PRAGA, domingo, 27 de septiembre de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció este domingo Benedicto XVI en la explanada que se encuentra junto al aeropuerto de Brno en la República Checa.

 

 



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Queridos hermanos y hermanas:


"Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso" (Mateo 11, 28). Jesús invita a cada discípulo a detenerse con Él, a encontrar en Él consuelo y alivio. La invitación la dirige en particular a nuestra asamblea litúrgica, que reúne idealmente, con el Sucesor de Pedro, a toda vuestra comunidad eclesial. A todos y a cada uno va mi saludo: en primer lugar al obispo de Brno - al que expreso mi gratitud también por las cordiales palabras que me ha dirigido al comienzo de la Misa - a los señores cardenales y a los otros obispos presentes. Saludo a los sacerdotes, a los diáconos, a los seminaristas, a los religiosos y a las religiosas, a los catequistas y a los agentes pastorales, a los jóvenes y a las numerosas familias. Dirijo un respetuoso pensamiento a las autoridades civiles y militares, en especial al presidente de la República y a su amable esposa, al alcalde de la ciudad de Brno y al presidente de la región de Moravia del Sur, tierra rica de historia, de actividades culturales, de industrias y de comercio. Quisiera asimismo saludar con afecto a los peregrinos provenientes de toda la región de Moravia y de las diócesis de Eslovaquia, de Polonia, de Austria y de Alemania.

Queridos amigos, por el carácter que reviste la asamblea litúrgica de hoy, he compartido con gusto la elección, a la que se ha referido vuestro obispo, de entonar las lecturas bíblicas de la santa misa con el tema de la esperanza: la he compartido pensando tanto en el pueblo de este querido país, como en Europa y en toda la humanidad, que está sedienta de algo sobre dónde poder apoyar sólidamente su propio porvenir. En mi segunda encíclica - la Spe salvi -, he subrayado que la única esperanza "cierta" y "fiable" (cf. n. 1) se funda sobre Dios. La experiencia de la historia muestra a cuáles absurdidades llega el hombre cuando excluye a Dios del horizonte de sus elecciones y de sus acciones, y cómo no es fácil construir una sociedad inspirada en los valores del bien, de la justicia y de la fraternidad, porque el ser humano es libre y su libertad permanece frágil. La libertad, entonces, debe ser constantemente reconquistada para el bien, y la ardua búsqueda de los "rectos ordenamientos para las realidades humanas", es una tarea que pertenece a cada generación (cfr ibid., 24-25). Por ello, queridos amigos, nosotros estamos aquí, ante todo en escucha, en escucha de una palabra que nos indique la senda que conduce a la esperanza; es más, estamos en escucha de la Palabra, la única que puede darnos esperanza sólida, porque es Palabra de Dios.

En la primera Lectura (Isaías 61,1-3a), el profeta se presenta revestido de la misión de anunciar a todos los afligidos y los pobres la liberación, el consuelo y la dicha. Este texto, Jesús lo ha retomado y lo ha hecho propio en su predicación. Más aún, ha dicho explícitamente que la promesa del profeta se ha cumplido en Él (cf. Lucas 4,16-21). Se ha realizado completamente cuando, muriendo en la cruz y resucitando de la muerte, nos ha liberado de la esclavitud del egoísmo y del mal, del pecado y de la muerte. Y éste es el anuncio de salvación, antiguo y siempre nuevo, que la Iglesia proclama de generación en generación: ¡Cristo crucificado y resucitado, Esperanza de la humanidad!

Esta palabra de salvación resuena con fuerza también hoy, en nuestra asamblea litúrgica. Jesús se dirige con amor a vosotros, hijos e hijas de esta tierra bendita, en la cual se ha esparcido desde hace más de un milenio la semilla del Evangelio. Vuestro país, como otras naciones, está viviendo una condición cultural que representa a menudo un desafío radical para la fe y, por lo tanto, también para la esperanza. En efecto, tanto la fe como la esperanza, en la época moderna, han sufrido como un "desplazamiento", porque han sido relegadas al plano privado y ‘ultraterrenal', mientras que en la vida concreta y pública se ha afirmado la fe en el progreso científico y económico (cf. Spe salvi, 17). Sabemos todos que este progreso es ambiguo: abre posibilidades de bien junto con perspectivas negativas. Los desarrollos técnicos y la mejora de las estructuras sociales son importantes y ciertamente necesarios, pero no bastan para garantizar el bienestar moral de la sociedad (cf. ibid., 24). El hombre tiene necesidad de ser liberado de las opresiones materiales, pero debe ser salvado, y con mayor profundidad, de los males que afligen el espíritu. Y ¿quién puede salvarlo sino Dios, que es Amor y ha revelado su rostro de Padre omnipotente y misericordioso en Jesucristo? Nuestra firme esperanza es pues Cristo: en Él, Dios nos ha amado hasta el extremo y nos ha dado la vida en abundancia (cfr Juan 10,10), esa vida que cada persona, algunas veces incluso sin llegar a saberlo, anhela poseer.

"Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso". Estas palabras de Jesús, escritas con grandes letras sobre la puerta de vuestra Catedral de Brno, las dirige ahora a cada uno de nosotros y añade: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas" (Mateo 11,29-30). ¿Podemos permanecer indiferentes ante su amor? Aquí, como en otros lugares, en los siglos pasados muchos han sufrido por mantenerse fieles al Evangelio y no han perdido la esperanza; muchos se han sacrificado para volver a dar dignidad al hombre y libertad a los pueblos, encontrando en la adhesión generosa a Cristo la fuerza para construir una nueva humanidad. Y, sin embargo, en la sociedad actual, donde tantas formas de pobreza nacen del aislamiento, del no ser amados, del rechazo de Dios y de la originaria y trágica cerrazón del hombre que piensa que se puede bastar a sí mismo, o si no que es sólo un hecho insignificante y pasajero; en este nuestro mundo que está alienado "cuando se entrega a proyectos exclusivamente humanos" (cf. Caritas in veritate, 53), sólo Cristo puede ser nuestra esperanza cierta. Éste es el anuncio que nosotros los cristianos estamos llamados a difundir cada día, con nuestro testimonio.

Anunciadlo vosotros, queridos sacerdotes, permaneciendo íntimamente unidos a Jesús y ejerciendo con entusiasmo vuestro ministerio, con la certeza de que nada puede faltar a quien confía en Él. Testimoniad a Cristo vosotros, queridos religiosos y religiosas, con la alegre y coherente práctica de los consejos evangélicos, indicando cuál es nuestra verdadera patria: el Cielo. Y vosotros, queridos fieles laicos jóvenes y adultos, vosotras, queridas familias, sostened sobre la fe en Cristo vuestros proyectos familiares, del trabajo, de la escuela, y las actividades de cada ámbito de la sociedad. Jesús nunca abandona a sus amigos. Él asegura su ayuda, porque no es posible hacer nada sin Él, pero, al mismo tiempo, pide a cada uno que se comprometa personalmente para difundir su mensaje universal de amor y de paz. Os sea de aliento el ejemplo de los santos Cirilo y Metodio, Patronos principales de Moravia, que han evangelizado a los pueblos eslavos, y de los santos Pedro y Pablo, a los cuales está dedicada vuestra Catedral. Contemplad el testimonio luminoso de santa Zdislava, madre de familia, rico de obras de religión y de misericordia; de san Juan Sarkander, sacerdote y má rtir; de san Clemente María Hofbauer, sacerdote y religioso, nacido en esta Diócesis, y canonizado hace 100 años, y de la beata Restituta Kafkova, religiosa nacida en Brno y asesinada por los nazis en Viena. ¡Que os acompañe y proteja la Virgen, Madre de Cristo, nuestra Esperanza! ¡Amén!


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