CIUDAD DEL VATICANO, lunes 30 de noviembre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía pronunciada por el Papa Benedicto XVI el sábado durante la celebración de las Primeras Vísperas del I Domingo de Adviento, al comienzo del nuevo Año Litúrgico.
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Queridos hermanos y hermanas,
con esta celebración vespertina entramos en el tiempo litúrgico del Adviento. En la lectura bíblica que acabamos de escuchar, tomada de la Primera Carta a los Tesalonicenses, el apóstol Pablo nos invita a preparar la «venida del Señor nuestro Jesucristo» (5,23) conservándonos irreprensibles, con la gracia de Dios. Pablo usa precisamente la palabra “venida”, en latín adventus, de donde viene el término Adviento.
Reflexionemos brevemente sobre el significado de esta palabra, que puede traducirse como “presencia”, “llegada”, “venida”. En el lenguaje del mundo antiguo era un término técnico utilizado para indicar la llegada de un funcionario, la visita del rey o del emperador a una provincia. Pero podía indicar también la venida de la divinidad, que sale de su ocultación para manifestarse con poder, o que es celebrada presente en el culto. Los cristianos adoptaron la palabra “adviento” para expresar su relación con Jesucristo: Jesús es el Rey, que ha entrado en esta pobre “provincia” llamada tierra para visitarnos a todos; hace participar en la fiesta de su adviento a cuantos creen en Él, a cuantos creen en su presencia en la asamblea litúrgica. Con la palabra adventus se pretendía sustancialmente decir: Dios está aquí, no se ha retirado del mundo, no nos ha dejado solos. Aunque no lo podemos ver y tocar como sucede con las realidades sensibles, Él está aquí y viene a visitarnos de múltiples maneras.
El significado de la expresión “adviento” comprende por tanto también el de visitatio, que quiere decir simple y propiamente «visita»; en este caso se trata de una visita de Dios: Él entra en mi vida y quiere dirigirse a mí. Todos tenemos experiencia, en la existencia cotidiana, de tener poco tiempo para el Señor y poco tiempo también para nosotros. Se acaba por estar absorbidos por el “hacer”. ¿Acaso no es cierto que a menudo la actividad quien nos posee, la sociedad con sus múltiples intereses la que monopoliza nuestra atención? ¿Acaso no es cierto que dedicamos mucho tiempo a la diversión y a ocios de diverso tipo? A veces las cosas no “atrapan”. El Adviento, este tiempo litúrgico fuerte que estamos empezando, nos invita a detenernos en silencio para captar una presencia. Es una invitación a comprender que cada acontecimiento de la jornada es un gesto que Dios nos dirige, signo de la atención que tiene por cada uno de nosotros. ¡Cuántas veces Dios nos hace percibir algo de su amor! ¡Tener, por así decir, un “diario interior” de este amor sería una tarea bonita y saludable para nuestra vida! El Adviento nos invita y nos estimula a contemplar al Señor presente. La certeza de su presencia ¿no debería ayudarnos a ver el mundo con ojos diversos? ¿No debería ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como «visita», como un modo en que Él puede venir a nosotros y sernos cercano, en cada situación?
Otro elemento fundamental del Adviento es la espera, espera que es al mismo tiempo esperanza. El Adviento nos empuja a entender el sentido del tiempo y de la historia como «kairós«, como ocasión favorable para nuestra salvación. Jesús ilustró esta realidad misteriosa en muchas parábolas: en la narración de los siervos invitados a esperar la vuelta del amo; en la parábola de las vírgenes que esperan al esposo; o en aquellas de la siembre y de la cosecha. El hombre, en su vida, está en constante espera: cuando es niño quiere crecer, de adulto tiende a la realización y al éxito, avanzando en la edad, aspira al merecido descanso. Pero llega el tiempo en el que descubre que ha esperado demasiado poco si, más allá de la profesión o de la posición social, no le queda nada más que esperar. La esperanza marca el camino de la humanidad, pero para los cristianos está animada por una certeza: el Señor está presente en el transcurso de nuestra vida, nos acompaña y un día secará también nuestras lágrimas. Un día no lejano, todo encontrará su cumplimiento en el Reino de Dios, Reino de justicia y de paz.
Pero hay formas muy distintas de esperar. Si el tiempo no está lleno por un presente dotado de sentido, la espera corre el riesgo de convertirse en insoportable; si se espera algo, pero en este momento no hay nada, es decir, si el presente queda vacío, cada instante que pasa parece exageradamente largo, y la espera se transforma en un peso demasiado grave, porque el futuro es totalmente incierto. Cuando en cambio el tiempo está dotado de sentido y percibimos en cada instante algo específico y valioso, entonces la alegría de la espera hace el presente más precioso. Queridos hermanos y hermanas, vivamos intensamente el presente donde ya nos alcanzan los dones del Señor, vivamoslo proyectados hacia el futuro, un futuro lleno de esperanza. El Adviento cristiano se convierte de esta forma en ocasión para volver a despertar en nosotros el verdadero sentido de la espera, volviendo al corazón de nuestra fe que es el misterio de Cristo, el Mesías esperado por largos siglos y nacido en la pobreza de Belén. Viniendo entre nosotros, nos ha traído y continua ofreciéndonos el don de su amor y de su salvación. Presente entre nosotros, nos habla de múltiples modos: en la Sagrada Escritura, en el año litúrgico, en los santos, en los acontecimientos de la vida cotidiana, en toda la creación, que cambia de aspecto según si detrás de ella está Él o si está ofuscada por la niebla de un origen incierto y de un incierto futuro. A nuestra vez, podemos dirigirle la palabra, presentarle los sufrimientos que nos afligen, la impaciencia, las preguntas que nos brotan del corazón. ¡Estamos seguros de que nos escucha siempre! Y si Je´sus está presente, no existe ningún tiempo privado de sentido y vacío. Si Él está presente, podemos seguir esperando también cuando los demás no pueden asegurarnos más apoyo, aún cuando el presente es agotador.
Queridos amigos, el Adviento es el tiempo de la presencia y de la espera de lo eterno. Precisamente por esta razón es, de modo particular, el tiempo de la alegría, de una alegría interiorizada, que ningún sufrimiento puede borrar. La alegría por el hecho de que Dios se ha hecho niño. Esta alegría, invisiblemente presente en nosotros, nos anima a caminar confiados. Modelo y sostén de este íntimo gozo es la Virgen María, por medio de la cual nos ha sido dado el Niño Jesús. Que Ella, fiel discípula de su Hijo, nos obtenga la gracia de vivir este tiempo litúrgico vigilantes y diligentes en la espera. Amén.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]