ROMA, martes 31 de marzo de 2009 (ZENIT.org).- “Julio César” sigue siendo uno de los nombres más conocidos de la Antigua Roma. Continúa vivo en el popular nombre femenino de Julia, y creó los títulos de Zar y Kaiser. Aunque Julio ha recibido tanto elogios como desprecios en sus siglos de fama, su nombre nunca se ha olvidado. Logró su mayor éxito, la inmortalidad.
Por primera vez en Italia, una exposición en el claustro de la iglesia romana de Santa María della Pace explora esta fascinante figura, desde los hechos históricos hasta su deslumbrante gloria y duradera leyenda que todavía hoy cautiva.
César nació alrededor del año 100 a. de C. dentro de la “gens Iulia”, una de las más nobles y antiguas familias de Roma, pero fue criado en un hogar empobrecido en un distrito de viviendas de Roma. Creció durante la difícil época de las guerras civiles en la península italiana, causadas por el enfrentamiento entre dos hombres muy poderosos de Roma, Gaius Marius y Lucius Cornelius Sulla.
Un busto hermosamente modelado de Julio César de los Museos Vaticanos saluda a los visitantes a la exposición. Los distintivos rasgos – amplia frente, nariz levemente aquilina y pómulos altos – revelan un retrato de los albores del Imperio. Se mantiene el deseo republicano por la individualidad en la arrugada frente y en los ojos hundidos, pero la nueva idealización de las imágenes imperiales aparece en las elegantes líneas del rostro.
La Roma de César estaba dividida entre dos facciones políticas en guerra, los Optimates y los Populares. Los Optimates representaban la vieja nobleza volcada en retener los privilegios de la aristocracia, mientras que la segunda comprendía a los nuevos miembros del senado. Los Populares usaban con frecuencia la retórica demagógica, intentado dirigir el poder de las masas de romanos descontentos.
César, de linaje aristocrático, se unió a los Populares esperando reconciliar a estos dos grupos cada vez más enfrentados. Extraordinario incluso en la juventud, sobrevivió a un intento de asesinato de Sila, ganó la corona cívica a los 19 años y ocupó, poco después, un asiento en el senado.
Una famosa anécdota habla de la conciencia de César de su propia singularidad desde el principio. Fue secuestrado por piratas en el 74 a. de C., que exigieron un rescate de 20 talentos. César declaró que él valía 50 talentos, y prometió que pagaría su rescate, y luego volvería para capturar y crucificar a los piratas, una promesa que cumplió.
La vida pública de César se presenta en la exposición a través de una plancha de bronce en la que están inscritas varias de sus leyes. Otro intrigante objeto es una imagen de una silla de senador, el “sedile curule”, junto a un asiento similar encontrado en las ruinas de Pompeya. Los retratos de Pompeyo y Craso, que formaron en el 60 a. de C. el triunvirato con Julio para mandar en Roma, están junto al de Cicerón, uno de los más agrios enemigos de César. En el espacio oscuro de la exposición parece que se es testigo de una reunión del viejo senado.
Las hazañas de César siguieron asombrando a Roma. Con el gobierno de la Galia del 58 al 52, César sometió todo el territorio finalmente venciendo al rey galo Vercingetorix. Su alianza política se rompía, pero su prestigio estaba creciendo. Puntos relevantes de la muestra son los objetos de excavaciones de los lugares de campaña de César en la Galia. Espadas galas, algunas en condiciones excelentes, puntas de lanza y yelmos romanos hacen viva la memoria de las victorias de César.
El triunvirato se disolvió con la muerte de Craso y pronto los Optimates atrajeron a Pompeyo a su bando. Enfrentado a la orden de licenciar sus legiones y volver a Roma, el 10 de enero del 49 a. de C., César cruzó el Rubicón y marchó sobre Roma.
La guerra civil resultante no terminó hasta la derrota de Pompeyo en Farsalia en el 48. César persiguió a Pompeyo hasta Egipto, donde halló a su antiguo aliado asesinado a traición y se encontró con Cleopatra. En un estilo muy italiano, la exhibición dedica mucho espacio al romance entre César y Cleopatra. Un llamativo busto en basalto negro presenta a la exótica reina egipcia, mientras cerca una delicada representación suya en mármol de Paros la exhibe en forma de diosa griega.
En la tierra donde los gobernantes son divinidades, uno se pregunta si fue aquí por primera vez donde Julio soñó en la inmortalidad. Un bajo relieve muestra a César como el dios egipcio Amón con su consorte Cleopatra como la diosa Mut y su hijo Cesarión.
Al regresar a Roma, César acentuó las conexiones Julias con la divinidad. Su familia reivindicó un lazo directo con Eneas, el príncipe troyano hijo de la diosa Venus. En el último año de su vida, César asumió el título de Jupiter Julius, asociándose al rey de los dioses.
César erigió un nuevo foro, con un amplio templo dedicado a Venus Genetrix, como progenitora de su clan. Una imponente estatua del Louvre muestra cómo habría sido la estatua de culto, con la elegante diosa cubierta con un largo traje blanco, llevando la manzana de oro como la más hermosa de todas.
Los cofres de exquisita artesanía reflejan el gusto de César por el lujo. Copas de platas, platos de cristal, joya de oro y minuciosos mosaicos reflejan su amor por las cosas temporales, pero César siempre tuvo la mente puesta en la posteridad.
César fue asesinado en la Curia de Pompeyo en los Idus de Marzo del 44 a. de C., pero para su leyenda, esto fue sólo el comienzo. El resto de la exposición estudia cómo la memoria de las hazañas de César no hizo más que crecer tras su muerte. Su cremación en el Foro por una desconsolada multitud de romanos atestiguó el hecho de que, aunque muchos romanos no aceptasen a César como rey, estaban dispuestos a aceptarlo como dios.
El hijo adoptivo de César y heredero designado, Octavio, más tarde conocido como Augusto, fue quien más hizo para promover la deificación de César. Todo lo que encargó, desde los relieves decorativos de los relatos romanos a la Eneida de Virgilio, escrita del 28 al 19 a. de C., tuvo el objetivo de establecer el linaje divino de la gens Iulia.
El 18 de agosto del año 29 a. de C., Augusto dedicó el templo al Divino Julio, el primer templo en el Foro a un hombre que se había convertido en dios. Erigido en el lugar de su cremación, el templo estaba frente al gran santuario de Jupiter Optimus Maximus, en la colina del Capitolio. César había logrado lo que ningún romano antes que él, el reconocimiento oficial de su inmortalidad.
Los emperadores siguientes reclamarían la deidad basándose en el precedente de Julio César y Roma se llenaría con los templos de Adriano, Claudio y otros. César había forjando un nuevo camino de conquista para Roma, en el que los hombres se convertirían en dioses.
Mientras tanto, en la misma época en la que los emperadores comenzaban a imaginar que podrían vivir para siempre, nacía la verdadera promesa de vida eterna. Cuarenta y cuatro años después de la muerte de César, durante el reinado de su sucesor Augusto, nacía Jesucristo en Belén. Mientras proliferaban los altares y santuarios a lo largo del Imperio, Jesús enseñaría que sólo hay un camino hacia la vida eterna – a través de él.
* * *
Condenado para siempre
Mientras los romanos en el apogeo de su Imperio establecían la deificación como el mayor honor que podría conferirse a un hombre, idearon, de igual forma, un castigo que fuera más allá de los límites de la vida mortal, la “condamnatio memoriae”.
La condena de la memoria, un castigo póstumo, entró en vigor cuando los emperadores podían esperar la deificación a su debido tiempo. Las imágenes de apoteosis abundaban en Roma desde Tito mirando desde la espalda de un águila mientras nace para el cielo, hasta los fina
mente labrados Antonio Pío y Faustina que son transportados por figuras aladas.
A un emperador que hubiera abusado de modo demasiado flagrante de su poder, sin embargo, no sólo le sería negada la divinidad, sino, como en el caso del emperador Domiciano, asesinado en el 96, el senado “podría no refrenarse, aventajándose unos a otros en arrojar sobre el difuntos injuriosas y violentas invectivas, mandando traer escaleras inmediatamente para hacer caer las imágenes y los bustos de Domiciano y arrojarlos al suelo”.
El historiador Suetonio también nos habla de que “decretaron que se borraran todas sus inscripciones y se cancelara su memoria”. En un mundo donde la inmortalidad lo era todo, la destrucción deliberada de los hechos y de la memoria de un hombre era el castigo más cruel de todos. Sin posibilidad de rehabilitar jamás su nombre, la sombra de la ignominia pesaría sobre él para siempre.
En el espíritu vengativo de este decreto, los detractores amontonaron fechorías sobre fechoría, cada una de ellas más gráficamente detallada que la anterior. La “transparencia” romana decretó que se relataran exhaustivamente las aberraciones sexuales y que se describieran los asesinatos con sangrienta exactitud, mientras todas las hazañas y logros positivos eran sistemáticamente borrados.
Conservarían a este malandrín para la historia como un ser aterrador, sin ninguna cualidad que lo redimiera digna de recuerdo y respeto.
El cristianismo quitó el juicio tras la muerte de manos de los hombres, de las multitudes y de los senadores, y lo puso en manos de Dios. La compasión y la oración por los muertos reemplazo a la persecución de la memoria de una persona. Mientras los cristianos declaraban “santos” a quienes habían mostrado una excepcional virtud, especialmente a los mártires, nunca pensaron en elaborar una lista de los condenados, encomendándolos a todos a la misericordia de Dios y a su juicio.
La prescripción cristiana de no hablar mal de los muertos y evitar la difamación surgió de la virtud cristiana de la caridad, el “nuevo mandamiento” de Cristo. Como la más grande de todas las virtudes, reemplazó al deseo pagano de perseguir una retribución más allá del sepulcro, encomendando a la misericordia y a la justicia de Dios a los files que partían.
Por Elizabeth Lev, profesora de arte y arquitectura cristiana en el campus italiano de la Universidad Duquesne.