Gobernar la globalización con el principio de subsidiariedad

Tema central del último libro del cardenal Martino

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes 27 de noviembre de 2009 (ZENIT.org).- Gobernar realmente la globalización significa usar el principio de subsidiariedad para garantizar que todas las personas tengan los bienes fundamentales.

Éste es el mensaje central del libro “Servire la giustizia e la pace” (“Servir a la justicia y a la paz”) (Libreria Editrice Vaticana).

El volumen recoge algunas de las intervenciones más significativas del cardenal Renato Raffaele Martino, presidente del Consejo Pontificio Justicia y Paz y durante 16 años observador permanente de la Santa Sede ante las Naciones Unidas en Nueva York.

En este libro, el purpurado afronta diversas problemáticas como la cooperación internacional, el trabajo, la paz, los derechos humanos ante la técnica, el bien común y la necesidad de una autoridad política mundial.

Y todo ello a la luz de la doctrina social de la Iglesia, entendida como instrumento de evangelización.

Globalización, subsidiariedad y gobierno global

El cardenal parte del concepto de comunidad internacional como comunidad natural y necesaria que encuentra su fundamento en la misma naturaleza humana, en la igualdad de todos los hombres y en su natural sociabilidad.

En este contexto, inserta la doctrina social como catalizador de un orden internacional, centrado en la persona humana, los valores éticos y el derecho a la convivencia entre las diversas comunidades políticas.

Aquí el purpurado reclama la necesidad de elaborar un nuevo “derecho de las gentes” y solicita la “constitución de poderes públicos a nivel mundial, una autoridad mundial, cuyo establecimiento depende del orden ético-jurídico que preside las relaciones internacionales”.

Una estructuración de los poderes a nivel internacional, por tanto, en función de las organizaciones políticas individuales y que no sea sustituida por ellas.

El purpurado destaca después la necesidad de “desarrollar el potencial pedagógico de las organizaciones internacionales”.

Afirma que la Declaración universal de los derechos humanos del 1948 y la Carta de las Naciones Unidas deben volver a ser “un “paradigma” ético-cultural vinculante para todos los Estados miembros”.

“El gobierno de la globalización -explica- necesita organismos internacionales, sin los cuales no hay un sistema de normativas, pero se corre el peligro de crear “superestados” que agarrotan el sistema”.

En esta propuesta, el purpurado sitúa el punto clave en el principio de subsidiariedad, entendido como “la ayuda que hay que dar a la persona para que pueda lograr de manera autónoma sus propios fines personales y comunitarios” y que implica “el valor de asumir responsabilidades y el de la participación”.

En una época dominada por la globalización, que a menudo aparece como un fenómeno “impersonal” y “suprapersonal” de rostro indefinido, fruto de la deriva tecnológica y que conduce a la “homogeneización cultural”, la Iglesia la ve como un momento de “con-división”, en el sentido de “valorar la diferencia (división), pero en un marco unitario y de colaboración con una finalidad”.

Frente a las consecuencias negativas de la globalización, en buena parte atribuibles, según el cardenal Martino, a “un gobierno inadecuado”, la Iglesia invoca “una globalización en la solidaridad, una globalización sin marginación”.

Así lo había destacado Juan Pablo II en el Mensaje para la Jornada mundial de la Paz del 1998.

Humanismo planetario del trabajo

Hay que replantearse, por tanto, el gobierno global, indica el purpurado, pero también hacer del decent work, es decir, del trabajo digno, un objetivo irrenunciable.

“El trabajo es, de hecho, la clave de la cuestión social”, la manera de reducir la pobreza y las desigualdades, porque “la posibilidad de trabajo transforma al pobre, de “problema” del que hay que hacerse cargo en “recurso”.

En el escenario actual, constata el purpurado, se asiste a una disminución de la solidaridad en el mundo del trabajo, no sólo entre los trabajadores de los países desarrollados, sino también en los países subdesarrollados, vistos cada vez más como “antagonistas”.

Respecto a décadas atrás, en las que se hablaba del “puesto fijo”, han cambiado además los tipos de trabajo y la misma configuración contractual y jurídica de los nuevos trabajos, que ocultan a veces verdaderas situaciones de precariedad.

Hoy se presta mayor atención a la movilidad, a la flexibilidad y a la reconversión, incentivando “el nomadismo laboral y la flexibilidad exasperada”, que permiten reducir la desocupación pero que a menudo crean “retornos negativos de tipo relacional”.

En el escenario actual, continúa, “el trabajo tiende a absorber el capital, contrariamente a lo que sucedía en la vieja sociedad industrial, cuando en cambio el sujeto acababa por ser aplastado por el objeto, por la máquina”.

Pero esto conduce a la “explotación de los nuevos trabajos, al super-trabajo, al trabajo-carrera que a veces roba espacio a dimensiones tan humanas y necesarias para la persona, a la excesiva flexibilidad del trabajo que hace precaria, y a veces imposible, la vida familiar”.

Por ello hay que volver a considerar a la persona como fin y no como medio, y pensar en la plena ocupación con en “un objetivo que mantener fijo y alto”.

Además, “hay que recuperar la solidaridad universal del mundo del trabajo, señalando el redescubrimiento del valor subjetivo del trabajo”.

El primado de la caridad sobre la justicia

Los derechos humanos reclaman el concepto de justicia, que “necesita ser purificada de la caridad”, señala el cardenal, refiriéndose a la encíclica “Deus caritas est” de Benedicto XVI.

Y, de hecho, “el verdadero modo de servir a los pobres no es partir de su pobreza en sentido sociológico, sino partir de Cristo pobre”.

“Sin referirse a la doctrina social de la Iglesia -continúa-, quien se compromete con la justicia y con los derechos humanos, con el desarrollo y la defensa de los pobres, corre constantemente el riesgo de perder de vista el “lugar teológico” desde el cual interpretar propiamente su compromiso”

Ésta es una consecuencia de la teología de la liberación -al menos en sus expresiones más radicales-, que “intentaba partir de la praxis de la liberación, en lugar de Cristo liberador”, acabando así produciendo un “efecto secularizante” y alimentando “la cultura relativista”.

La “erradicación de la pobreza” es el componente crucial del desarrollo sostenible. Pero si es cierto que la pobreza y la miseria constituyen amenazas a la sostenibilidad del desarrollo, explica el cardenal, también es verdad que los problemas medioambientales afectan en mayor medida a las poblaciones pobres, obligadas a vivir en las zonas degradadas o en las áreas más expuestas a los riesgos medioambientales.

La familia, estructura de base de la ecología humana

En el libro, el purpurado trata también sobre cómo es posible alcanzar una plena e integral realización de la persona humana y un auténtico humanismo social teniendo en cuenta el lugar central de la familia.

En este sentido, afirma que la familia, con la procreación, “se coloca como principio genético de la sociedad, mientras que con el cuidado y la educación de los hijos se configura como instrumento primario e insustituible para que cada persona pueda crecer adecuadamente en sus múltiples dimensiones e insertarse de manera positiva en el contexto social y cultural”.

“Una sociedad a medida de la familia es la mejor garantía contra toda deriva de tipo individualista o colectivista porque en ella, la persona está siempre en el centro
de la atención como fin, y nunca como medio”, afirma.

Además, añade, “la solidaridad (···) pertenece a la familia como bien de origen, constitutivo, estructural”

Por ello, las familias deben ser no sólo sujeto activo de la acción política, sino también “protagonistas de su misma promoción”, “protagonistas esenciales de la vida económica”, porque se rigen por la “lógica de compartir y de la solidaridad entre generaciones”.

[Por Mirko Testa, traducción del original italiano por Patricia Navas]

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ZENIT Staff

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