CIUDAD DEL VATICANO, martes 29 de septiembre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto del Videomensaje que el Papa Benedicto XVI grabó en los días pasados, y que se transmitió ayer durante el Retiro Internacional Sacerdotal en Ars (Francia).
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Queridos hermanos en el sacerdocio,
como podéis imaginar, habría sido enormemente feliz de poder estar con vosotros en este retiro sacerdotal internacional sobre el tema: “La alegría de ser sacerdote: consagrado para la salvación del mundo”. Sois muchos los que participáis y os beneficiáis de las enseñanzas del cardenal Christoph Schönborn. Saludo muy cordialmente a los demás predicadores y al obispo de Belley-Ars, monseñor Guy-Marie Bagnard. He tenido que contentarme con dirigiros este mensaje grabado, pero quiero creer que con estas palabras, a cada uno de vosotros os hablo de la manera más personal posible, para que, como dijo san Pablo, “os llevo en el corazón, partícipes como sois de mi gracia” (Fl 1, 7).
San Juan María Vianney subrayaba el papel indispensable del sacerdote, cuando decía: “Un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios, este es el mayor tesoro que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los más precioso dones de la misericordia divina”(El cura de Ars, Pensamientos, Bernard Nodet, Desclée de Brouwer, Foi Vivante, 2000, p. 101). En este Año sacerdotal, se nos llama a todos a explorar y redescubrir la grandeza del Sacramento que nos ha configurado para siempre a Cristo Sumo Sacerdote y nos ha “santificado en la verdad” (Jn 17, 19) a todos.
Elegido entre los hombres, el sacerdote sigue siendo uno de ellos y está llamado a servirles entregándoles la vida de Dios. Es él el que “continúa la obra de redención en la tierra” (Nodet, p. 98). Nuestra vocación sacerdotal es un tesoro que llevamos en vasos de barro (cfr 2 Cor 4, 7). San Pablo expresó felizmente la infinita distancia que existe entre nuestra vocación y la pobreza de las respuestas que podemos dar a Dios. Tengamos presente en nuestros oídos y en lo íntimo de nuestro corazón la exclamación llena de confianza del Apóstol, que decía: “pues cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Co 12, 10). La conciencia de esta debilidad nos abre a la intimidad de Dios, que nos da fuerza y alegría. Cuanto más persevere el sacerdote en la amistad de Dios, más continuará la obra del Redentor en la tierra (cfr Nodet, p. 98). El sacerdote ya no es más para si mismo, es para todos (cfr Nodet, p. 100).
Precisamente allí reside uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo. El sacerdote, hombre de la Palabra divina y de las cosas sagradas, debe ser hoy más que nunca un hombre de alegría y de esperanza. A los hombres que ya no pueden concebir que Dios sea Amor puro, él afirmará siempre que la vida vale la pena ser vivida, y que Cristo le da todo su sentido porque ama a los hombres, a todos los hombres. La religión del Cura de Ars es una religión de la alegría, no una búsqueda morbosa de la mortificación, como a veces se ha creido: “Nuestra felicidad es demasiado grande, no, no, nunca podremos comprenderla” (Nodet, p. 110), decía, y también “cuando estamos de camino y divisamos un campanario, éste debería hacer latir nuestro corazón como la vista del tejado de la morada del bienamado hacer latir el corazón de la esposa”. Así, yo quisiera saludar con un afecto particular a aquellos de vosotros que tienen la carga pastoral de varias iglesias y que se desgastan sin llevar cuentas por mantener una vida sacramental en sus diferentes comunidades. ¡El reconocimiento de la Iglesia es inmenso hacia todos vosotros! No perdáis el valor, sino seguid rezando para que numerosos jóvenes acepten responder a la llamada de Cristo, que no deja de querer aumentar el número de sus apóstoles para misionar en sus campos.
Queridos sacerdotes, pienso también en la enorme diversidad de los ministerios que ejercéis al servicio de la Iglesia. Pensad en el gran número de misas que habéis celebrado o celebraréis, haciendo cada vez a Cristo realmente presente sobre el altar. Pensad en las innumerables absoluciones que habéis dado y que daréis, permitiendo a un pecador ser perdonado. Percibís en ese momento la fecundidad infinita del Sacramento del Orden. Vuestras manos, vuestros labios, se convierten, en el espacio de un instante, en las manos y en los labios de Dios. Lleváis a Cristo en vosotros; habéis, por gracia, entrado en la Santa Trinidad. Como decía el santo Cura: “Si uno tuviera fe, vería a Dios escondido en el sacerdote como una luz detrás de un vidrio, como un vino mezclado con el agua”(Nodet, p 97). Esta consideración debe ayudar a armonizar las relaciones entre los sacerdotes con el fin de realizar esa comunidad sacerdotal a la que exhorta san Pedro (cfr 1 Pe 2, 9) para formar el cuerpo de Cristo y construiros en el amor (cfr Ef 4, 11-16).
El sacerdote es el hombre del futuro: es aquel que se ha tomado en serio las palabras de Pablo: “si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba” (Col 3,1). Lo que se haga en la tierra está en el orden de los medios ordenados al Fin último. La misa es el único punto de unión entre los medios y el Fin, porque nos deja ya contemplar, bajo la humilde apariencia del pan y del vino, el Cuerpo y la Sangre de Aquel que adoraremos en la eternidad. Las frases sencillas pero densas del santo Cura sobre la Eucaristía nos ayudan a percibir mejor la riqueza de ese momento único de la jornada en el que vivimos un cara a cara vivificante para nosotros mismos y para cada uno de los fieles. “La felicidad que hay en el decir la misa se comprenderá sólo en el cielo”, escribía (Nodet. p. 104). Os animo por tanto a reforzar vuestra fe y la de los fieles en el Sacramento que celebráis y que es la fuente de la verdadera alegría. El santo de Ars escribía: “El sacerdote debe sentir la misma alegría (de los apóstoles) al ver a Nuestro Señor, al que tiene entre las manos” (Ibidem).
Agradeciéndoos lo que sois y por lo que hacéis, os repito: “Nada reemplazará nunca el ministerio de los sacerdtoes en la vida de la Iglesia” (Homilía durante la misa del 13 de septiembre de 2008 en la Explanada de los Inválidos, París). Testigos vivientes del poder de Dios que opera en la debilidad de los hombres, consagrados para la salvación del mundo, sois, mis queridos hermanos, elegidos por el propio Cristo para ser, gracias a Él, sal de la tierra y luz del mundo. ¡Que podáis, durante este retiro espiritual, experimentar de modo profundo lo Íntimo Inenarrable (San Agustín, Confesiones, iii, 6, 11, va 13, p. 383) para estar perfectamente unidos a Cristo con el fin de anunciar su amor alrededor vuestro y de comprometeros totalmente al servicio de la santificación de todos los miembros del pueblo de Dios! Confiándoos a la Virgen María, Madre de Cristo y de los sacerdotes, os imparto a todos mi Bendición Apostólica.
[Traducción del original en francés por Inma Álvarez]