BRESCIA, domingo 8 de noviembre de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que dirigió Benedicto XVI en la mañana de este domingo al presidir la celebración eucarística en la plaza Pablo VI.
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Queridos hermanos y hermanas:
Es grande mi alegría al poder partir con vosotros el pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía aquí, en el corazón de la diócesis de Brescia, donde nació y recibió su formación juvenil el siervo de Dios Giovanni Battista Montini, el Papa Pablo VI. Doy las gracias en particular al obispo, monseñor Luciano Monari, por las palabras que me ha dirigido al inicio de la celebración, y con él saludo a los cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y diáconos, a los religiosos y religiosas, y a todos los agentes pastorales. Doy las gracias al alcalde por sus palabras y su regalo, y a las demás autoridades civiles y militares. Un saludo especial dirijo a los enfermos que se encuentran dentro de la catedral.
En el corazón de la liturgia de la Palabra de este domingo, XXXII del tiempo ordinario, encontramos el personaje de la pobre viuda, o más bien, nos encontramos ante el gesto que realiza al dejar en el tesoro del templo las últimas monedas que le quedan. Un gesto que, gracias a la mirada atenta de Jesús, se ha convertido en proverbial: «el óbolo de la viuda» es, de hecho, sinónimo de la generosidad de quien da sin reservas lo poco que posee. Ahora bien, antes quisiera subrayar la importancia del ambiente en el que se desarrolla este episodio evangélico, es decir, el templo de Jerusalén, centro religioso del pueblo de Israel y corazón de toda su vida. El templo es el lugar del culto público y solemne, pero también de la peregrinación, de los ritos tradicionales y de las disputas rabínicas, como las que refiere el Evangelio entre Jesús y los rabinos de aquel tiempo, en las que, sin embargo, Jesús enseña con una autoridad singular, la del Hijo de Dios. Pronuncia juicios severos, como hemos escuchado, sobre los escribas, a causa de su hipocresía: éstos, mientras ostentan gran religiosidad, se aprovechan de la gente pobre imponiéndoles obligaciones que ellos mismos no observan. Jesús, en definitiva, muestra su afección al templo como casa de oración, pero precisamente por este motivo quiere purificarlo de usos impropios, es más, quiere revelar su significado más profundo, ligado al cumplimiento de su mismo Misterio, el Misterio de su muerte y resurrección, en la que Él mismo se convierte en el nuevo y definitivo Templo, el lugar en el que se encuentran Dios y el hombre, el Creador y su criatura.
El episodio del óbolo de la viuda se enmarca en este contexto y nos lleva, a través de la mirada misma de Jesús, a fijar la atención en un detalle que puede escaparse pero que es decisivo: el gesto de una viuda, muy pobre, que echa en el tesoro del templo dos monedas. Jesús también nos dice hoy, como en aquel día a los discípulos: ¡prestad atención! Mirad lo que hace esa viuda, pues su acto contiene una gran enseñanza; expresa la característica fundamental de quienes son las «piedras vivas» de este nuevo Templo, es decir, la entrega completa de sí al Señor y al prójimo; la viuda del Evangelio, al igual que la del Antiguo Testamento, lo da todo, se da a sí misma, y se pone en las manos de Dios para los demás. Este es el significado perenne de la oferta de la viuda pobre, que Jesús exalta, pues ha dado más que los ricos, quienes ofrecen parte de lo que les sobra, mientras ella ha dado todo lo que tenía para vivir (Cf. Marcos 12,44), y de este modo se ha dado a sí misma.
¡Queridos amigos! A partir de esta imagen evangélica, deseo meditar brevemente sobre el misterio de la Iglesia y, de esta manera, rendir homenaje a la memoria del gran papa Pablo VI, que consagró a ella toda su vida. La Iglesia es un organismo espiritual concreto que prolonga en el espacio y en el tiempo la oblación del Hijo de Dios, un sacrificio aparentemente insignificante respecto a las dimensiones del mundo y de la historia, pero decisivo a los ojos de Dios. Como dice la Carta a los Hebreos, también en el texto que acabamos de escuchar, a Dios le bastó el sacrificio de Jesús, ofrecido «una sola vez», para salvar al mundo entero (Cf. Heb., 9, 26. 28), pues en esa única oblación se condensa todo el Amor del Hijo de Dios hecho hombre, como en el gesto de la viuda se concentra todo el amor de aquella mujer por Dios y por los hermanos: no le falta nada y no se le puede añadir nada. La Iglesia, que nace incesantemente de la Eucaristía, de la autoentrega de Jesús, es la continuación de este don, de esta sobreabundancia que se expresa en la pobreza, del todo que se ofrece en el fragmento. Es el Cuerpo de Cristo que se entrega enteramente, Cuerpo partido y compartido, en constante adhesión a la voluntad de su Cabeza. Me alegra saber que estáis profundizando en la naturaleza eucarística de la Iglesia, guiados por la carta pastoral de vuestro obispo.
Esta es la Iglesia que el siervo de Dios Pablo VI amó con amor apasionado y trató de dar a comprender y amar con todas sus fuerzas. Releamos su «Pensamiento en la muerte», allí donde, en la parte conclusiva, habla de la Iglesia. «Podría decir –escribe– que siempre la he amado… y que por ella, no por otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiera». Es el tono de un corazón palpitante, que sigue diciendo: «Quisiera finalmente comprenderla totalmente, en su historia, en su designio divino, en su destino final, en su composición compleja, total y unitaria, en su humana e imperfecta consistencia, en sus desgracias y sufrimientos, en las debilidades y las miserias de tantos de sus hijos, en sus aspectos menos simpáticos, y en el esfuerzo perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo Místico de Cristo. Quisiera abrazarla, saludarla, amarla, en cada ser que la compone, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla». Y le dirige las últimas palabras como si se tratara de la esposa de toda una vida: «Y a la Iglesia, a la que le debo todo y que fue mía, ¿qué le diré? Que Dios te bendiga, sé consciente de tu naturaleza y de tu misión, ten conciencia de las verdaderas y profundas necesidades de la humanidad; y camina pobre, es decir, libre, siendo fuerte y amando a Cristo».
¿Qué se puede añadir a palabras tan altas e intensas? Sólo quisiera subrayar esta última visión de la Iglesia «pobre y libre», que recuerda la figura evangélica de la viuda. Así debe ser la comunidad eclesial para poder hablar a la humanidad contemporánea. Giovanni Battista Montini llevaba particularmente en su corazón, en todas las estaciones de su vida, desde los primeros años de sacerdocio hasta el pontificado, el encuentro y el diálogo de la Iglesia con la humanidad de nuestro tiempo. Dedicó todas sus energías al servicio de la Iglesia, siendo lo más conforme posible a su Señor Jesucristo, de modo que, al encontrarla, el hombre contemporáneo pudiera encontrar a Jesús, porque de Él tiene necesidad absoluta. Este es el anhelo profundo del Concilio Vaticano II, al que corresponde la reflexión del papa Pablo VI sobre la Iglesia. Él quería exponer de forma programática algunos puntos importantes en su primera encíclica, Ecclesiam suam, del 6 de agosto de 1964, cuando aún no habían visto la luz las constituciones conciliares Lumen gentium y Gaudium et spes.
Con aquella encíclica el pontífice se proponía explicar a todos la importancia de la Iglesia para la salvación de la humanidad, y al mismo t
iempo, la exigencia de establecer entre la comunidad eclesial y la sociedad una relación de mutuo conocimiento y amor (cf. Enchiridion Vaticanum, 2, p. 199, n. 164). «Conciencia», «renovación», «diálogo»: estas son las tres palabras elegidas por Pablo VI para expresar sus «pensamientos» dominantes –como él los define– al comenzar su ministerio petrino, y la tres tienen que ver con la Iglesia. Ante todo, la exigencia de que ella profundice en el conocimiento de sí misma: origen, naturaleza, misión, destino final; en segundo lugar, su necesidad de renovarse y purificarse contemplando al modelo que es Cristo; por último, el problema de sus relaciones con el mundo moderno (Cf. ibídem, pp. 203-205, nn. 166-168). Queridos amigos, y me dirijo especialmente a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, ¿cómo no ver que la cuestión de la Iglesia, de su necesidad en el designio de salvación y de su relación con el mundo, sigue siendo hoy, absolutamente central? Es más, ¿cómo no ver que el desarrollo de la secularización y la globalización han hecho esta cuestión aún más radical, ante el olvido de Dios, por una parte, y ante las religiones no cristianas, por otra? La reflexión del Papa Montini sobre la Iglesia es más actual que nunca; y más precioso es aún el ejemplo de su amor por ella, inseparable de su amor por Cristo. «El misterio de la Iglesia –leemos en la encíclica Ecclesiam suam-– no es un mero objeto de conocimiento teológico, ha de ser un hecho vivido, del cual el alma fiel aun antes que un claro concepto puede tener una casi connatural experiencia» (ibídem, n. 13). Esto presupone una robusta vida interior, que es «el gran manantial de la espiritualidad de la Iglesia, su modo peculiar de recibir las irradiaciones del Espíritu de Cristo, expresión radical insustituible de su actividad religiosa y social e inviolable defensa y renaciente energía de su difícil contacto con el mundo profano» (ibídem,13). Precisamente el cristiano abierto, la Iglesia abierta al mundo, tienen necesidad de una robusta vida interior.
Queridos, ¡que don inestimable para la Iglesia es la lección del siervo de Dios Pablo VI! Y como es entusiasmante cada vez aprender de su ejemplo. Es una lección que afecta a todos y que compromete a todos, según los diferentes dones y ministerios que enriquecen al Pueblo de Dios por la acción del Espíritu Santo. En este año sacerdotal me gusta subrayar cómo esta lección interesa y afecta de manera particular a los sacerdotes, a quienes el Papa Montini reservó siempre un afecto y una atención especiales. En la encíclcia sobre el celebato sacerdotal escribió: «‘Apresado por Cristo Jesús’ (Fil 3, 12) hasta el abandono total de sí mismo en él, el sacerdote se configura más perfectamente a Cristo también en el amor, con que el eterno sacerdote ha amado a su cuerpo, la Iglesia, ofreciéndose a sí mismo todo por ella… La virginidad consagrada de los sagrados ministros manifiesta el amor virginal de Cristo a su Iglesia y la virginal y sobrenatural fecundidad de esta unión» (Sacerdotalis caelibatus, 26). Dedico estas palabras del gran Papa a los numerosos sacerdotes de la diócesis de Brescia, aquí representados, así como a los jóvenes que se están formando en el seminario. Y quisiera recordar también las palabras que Pablo VI dirigió a los alumnos del Seminario Lombardo, el 7 de diciembre de 1968, mientras las dificultades del post-Concilio se añadían a los fermentos del mundo juvenil: «Muchos –dijo– se esperan del Papa gestos clamorosos, intervenciones enérgicas y decisivas. El Papa considera que tiene que seguir únicamente la línea de la confianza en Jesucristo, a quien le preocupa más su Iglesia que a ningún otro. Él calmará la tempestad… No se trata de una espera estéril o inerte, sino más bien de una espera vigilante en la oración. Esta es la condición que Jesús escogió para nosotros de modo que Él pueda actuar en plenitud. También el Papa necesita ayuda con la oración» (Insegnamenti VI, [1968], 1189). Queridos hermanos, que los ejemplos sacerdotales del siervo de Dios Giovanni Battista Montini os guíen siempre y que interceda por vosotros san Arcangelo Tadini, a quien hace poco he venerado en mi breve visita a Botticino.
Mientras saludo y aliento a los sacerdotes, no puedo olvidar, especialmente aquí, en Brescia, a los fieles laicos, que en esta tierra han demostrado una extraordinaria vitalidad de fe y de obras, en los diferentes campos del apostolado asociado y del compromiso social. En las «Enseñanzas» de Pablo VI, queridos amigos de Brescia, podéis encontrar indicaciones siempre preciosas para afrontar los desafíos del presente, sobre todo, la crisis económica, la inmigración, la educación de los jóvenes. Al mismo tiempo, el Papa Montini no perdía ocasión para subrayar el primado de la dimensión contemplativa, es decir, el primado de Dios en la experiencia humana. Y, por ello, no se cansaba nunca de promover la vida consagrada, en la variedad de sus aspectos. Él amó intensamente la multiforme belleza de la Iglesia, reconociendo en ella el reflejo de la infinita belleza de Dios, que se trasparenta sobre el rostro de Cristo.
Recemos para que el fulgor de la belleza divina resplandezca en cada una de nuestras comunidades y la Iglesia sea signo luminoso de esperanza para la humanidad del tercer milenio. Que nos alcance esta gracia María, a quien Pablo VI quiso proclamar, al final del Concilio Vaticano II, madre de la Iglesia. ¡Amén!
[Traducción del original italiano por Jesús Colina
© Libreria Editrice Vaticana]