Tercera predicación de Cuaresma del padre Cantalamessa

“Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios”

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 27 marzo 2009 (ZENIT.org).- «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Romanos 8, 2) es el tema de las meditaciones que siguen esta Cuaresma Benedicto XVI y sus colaboradores de la Curia por el predicador de la Casa Pontifica. En el marco del Año Paulino, después de haber meditado, el pasado Adviento, sobre el lugar de Cristo en el pensamiento del Apóstol, ahora se ilustra la visión de Pablo sobre la obra del Espíritu Santo.

Ante la Curia romana y Benedicto XVI, el padre Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap. ha pronunciado este viernes la tercera de ellas, cuyo contenido traducimos íntegramente. La primera predicación se publicó en ZENIT el pasado 13 de marzo y la segunda el 20 de marzo.

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P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.

Tercera Predicación de Cuaresma

«Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8, 14)

1. ¿Una era del Espíritu Santo?

«Por consiguiente, ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte… El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece; mas si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justificación. Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros».

Son cuatro versículos del capítulo octavo de la Carta a los Romanos sobre el Espíritu Santo y en ellos resuena seis veces el nombre de Cristo. La misma frecuencia se mantiene en el resto del capítulo, si consideramos también las veces que hay referencias a Él con el pronombre o con el término Hijo. Este hecho es de importancia fundamental; nos dice que para Pablo la obra del Espíritu Santo no sustituye a la de Cristo, sino que la prosigue, la cumple y la actualiza.

El hecho de que el recién elegido presidente de los Estados Unidos, durante su campaña electoral, haya aludido tres veces a Joaquín de Fiore, ha vuelto a suscitar el interés por la doctrina de este monje del medioevo. Pocos de los que hablan de él, especialmente en Internet, saben o se preocupan de saber qué dijo exactamente este autor. Toda idea de renovación eclesial o mundial se pone bajo su nombre con desenvoltura, hasta la idea de un nuevo Pentecostés para la Iglesia invocado por Juan XXIII.

Una cosa es cierta. Sea o no atribuible a Joaquín de Fiore, la idea de una tercera era del Espíritu que sucedería a la del Padre en el Antiguo Testamento y de Cristo en el Nuevo es falsa y herética, porque ataca el corazón mismo del dogma trinitario. Bien distinta es la afirmación de san Gregorio Nacianceno, quien distingue tres fases en la revelación de la Trinidad: en el Antiguo Testamento, se ha revelado plenamente el Padre y se ha prometido y anunciado el Hijo; en el Nuevo Testamento, se ha revelado plenamente el Hijo y ha sido anunciado y prometido el Espíritu Santo; en el tiempo de la Iglesia, se conoce finalmente por completo el Espíritu Santo y se goza de su presencia [1].

Sólo por haber citado en un libro mío este texto de san Gregorio, acabé también en la lista de los seguidores de Joaquín de Fiore, pero san Gregorio habla del orden de la manifestación del Espíritu, no de su ser o de su actuar, y en tal sentido su afirmación expresa una verdad incontestable, acogida pacíficamente por toda la tradición.

La tesis llamada joaquimita la excluye de raíz Pablo y todo el Nuevo Testamento. Para estos el Espíritu Santo no es sino el Espíritu de Cristo: objetivamente porque es el fruto de su Pascua; subjetivamente porque es Él quien lo infunde en la Iglesia, como dirá Pedro a la multitud el día mismo de Pentecostés: «Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís» (Hechos 2, 33). El tiempo del Espíritu es por ello co-extensivo al tiempo de Cristo.

El Espíritu Santo es el Espíritu que procede primariamente del Padre, que ha descendido y se ha «posado» en plenitud en Jesús, «historificándose» y acostumbrándose en Él -dice san Ireneo- a vivir entre los hombres, y que en Pascua-Pentecostés desde Él es infundido en la humanidad. Otra prueba de todo esto es precisamente el grito «Abbà» que el Espíritu repite en el creyente (Ga 4,6) o enseña a repetir al creyente (Rm 8, 15). ¿Cómo puede el Espíritu gritar Abbà al Padre? No es generado desde el Padre, no es su Hijo… Puede hacerlo -observa san Agustín- porque es el Espíritu del Hijo y prolonga el grito de Jesús.

2. El Espíritu como guía en la Escritura

Después de esta premisa, vamos al versículo del capítulo octavo de la Carta a los Romanos sobre el que desearía detenerme hoy: «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14).

El tema del Espíritu Santo-guía no es nuevo en la Escritura. En Isaías todo el camino del pueblo en el desierto se atribuye a la guía del Espíritu. «El Espíritu del Señor los guió a descansar» (Is 63, 14). Jesús mismo «Jesús fue llevado (ductus) por el Espíritu al desierto» (Mt 4,1). Los Hechos de los Apóstoles nos muestran una Iglesia que, poco a poco, es «conducida por el Espíritu». El mismo proyecto de san Lucas de hacer que, al evangelio, le sigan los Hechos de los Apóstoles, tiene el objetivo de mostrar cómo el mismo Espíritu que había guiado a Jesús en su vida terrena ahora guía a la Iglesia, como Espíritu «de Cristo». ¿Va Pedro hacia Cornelio y los paganos? Es el Espíritu quien se lo ordena (Cf. Hch 10,19;11,12); en Jerusalén, ¿los apóstoles toman decisiones importantes? Es el Espíritu quien las ha sugerido (15, 28).

La guía del Espíritu se ejerce no sólo en las grandes decisiones, sino también en las cosas pequeñas. Pablo y Timoteo quieren predicar el Evangelio en la provincia de Asia, pero «el Espíritu Santo se lo había impedido»; intentan dirigirse hacia Bitinia, pero «no lo consintió el Espíritu de Jesús» (Hch 16, 6 s.). Se comprende después el porqué de esta guía tan apremiante: el Espíritu Santo empujaba de este modo a la Iglesia naciente a salir de Asia y asomarse a un nuevo continente, Europa (Cf. Hch 16,9).

Para Juan, la guía del Paráclito se ejerce sobre todo en el ámbito de la conciencia. Es Aquel que «guiará» a los discípulos hacia la verdad completa (Jn 16,3); su unción «enseña toda cosa», hasta el punto que quien la posee no necesita de otros maestros (Cf. 1 Jn 2, 27). Pablo introduce una importante novedad. Para él, el Espíritu Santo no es sólo «el maestro interior»; es un principio de vida nueva (¡»los que son guiados por Él son hijos de Dios»!); no se limita a indicar qué hay que hacer, sino que también da la capacidad de hacer lo que manda.

En ello, la guía del Espíritu se diferencia esencialmente de la de la Ley que permite ver el bien que hay que cumplir, pero que deja a la persona a solas con el mal que no quiere (Cf. Rm 7, 15 ss.). «Si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Ga 5,18), había dicho el Apóstol anteriormente, en la Carta a los Gálatas (Ga 5,18).

Esta visión paulina de la guía del Espíritu, más profunda y ontológica (en cuanto toca el ser mismo del creyente), no excluye la más común de maestro interior, de guía en el conocimiento de la verdad y de la voluntad de Dios, y en esta ocasión es precisamente de lo que querría hablar.

Se trata de un tema que ha tenido un amplio desarrollo en la tradición de la Iglesia. Si Jesucristo es «el camino» (odòs) que lleva al Padre (Jn 14, 6)
, el Espíritu Santo -decían los Padres- es «la guía a lo largo del camino» (odegòs) [2]. «Este es el Espíritu -escribe san Ambrosio-, nuestra cabeza y guía (ductor et princeps), que dirige la mente, confirma el afecto, nos atrae adonde quiere y orienta hacia lo alto nuestros pasos» [3]. El himno Veni creator recoge esta tradición en los versos: «Ductore sic te praevio vitemus omne noxium«: contigo como guía todo mal evitaremos. El Concilio Vaticano II se comprende en esta línea cuando habla «del Pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el Espíritu del Señor» [4].

3. El Espíritu guía a través de la conciencia

¿Dónde se explica esta guía del Paráclito? El primer ámbito u órgano es la conciencia. Hay una relación estrechísima entre conciencia y Espíritu Santo. ¿Qué es la famosa «voz de la conciencia» más que una especie de «repetidor a distancia» a través del cual el Espíritu Santo habla a cada hombre? «Mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo«, exclama san Pablo, hablando de su amor por los connacionales israelitas (Cf. Rm 9, 1).

A través de este «órgano», la guía del Espíritu Santo se extiende también fuera de la Iglesia, a todos los hombres. Los paganos «muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia» (Rm 2, 14 s.). Precisamente porque el Espíritu Santo habla en todo ser razonable a través de la conciencia -decía san Máximo el Confesor-, «vemos a muchos hombres, también entre los bárbaros y los nómadas, orientarse a una vida decorosa y buena, y despreciar las leyes violentas que desde los orígenes les habían gobernado» [5].

La conciencia es también una especie de ley interior, no escrita, diferente e inferior respecto a la que existe en el creyente por la gracia, pero no en desacuerdo con ella, dado que proviene del mismo Espíritu. Quien no posee más que esta ley «inferior», pero la obedece, está más cerca del Espíritu que quien posee aquella superior que viene del bautismo, pero no vive de acuerdo con ella.

En los creyentes esta guía interior de la conciencia está como potenciada y elevada por la unción que «enseña acerca de todas las cosas -y es verdadera, no mentirosa-» (1 Jn 2, 27), o sea, guía infaliblemente si se le presta atención. Precisamente comentando este texto, san Agustín formuló la doctrina del Espíritu Santo como «maestro interior». ¿Qué quiere decir -se preguntaba- «no necesitáis que ninguno os instruya»? ¿Tal vez que el cristiano solo ya sabe todo por su cuenta y que no necesita leer, formarse, escuchar a nadie? Pero si así fuera, ¿con qué fin habría escrito el apóstol esta carta suya? La verdad es que hay necesidad de escuchar a maestros externos y a predicadores externos, pero sólo entenderá y se aprovechará de lo que dicen aquel a quien le habla en lo íntimo el Espíritu Santo. Esto explica por qué muchos escuchan la misma predicación y la misma enseñanza, pero no todos comprenden de igual forma [6].

¡Qué consoladora seguridad de todo ello! La palabra que un día resonó en el Evangelio: «¡El maestro está aquí y te llama!» (Jn 11, 28), es verdadera para cada cristiano. El mismo maestro de entonces, Cristo, que habla a través de su Espíritu, está dentro de nosotros y nos llama. Tenía razón san Cirilo de Jerusalén al definir al Espíritu Santo como «el gran didascalo, esto es, maestro, de la Iglesia» [7].

En este ámbito íntimo y personal de la conciencia, el Espíritu Santo nos instruye con las «buenas inspiraciones» o las «iluminaciones interiores» de las que todos hemos tenido alguna experiencia en la vida. Son impulsos a seguir el bien y a rechazar el mal, atracciones y propensiones del corazón que no se explican naturalmente, porque con frecuencia van en dirección contraria a la que querría la naturaleza.

Basándose en este componente ético de la persona, precisamente algunos eminentes científicos y biólogos de la actualidad han llegado a superar la teoría que contempla el ser humano como resultado casual de la selección de la especie. Si la ley que gobierna la evolución es sólo lucha por la supervivencia del más fuerte, ¿cómo se explican ciertos actos de puro altruismo y hasta de sacrificio de uno mismo por la causa de la verdad y de la justicia? [8].

4. El Espíritu guía a través del magisterio de la Iglesia

Hasta aquí, el primer ámbito en el que se ejerce la guía del Espíritu Santo, el de la conciencia. Existe un segundo, que es la Iglesia. El testimonio interior del Espíritu Santo se debe conjugar con el exterior, visible y objetivo, que es el magisterio apostólico. En el Apocalipsis, al término de cada una de las siete cartas, oímos la advertencia: «El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2, 7 ss.).

El Espíritu habla también a las Iglesias y a las comunidades, no sólo a los individuos. San Pedro, en Hechos, reúne ambos testimonios -interior y exterior, personal y público- del Espíritu Santo. Acaba de hablar a las multitudes de Cristo entregado a la muerte y resucitado, y aquellas se sintieron «compungidas» (Cf. Hch 2, 37); lo mismo hace ante los jefes del sanedrín, y estos se enfurecieron (Cf. Hch 4, 8 ss). Mismo tema, mismo predicador, pero efecto completamente distinto. ¿Cómo es eso? La explicación se encuentra en estas palabras que el apóstol pronuncia en esa circunstancia: «Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen» (Hch 5, 32).

Dos testimonios deben unirse para que pueda brotar la fe: el de los apóstoles que proclaman la palabra y el del Espíritu que permite acogerla. La misma idea se expresa en el evangelio de Juan cuando, hablando del Paráclito, Jesús dice: «Él dará testimonio de mí y también vosotros daréis testimonio» (Jn 15, 26).

Es igualmente fatal pretender prescindir de una o de otra de las dos guías del Espíritu. Cuando se descuida el testimonio interior, se cae fácilmente en el legalismo y en el autoritarismo; cuando se descuida el exterior, apostólico, se cae en el subjetivismo y en el fanatismo. En la antigüedad, rechazaban el testimonio apostólico, oficial, los gnósticos. Contra ellos, san Ireneo escribía las conocidas palabras:

«A la Iglesia se le ha confiado el Don de Dios, como el soplo a la criatura plasmada… De él no son partícipes los que no siguen a la Iglesia… Separados de la verdad, se agitan en cada error dejándose zarandear por él; según el momento, piensan cada vez de modo distinto sobre los mismos temas, sin tener jamás un criterio estable» [9].

Cuando todo se reduce a la escucha personal, privada, del Espíritu, se abre el camino a un proceso irrefrenable de divisiones y subdivisiones, porque cada uno cree que tiene razón; y la propia división y multiplicación de las denominaciones y de las sectas, a menudo en oposición entre sí en puntos esenciales, demuestra que no puede ser en todos el mismo Espíritu de verdad el que habla, porque de otra forma estaría Él en contradicción consigo mismo.

Esto, como se sabe, es el peligro al que está más expuesto el mundo protestante, habiendo erigido el «testimonio interno» del Espíritu Santo como único criterio de verdad, contra todo testimonio externo, eclesial, a no ser sólo la Palabra escrita [10]. Algunas franjas extremas irán tan lejos como para desgajar la guía interior del Espíritu Santo también de la palabra de la Escritura; existirán entonces los diversos movimientos de «entusiastas» y de «iluminados» que han atravesado la historia de la Iglesia, tanto católica como ortodoxa y protestante. El punto de llegada más habitual de esta tendencia, que concentra toda la atención en el testimonio interno del Espíritu, es que inadvertidamente el Espíritu… pierde la mayúscula y termina por coincidir con el simple espíritu humano. Es lo que ocurrió con el racionalismo.

Pero debemos reconocer que existe también el riesgo opuesto: el de absolutizar el testimonio externo y público del Espíritu, ignorando el individual que se ejerce a través de la conciencia iluminada por la gracia. En otras palabras, el de reducir la guía el Paráclito al único magisterio oficial de la Iglesia, empobreciendo así la variada acción del Espíritu Santo.

Prevalece fácilmente, en este caso, el elemento humano, organizativo e institucional; se favorece la pasividad del cuerpo y se abre la puerta a la marginación del laicado y a la excesiva clericalización de la Iglesia. Sin contar con que, también por esta ruta, se puede recaer en el subjetivismo y en el sectarismo, asumiendo, de la tradición y del magisterio, sólo la parte que corresponde a la propia elección ideológica o política.

Igualmente en este caso, como siempre, debemos volver a encontrar la totalidad, la síntesis, que es el criterio verdaderamente «católico». Lo ideal es una sana armonía entre la escucha de lo que el Espíritu me dice a mí, singularmente, y lo que dice a la Iglesia en su conjunto, y a través de la Iglesia a cada uno.

5. El discernimiento en la vida personal

Vamos ahora a la guía del Espíritu en el camino espiritual de cada creyente. Se sitúa bajo el nombre de discernimiento de espíritu. El primer y fundamental discernimiento de espíritu es el que permite distinguir «el Espíritu de Dios» del «espíritu del mundo» (Cf. 1 Co 2, 12). San Pablo brinda un criterio objetivo de discernimiento, el mismo que había dado Jesús: el de los frutos. Las «obras de la carne» revelan que cierto deseo viene del hombre viejo, pecaminoso; «los frutos del Espíritu» revelan que viene del Espíritu (Cf. Ga 5, 19-22). «La carne de hecho tiene deseos contrarios al Espíritu y el Espíritu tiene deseos contarios a la carne» (Ga 5, 17).

Sin embargo a veces este criterio objetivo no basta, porque la elección no es entre el bien y el mal, sino entre un bien y otro bien, y se trata de ver qué es lo que Dios quiere en una circunstancia precisa. Sobre todo para responder a esta exigencia, san Ignacio de Loyola desarrolló su doctrina sobre el discernimiento. Invita a mirar sobre todo una cosa: las propias disposiciones interiores, las intenciones (el «espíritu») que están detrás de una elección.

San Ignacio sugirió los medios prácticos para aplicar estos criterios [11]. Uno es el siguiente. Cuando se está ante dos posibles opciones, es útil detenerse primero en una, como si hubiera que seguirla sin duda; permanecer en tal estado durante uno o más días; entonces valorar las reacciones del corazón frente a tal elección: si da paz, si armoniza con el resto de las propias elecciones, si algo en ti te alienta en esa dirección, o, al contrario, si el tema deja un poso de inquietud… Repetir el proceso con la segunda hipótesis. Todo en un clima de oración, de abandono a la voluntad de Dios, de apertura al Espíritu Santo.

Una disposición habitual de fondo a realizar, en cualquier caso, la voluntad de Dios, es la condición más favorable para un buen discernimiento. Jesús decía: «Mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 5, 30).

El peligro, en algunas formas modernas de entender y practicar el discernimiento, es acentuar hasta tal punto los aspectos psicológicos, que se olvide que el agente primario de todo discernimiento es el Espíritu Santo. Hay una profunda razón teológica en ello. El Espíritu Santo es Él mismo la voluntad sustancial de Dios, y cuando entra en un alma «se manifiesta como la voluntad misma de Dios para aquel en quien se halla» [12].

El fruto concreto de esta meditación podría ser una renovada decisión de confiarse en todo y para todo a la guía interior del Espíritu Santo, como en una especie de «dirección espiritual». Está escrito que «cuando la Nube se elevaba de encima de la Morada, los israelitas levantaban el campamento. Pero si la Nube no se elevaba, ellos no levantaban el campamento» (Ex 40, 36-37). Tampoco nosotros debemos emprender nada si no es el Espíritu Santo -de quien la nube, según la tradición, era figura- quien nos mueve y sin haberle consultado antes de cada acción.

Tenemos el ejemplo más luminoso de ello en la propia vida de Jesús. Jamás emprendió nada sin el Espíritu Santo. Con el Espíritu Santo fue al desierto; con el poder del Espíritu Santo regresó e inició su predicación; «en el Espíritu Santo» eligió a sus apóstoles (Cf. Hch 1,2); en el Espíritu oró y se entregó a sí mismo al Padre (Cf. Hb 9, 14).

Santo Tomás habla de esta conducción interior del Espíritu como de una especie de «instinto propio de los justos»: «Igual que en la vida corporal el cuerpo no es movido más que por el alma que lo vivifica, así en la vida espiritual cada movimiento nuestro debería provenir del Espíritu Santo» [13]. Es así como actúa la «ley del Espíritu»; es lo que el Apóstol llama «dejarse guiar por el Espíritu» (Ga 5, 18).

Debemos abandonarnos al Espíritu Santo como las cuerdas del arpa a los dedos de quien las toca. Como buenos actores, tener el oído atento a la voz del apuntador escondido, para recitar fielmente nuestra parte en el escenario de la vida. Es más fácil de cuanto se piensa, porque nuestro apuntador nos habla dentro, nos enseña toda cosa, nos instruye en todo. Basta a veces un simple vistazo interior, un movimiento del corazón, una oración. De un santo obispo del siglo II, Melitón de Sardes, se lee este bello elogio que desearía que se pudiera repetir de cada uno de nosotros después de morir: «En su vida hizo todo movido por el Espíritu Santo» [14].

[Traducción del original italiano por Marta Lago]

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[1] Cf. S. Gregorio Nazianzeno, Discursos, XXXI, 26 (PG 36, 161 s.).

[2] S. Gregorio Nisseno, Sobre la fe (PG 45, 1241C): cf. Ps.-Atanasio, Diálogo contra los macedonios, 1, 12 (PG 28, 1308C).

[3] S. Ambrosio, Apología de David, 15, 73 (CSEL 32,2, p. 348).

[4] Gaudium et spes, 11.

[5] S. Máximo Confesor, Capítulos varios, I, 72 (PG 90, 1208D).

[6] Cf. S. Agustín, Sobre la primera carta de Juan, 3,13; 4,1 (PL 35, 2004 s.).

[7] S. Cirilo de Jerusalén, Catequesis, XVI, 19.

[8] Cf. F. Collins, The Language of God

[9] S. Ireneo, Contra las herejías, III, 24, 1-2.

[10] Cf. J.-L. Witte, Esprit-Saint et Eglises séparées, in Dict.Spir. 4, 1318-1325.

[11] Cf. S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, cuarta semana (ed. BAC, Madrid 1963, pp. 262 ss).

[12] Cf. Guillermo de San Thierry, Lo specchio della fede, 61 (SCh 301, p. 128).

<p>[13] Santo Tomás, Sobre la Carta a los Gálatas, c.V, l. 5, n.318; l. 7, n. 340.

[14] Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, V, 24, 5.

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ZENIT Staff

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