Un bien público llamado hijo

Por monseñor Francisco Gil Hellín, arzobispo de Burgos

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BURGOS, sábado, 21 de agosto de 2010 (ZENIT.org) – Publicamos el mensaje que ha escrito monseñor Francisco Gil Hellín, arzobispo de Burgos, con el título «Un bien público llamado hijo».


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Desde hace años se han disparado las alarmas de la natalidad en Europa. No en el sentido de que se nos acabe el suelo para acoger los nuevos nacimientos, sino porque éstos han decrecido de forma alarmante. Y como esto tiene repercusiones seguras y negativas sobre las pensiones, nada más lógico que la Comisión Europea se muestre cada vez más preocupada por el envejecimiento demográfico y su repercusión en el estado del bienestar. Hasta el punto de que en su reciente Libro verde no dude en afirmar que «con las tendencias actuales, la situación es insostenible».

Una de las propuestas que ofrece es conseguir que la salida efectiva de la vida laboral se acerque a la edad legal de la jubilación y alargar ésta hasta los setenta años. En España la edad efectiva está en 62,6 años y el gobierno ya ha anunciado prolongar la edad legar de la jubilación.

Especialistas y demógrafos han dado también la señal de alarma sobre el desequilibrio entre la baja natalidad y la larga esperanza de vida, por una parte, y el estado del bienestar, por otra. Si no se invierte la pirámide fatalista, las pensiones, la atención a las personas dependientes, y el gasto sanitario y educativo están amenazados.

Los programas electorales o gubernamentales pueden prometer cualquier cosa. Pero los datos demográficos son los que son: contundentes y nada flexibles. Y estos datos señalan que para apuntalar el estado del bienestar se necesita una tasa de fecundidad en torno al 1,9 de hijos por mujer, como ocurre, por ejemplo, en Francia y los países nórdicos. En España tenemos 1,46.

Ciertamente, la inmigración es un factor positivo para la natalidad, pues el 20 por ciento de los nacimientos son de madre extranjera. Pero los demógrafos saben muy bien que las mujeres emigrantes no son tan numerosas como para variar el índice y, además, que con el paso del tiempo tienden a adoptar nuestros patrones de natalidad más reducida.

Según esto, parece que el único remedio es aumentar la natalidad. Es alentador que todas las encuestas coincidan en que las españolas dicen que desearían tener más hijos. Toca ahora a los sectores implicados comprometerse con la promoción de la natalidad. El Estado dando más prestaciones familiares y plazas para la educación infantil; los empleadores, con medidas de conciliación entre trabajo y familia; y las propias familias, con una responsabilidad compartida entre el marido y la mujer para la crianza de los hijos. Como alguien ha dicho, el hijo se ha convertido en «bien público».

En este horizonte, y sin entrar en consideraciones éticas, resulta incomprensible la promoción del aborto. Porque los ciento quince mil ochocientos doce abortos de 2008 suponen uno de cada cinco embarazos. Dicho en términos más crematísticos, uno de cada cinco españoles que podrían apuntalar el estado del bienestar no aportarán sus brazos y su inteligencia para hacer progresar al país.

Es verdad que también habrían supuesto un mayor gasto en su infancia y juventud, pero a nadie se le oculta que el aumento de la población joven en un país envejecido es siempre un factor positivo. Por lo demás, las mujeres que abortan no son las que más hijos suelen tener, pues el sesenta y seis por ciento no tienen ninguno y el veintidós sólo tiene uno.

En definitiva, se trata, como insisten los demógrafos, de favorecer que las mujeres tengan hijos más jóvenes. Para ello es necesario invertir la actual sensibilidad de algunos sectores, muy ideologizados y politizados, que no cesa de bombardear la opinión pública en contra del aumento de la natalidad y a favor del aborto. Todos deberíamos ser más conscientes de que tal postura, más allá de consideraciones éticas, es un atentado contra el estado de bienestar.

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ZENIT Staff

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