CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 24 de julio de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que presenta en la última edición en español de "L'Osservatore Romano", semanario de la Santa Sede en este idioma, el escritor y articulista Juan Manuel de Prada.

 


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¿Cómo sería Santiago, el hijo de Zebedeo y Salomé, a quien los evangelistas siempre sitúan en lugar destacado en las listas de los Doce, y a quien Jesús mismo quiso a su lado, junto a Pedro y a su hermano Juan, en alguno de los momentos más significativos de su existencia terrena? Hubo de ser, sin duda, un hombre exaltado y ardoroso, propenso a la cólera, a quien imaginamos cogiéndose unos cabreos de órdago cuando, después de una dura jornada en el lago Tiberíades, volviese de vacío a Betsaida. Más de una vez lanzaría airado maldiciones a los peces remisos a caer en sus redes; más de una vez los amenazaría con arrojar sobre ellos el "fuego del cielo", que es lo que también quiso arrojar sobre los inhospitalarios samaritanos cuando, después de la Transfiguración, Jesús lo manda por delante, junto a su hermano Juan, para buscar dónde pasar la noche. Podemos imaginarnos a Santiago, exhausto y hambriento, echando pestes de los samaritanos, y a Jesús reprendiéndolo: "Menos lobos, hijo del trueno, menos lobos...". Porque así, "hijos del trueno", era como llamaba Jesús a Santiago y a Juan; en donde se demuestra que los Zebedeos eran hombres bragados y poco mansos. Alguna razón tenía, sin embargo, Santiago, para llevarse ese berrinche. ¿Cómo osaban esos zarrapastrosos samaritanos negarle pan y posada a un hombre que acababa de ver el cuerpo de Cristo traspasado de luz y rezumando gozo y belleza en el monte Tabor? Aquella Transfiguración no la había realizado el Señor ante las multitudes, ni siquiera ante los Doce, sino tan sólo en presencia de Pedro, de Juan y de él mismo. Seis días antes, Jesús había instituido en Cesarea el Primado de Pedro; seis días antes, Jesús había anunciado su Pasión y había dicho a los Apóstoles que, para salvarse, había que "negarse a sí mismo" y tomar la cruz. Y, puesto que tal revelación tuvo sin duda que conturbar a los pobres Apóstoles, Cristo toma a tres de ellos y, para hacerles más llevadero y tragable el escándalo de la Pasión, les permite vislumbrar la gloria divina, como un "relámpago" premonitorio de la Resurrección. Santiago había visto a su Maestro en coloquio con Elías y con Moisés; y, aunque no había entendido muy bien de lo que hablaban, Jesús le había ordenado que no lo contase a nadie hasta que "el Hijo del hombre resucite de ente los muertos". Santiago, pues, sabe que Jesús va a resucitar; sabe que le ha sido concedido el don de vislumbrar esa gloria que se avecina... pero no ha entendido el sentido del milagro que acaba de presenciar, no ha entendido que sin cruz no hay Resurrección. Podemos imaginarlo confabulando con su hermano: "Jesús nos ha confiado que va a resucitar de entre los muertos. Y Jesús ha querido que tú y yo veamos anticipadamente su gloria. Ergo tenemos derecho a que se nos guarde un lugar preferente en su gloria, uno a la derecha y otro a la izquierda de su trono". Y allá que se van, los hijos del trueno, en comisión petitoria, a reclamar ese derecho.


El Evangelio de Mateo -a diferencia del de Marcos-introduce en este episodio una precisión muy sabrosa y psicológicamente plausible. ¡Resulta que los bravucones Zebedeos, los hermanos tonantes, echan mano de su madre Salomé para que les haga de intermediaria ante Jesús! Y es la madre la que solicita a Jesús que sus dos hijos tengan un lugar de privilegio en el Reino: uno a su derecha y otro a su izquierda, como validos o chambelanes en una corte palaciega. Aquí no podemos por menos que imaginarnos a Jesús soltando una carcajada. "¡Vaya con los hermanos vociferantes y airados! -pensaría--. Son unos tíos con toda la barba, pero se escudan en su mamá para que sus ambiciones resulten menos descaradas, para que su apetito de honores quede atemperado, mitigado, hermoseado por la solicitud materna". Santiago y Juan actúan como los postulantes maquinadores en busca de enchufe, que en lugar de presentar su candidatura a pecho descubierto recurren a intermediarios; y ya se sabe que no hay mejor intermediario que la madre propia, que es quien mejor y con mayor sentimiento resalta las prendas del postulante, ablandando el corazón del que tiene potestad para adjudicar cargos o repartir mercedes. Pero a los bravucones Zebedeos no les valió en esta ocasión la triquiñuela: "El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos". Y por si aún no les hubiese quedado claro en que consistía eso de ser "esclavo de todos", Jesús vuelve a elegir a los "hijos del trueno", junto a Pedro, para que presencien su oración agónica en el huerto de Getsemaní. Jesús se hace obediente hasta la muerte; y, viéndolo humillado y sufriente, al fin Santiago podrá entender que la gloria que él pudo vislumbrar en el monte Tabor no se alcanza encaramado en un trono, sino colgado de un madero. Santiago ya está preparado para entender aquel largo sermón con que Jesús se había despedido de sus discípulos: "El siervo no es más que su maestro. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros". Y también está preparado para entender las dos formas más pavorosas de persecución: primero la persecución desde dentro ("os expulsarán de las sinagogas"); y después desde fuera ("E incluso llegará la hora en que os matarán y pensarán que con eso hacen un servicio a Dios"). Lo que Jesús predijo se cumplió; todos los Apóstoles fueron expulsados de la sinagoga y después murieron mártires, con la única excepción de Juan, el hermano de Santiago, que murió longevo y en la cama, aunque desde luego también fue mártir, porque lo echaron a una caldera hirviendo en tiempos de Domiciano, de la que salió milagrosamente ileso, y luego fue condenado a las minas de Patmos, que eran un suplicio peor que la muerte. Santiago, el otro hijo del trueno, fue decapitado por orden de Herodes Agripa, allá por el año 40, en Jerusalén, donde empezó a predicar el Evangelio inmediatamente después de la ascensión de Cristo. El hijo del trueno no maldijo entonces a sus ejecutores, ni los amenazó con el "fuego del cielo", ni reclamó en el trance de la muerte un lugar preferente al lado del trono: y es que había entendido que para gozar de aquella gloria que Jesús le permitió vislumbrar en la cima del monte Tabor había que "dar la vida como rescate por muchos". 


A España no sabemos a ciencia cierta si vino Santiago. Pero la Tradición así nos lo enseña desde tiempos inmemoriales; y la Tradición dice verdad, pues nunca hubo pueblo tan impetuoso y a la vez sufrido como el español. Y ese ímpetu que, corregido en la escuela del sufrimiento, no se disipa en bravuconería y aspaviento vano, sino que sabe hacerse paciente en la adversidad sólo lo pudimos aprender los españoles de aquel hijo del trueno que contempló anticipadamente la gloria de Cristo y que, al fin, aprendió que para alcanzar la gloria hay primero que apurar el cáliz del dolor.