Revalorar el ministerio presbiteral

Por monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de Las Casas

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SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS, sábado, 18 de julio de (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de Las Casas, con el título «Revalorar el ministerio presbiteral», al inicio del Año Sacerdotal.

 

 

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VER

Escribo desde Oaxaca, donde coordino los ejercicios espirituales de varios sacerdotes de esta arquidiócesis, tomando como inspiración el documento de Aparecida. No se trata de un curso o un estudio, ni de un taller pastoral, sino de ponerse en ambiente de reflexión y oración, para escuchar lo que, en ese texto, el Espíritu Santo quiere decir a la Iglesia, en particular a los presbíteros, y hacer una revisión profunda de cómo están viviendo su vocación, pues por los malos testimonios, muchas personas desfallecen en su fe en Dios y se alejan de la Iglesia. Otros se escudan en los escándalos sacerdotales, para desprestigiar la religión y la Iglesia, y así justificar sus propios vicios y pecados. No valoran que la gran mayoría de los sacerdotes cumplen a cabalidad su ministerio, en forma humilde y callada, y son servidores fieles del pueblo, de los pobres, de los que sufren.

Estos ejercicios acontecen en el marco del Año Sacerdotal, convocado por Benedicto XVI, con ocasión del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianey, párroco de Ars, Francia, y patrono de todos los párrocos del mundo. Su finalidad, como dice el Papa en su carta, es «promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo».

JUZGAR

Son inocultables los errores que cometemos algunos clérigos. En palabras del Papa, «hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono». Quisiéramos que nunca acontecieran estas situaciones, y las lamentamos profundamente. Nos avergüenzan y nos cuestionan: ¿Qué deberíamos haber hecho, para evitarlas? Sin embargo, no se vale regodearse en echárnoslas en cara, sólo para ofendernos y para pretender quitar fuerza a nuestra predicación evangélica. Es como cuando un hijo no acepta la corrección de su padre, porque éste es alcohólico, aunque haya razón para ser corregido. Así, no maduramos; somos como adolescentes que sólo se defienden, ofendiendo. Si no nos corregimos, no avanzamos.

Por otra parte, recalco que la inmensa mayoría de los sacerdotes son confiables y nuestro pueblo se acerca a ellos con respeto y cariño. Por ello, el Papa nos invita a «reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de ‘amigos de Cristo’, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?… ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?»

ACTUAR

Este Año Sacerdotal sea ocasión para que los presbíteros hagan una seria revisión de su vida, para que se esfuercen por ser cada día ministros más auténticos de Cristo, quien los eligió para continuar su propia misión salvadora. Que los acompañe nuestra oración por su santificación progresiva, y nuestra gratitud por la entrega de sus vidas al servicio del Pueblo de Dios. Que los malos testimonios no nos hagan tambalear en nuestras convicciones de fe, pues los sacerdotes son sólo mediaciones para llegar a Cristo; si ellos fallan, Cristo no falla. Hay que ser maduros en la fe, y no niños o adolescentes, que por cualquier cosa gritan y se rebelan, a veces yéndose de la casa paterna. Hay que reconocer las deficiencias, pero no por ellas perder el hilo conductor que nos enchufa con Cristo, en quien está la fuente de toda verdad, de toda vida y santidad.

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ZENIT Staff

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