa, que es lo mismo, tanto antes y mejor se entiende y aceptan las conclusiones explícitas de un mensaje, o es mucho más aceptable y operante un argumento unilateral y rotundo que otro, enfocado desde distintos puntos de vista o matizado.

Los mismos "media" están condicionados por los valores en curso de los ambientes en que han de comunicar sus mensajes, y por los estereotipos de los receptores, y, sobre todo, porque ellos mismos ya no poseen sino una información nocionística de la realidad, y, con frecuencia son dramáticamente conscientes de que la realidad verdadera no pasa, y no puede pasar por ellos; es decir, de que los mensajes más serios y humanizadores, los de cierta complejidad intelectual y profundidad moral, no son aptos para pasar por el megáfono kierkegardiano del que hablaba al principio; lo que pasa por él perfectamente es siempre un mensaje confuso, con tal que se utilice una lógica externa y aparente muy fuerte. Y, lógicamente, el discurso filosófico o teológico, o un texto literario que no esté dispuesto a convertirse en megáfono y lanzar un mensaje confuso y de aparente fuerte lógica no tendrá destinatario. Es más, dado el desastre educativo de los últimos años, la comunicación y transmisión cultural resultará problemática, o no será posible sencillamente.

Pero la capitidisminución, recuelo y fraude que habría que hacer para hacer pasar ciertos mensajes no parecen dejarnos más opción que la de enunciarlos como es preciso, pero sabiendo que no llegarán.

Recordaré, sencillamente, a este respecto, una historia en la que se trataba de la transmisión de un mensaje no estrictamente material a través de la televisión. Y fue imposible. En 1973, exactamente, un grupo de amantes de una naturaleza limpia y periodistas trataron de concienciar la opinión pública norteamericana sobre el caso de los indios Hopi, cuyas tierras trataba de explotar una Compañía comercial, barriendo naturalmente de ellas a ese pueblo.

Pero ¿qué es lo que finalmente pudieron ver los espectadores de una misión cuidadosamente preparada para ayudar a los indios Hopi? Por un lado, los espectadores de ese reportaje pudieron contemplar una serie de viejos tipos de aspecto salvaje con ropajes exóticos o divertidos, que hablaban de una religión que consideraba sagrada a la tierra, afirmaban que cavarla para robarle sus secretos era peligroso para la especie humana entera. Por otro lado, podían ver a unos funcionarios gubernamentales correctamente vestidos, bien educados, y nominalmente preocupados por los puestos de trabajo, y la elevación del nivel de vida y el progreso. ¿No habría que permitir que sobreviviera esta vieja y hermosa cultura? preguntó el periodista John Doe, desde Blak Mesa. Arizona, refiriéndose al universo entero de los Hopi. Pero, a continuación, se proyectó un anuncio comercial de la "Pacífic Gass and Electric" acerca de la crisis energética y de la necesidad de echar mano de todos los recursos; y entonces, naturalmente, el destino de los indios quedó determinado de inmediato ante los ojos y la opinión libres de los telespectadores libres, que habían asistido a una confrontación libre de puntos de vista libres, en un país libre.

¿Había sucedido entonces que el mensaje de los Hopi no había pasado porque el asunto se había planteado entre tradición y progreso para los telespectadores presas de este estereotipo infantil? Puede ser, pero se trataba igualmente de algo más sustancial, que los técnicos en comunicación señalaron enseguida. Lo que había ocurrido era lo que tenía que ocurrir, y es que ciertos mensajes son triturados o deshechos, o, como poco, quedan desvirtuados, cuando pasan por los "media", mientras que otros mensajes funcionan perfectamente, y, prácticamente nutren los "media" por eso mismo: la guerra, por ejemplo, que ofrece sensaciones colectivas, pero no la paz, que no transmite emociones significativas.

Y, por esta razón misma, la violencia será noticieramente más rentable que la no violencia. Los coches y otros bienes suntuosos de consumo transmiten más información y deseos de consumo que las plantas y los animales, así que su presencia en informaciones o reportajes, o en películas televisivas tendrá preferencia frente a aquellas noticias, reportaje, o filmes en que no aparezcan. Las religiones con líderes carismáticos, mundanos o políticos, recibirán más atención que las religiones espiritualistas; las ideas políticas que se encarnan en un personaje serán más comunicables que las que se explicitan en un programa matizado y reflexivo.

La idea única, en suma, el objeto reluciente, el personaje con leyenda escandalosa, exótica, o dorada - y todo esto se fabrica perfectamente, y forma parte de la producción de best-sellers, por ejemplo - pasan luego perfectamente por las páginas de los periódicos, por la conversación ante los micrófonos, o ante las cámaras, porque ofrecen un punto único y llamativo externamente con una efectividad hipnótica total, paralizando el sentido crítico totalmente, momento en el cual se ofrece realidad representada o fabricada, más real que la realidad-real.

Los "media" son así, y así funcionan incluso a su pesar, y vamos a dejar de lado los otros problemas de la sociología de la información que tienen que ver con la ideología o las finanzas. Esto es otro asunto, y estoy planteando las cosas en un plano puramente cultural, y en torno al hecho de que la transmisión cultural va siendo imposible, y muy difícil la transmisión de cualquier realidad que no sea un puro"factum". Y podríamos pensar, por ejemplo, en esa cuestión que a veces sale a colación de la buena imagen o buen "look" atractivo que la Iglesia debería mostrar a través de los medios, y que se lograría fácilmente en cuanto el cristianismo o la Iglesia se transformaran en una empresa o sociedad mundanal de amigos con los valores de los tiempos y todos sus atractivos perfectamente anticristianos. Se recuerda la vieja advertencia de Karl Löwith en los años 30 del pasado siglo: "La debilidad del cristianismo moderno - tan moderno como poco cristiano- radica en que ha asumido el lenguaje, los métodos, y los resultados de nuestras conquistas seculares, en la ilusión de que los inventos modernos son únicamente medios neutrales que, por fines morales y aún religiosos podrían ser cristianizados. En realidad son el resultado de una extrema mundanidad y una extrema confianza en si mismo"

Pero es que, además, no sólo está este dato de que no puede pasar fácilmente - o quizás de ningún modo - un asunto moral o religioso por los "media", sino que la información en sí misma es lo contrario de la historia y rechaza a ésta, y que las condiciones mismas del relato periodístico se vuelven más concesivas cada día. Hasta el momento, la transmisión de un hecho se exigía en el formato de unas condiciones mínimas: los "qué, quién, cuándo, dónde, cómo"; y no "por qué", porque las razones de una acción no se saben, ni de ordinario pueden explicitarse de manera objetiva. Este mínimum y la lealtad con los hechos, que no es la neutralidad, sino la objetividad verdadera, nos obliga ciertamente a escribir que ha sido el cordero, quien, estando aguas arriba del arroyo donde ambos bebían, ha ensuciado las aguas al lobo; y esto es todo cuanto un noticiador debe y puede ofrecer y todo cuanto debe y puede exigírsele. Y dejemos de lado, ahora, la otra cuestión o asunto no específicamente periodístico, sino literario, filosófico, histórico o religioso, del llamado columnista o colaborador del periódico, que es bastante compleja pues todo depende del carácter de la escritura, incluso si de antemano quien la escribe no debe cerrar los ojos al hecho de que toda escritura periodística, como avisa Joseph Roth, no encontrará sino rechazo del lector si no tuerce de algún modo las cosas para hacer que rezumen lo que todos los periódicos y lectores del mundo entero suelen llamar esperanza, aunque se trate solamente de la sacarina de ella, como Georges Bernanos llamaba al optimismo.

Pero, como dice Lévinas, "la palabra en su esencia original es un compromiso ante un tercero en nombre de nuestro prójimo...La función original de la palabra no consiste en designar un objeto para comunicar con otro, ni en un juego sin consecuencias, sino que alguien asume una responsabilidad ante alguien". Y esto me parece que es lo que nos impide hacernos ligeros en el habla, porque sabemos que las palabras matan, y seguramente ninguno de nosotros quisiera encontrarse implicado en el terrible juicio que a la palabra vana o malvada se hace tanto en el Evangelio de Mateo como en la Carta de Santiago. Y creo sinceramente que, sean como quiera que sean las cosas, quien escribe, como quien habla, sabe que al margen de las complejidades todas de la comunicación mundanal que he descrito sumariamente, no precisa, al fin y al cabo otra cosa, sino poner cuidado en no hacerse objeto de estos terribles e implacables juicios acerca de la gloria y de la perdición de la palabra, y en no ignorar la responsabilidad para con alguien y ante alguien que la palabra que decimos o escribimos implica, tal y como apunta Enmanuel Lévinas.

Y, desde la teología, por cierto, ha señalado lo importante de esta cuestión de la naturaleza no meramente comunicativa de la palabra, sino de su fundante implicación de terceros en el lenguaje, el Papa Benedicto XVI, en su magnífico discurso al mundo de la cultura pronunciado en el monasterio de los Bernardinos en París, en setiembre del año pasado. En él hizo una detallada reflexión sobre el monacato de Occidente, como una historia determinada por "la búsqueda de Dios (que) requiere,...por intrínseca exigencia, una cultura de la palabra o, como dice Jean Leclercq: en el monaquismo occidental, escatología y gramática están interiormente vinculadas una con la otra". Es decir, la búsqueda de lo esencial por encima y más allá de la accidentalidad del mundo, y la toma en cuenta del valor de la palabra y la erudición sobre ella en la escuela y en la biblioteca. Enfatizando, luego, que "para captar plenamente la cultura de la palabra"...hay que entender que "es una Palabra que mira a la comunidad. En efecto, llega hasta el fondo del corazón de cada uno (cf. Hch 2, 37)", o, citando a Gregorio Magno que la describe "como una punzada imprevista que desgarra el alma adormecida", que es una imagen de la que ni el Maestro Eckhart ni Franz Kafka se privarían, más adelante, para valorar cualquier escritura.

Así que me parece que es seguro que nosotros tampoco tendríamos mejor manera de agradecer la distinción que se nos ha otorgado que ver en ésta la exigencia de poner en limpio las cuentas de nuestro habla y nuestra escritura con esa concepción perfectamente anti-banal y anti-accidental de la palabra.

Gracias, entonces, en nombre de mis compañeros distinguidos con el Premio ¡Bravo!, y en el mío propio. GRACIAS