señoras y señores:
Agradezco por la oportunidad que me han dado para encontrar, en este extraordinario contexto, a las autoridades políticas y civiles de la República Checa y a los miembros de la comunidad diplomática. Agradezco vivamente al Señor Presidente Klaus por las gentiles palabras de saludo que ha pronunciado en nombre de ustedes. Expreso, además, mi aprecio a la Orquesta Filarmónica Checa por la ejecución musical que ha abierto nuestro encuentro, y que ha expresado de manera elocuente tanto las raíces de la cultura checa como la relevante contribución ofrecida por esta Nación a la cultura europea.
Mi visita pastoral a la República Checa coincide con el vigésimo aniversario de la caída de los regímenes totalitarios en Europa Central y Oriental, y de la «Revolución del Terciopelo» que restableció la democracia en esta nación. La euforia que siguió fue expresada en términos de libertad. A dos decenios de distancia de los profundos cambios políticos que transformaron este continente, el proceso de sanación y reconstrucción continúa ahora en el interior del más amplio contexto de la unificación europea y de un mundo cada vez más globalizado. Las aspiraciones de los ciudadanos y las expectativas creadas por los gobiernos reclaman nuevos modelos en la vida pública y de solidaridad entre las naciones y los pueblos, sin los cuales el futuro de justicia, de paz y prosperidad, esperado por largo tiempo, quedaría sin respuesta. Tales deseos continúan su desarrollo. Hoy, especialmente entre los jóvenes, surge de nuevo la pregunta sobre la naturaleza de la libertad conquistada ¿Para cuál objetivo se vive en libertad? ¿Cuáles son sus auténticos rasgos distintivos?
Cada generación tiene la tarea de comprometerse en la ardua búsqueda sobre cómo ordenar rectamente las realidades humanas, esforzándose por comprender el uso correcto de la libertad (cfr. Spe salvi, 25). El deber de reforzar las «estructuras de libertad» es fundamental, pero no es suficiente: las aspiraciones humanas se elevan más allá de sí mismas, más allá de lo que cualquier autoridad política o económica pueda ofrecer, hacia aquella esperanza luminosa (cfr. ibid., 35), que encuentra su origen más allá de nosotros mismos y se manifiesta al mundo como verdad, belleza y bondad. La libertad busca un objetivo y por ello requiere una convicción. La verdadera libertad presupone la búsqueda de la verdad – del verdadero bien – y, por tanto, encuentra su propia perfección precisamente en conocer y hacer aquello que es recto y justo. La verdad, en otras palabras, es la norma y guía para la libertad, y la bondad, es su perfección. Aristóteles definió el bien como «aquello a lo que tienden todas las cosas», y llegó a sugerir que «si bien es digno conseguir el fin aunque sólo para un hombre, es más bello aún y más divino conseguirlo para una nación o para unas polis» (Ética a Nicómaco, 1; cfr. Caritas in veritate, 2). En verdad, la alta responsabilidad de tener esta sensibilidad por lo verdadero y el bien recae sobre quien ejerza el papel de guía: en el campo religioso, político o cultural, según el modo que le es propio. Juntos debemos comprometernos en la lucha por la libertad y la búsqueda de la verdad: las dos cosas van juntas, mano a mano, o juntas perecen míseramente (cfr. Fides et ratio, 90).
Para los cristianos, la verdad tiene un nombre: Dios. Y el bien tiene un rostro: Jesucristo. La fe cristiana, desde el tiempo de los Santos Cirilo y Metodio y de los primeros misioneros, ha jugado en realidad un papel decisivo en el plasmar la herencia espiritual y cultural de este país. Debe ser lo mismo en el presente y en el futuro. El rico patrimonio de valores espirituales y culturales, que se expresan los unos a través de los otros, no sólo ha dado forma a la identidad de esta nación, sino que también la ha dotado de la perspectiva necesaria para ejercitar un papel de cohesión en el corazón de Europa. Por siglos esta tierra ha sido punto de encuentro entre pueblos, tradiciones y culturas diversas. Como bien sabemos, ella ha conocido capítulos dolorosos y lleva cicatrices de los trágicos sucesos causados por la incomprensión, por la guerra y las persecuciones. Y es verdad también que sus raíces cristianas han favorecido el crecimiento de un considerable espíritu de perdón, de reconciliación y de colaboración, que ha permitido a la gente de estas tierras ser capaz de encontrar la libertad e inaugurar una nueva era, una nueva síntesis, una renovada esperanza. ¿No es, precisamente, de éste espíritu que tiene necesidad la Europa de hoy?
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