CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 28 de agosto de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito Giovanni Maria Vian, director de «L’Osservatore Romano», a los setenta años de la llegada del hermano Roger Schutz a la Colina de Taizé.
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Era el 20 de agosto de 1940, hace setenta años, cuando Roger Schutz llegó por primera vez a Taizé. En aquel verano de guerra en la Francia sometida por el invasor, ciertamente el joven pastor calvinista suizo no podía imaginar que en un futuro no tan lejano -ya durante la década de 1950- otros jóvenes europeos, muchos y después muchísimos, iban a subir a esa colina en el corazón de Borgoña, en una región rural ondulada y dulce en cuyo horizonte corren a menudo grandes nubes. Al principio llegaban espontáneamente, como él, quizá en autostop, luego de todo el continente en grupos organizados, sobre todo durante el verano o en Pascua.
En el calendario litúrgico el 20 de agosto es la fiesta de san Bernardo, que vivió en Cîteaux, no muy distante de Taizé, que a su vez se encuentra a pocos kilómetros de Cluny: bajo el signo de reformas monásticas que han marcado la historia de la Iglesia. Y ya en 1940 el joven Schutz comenzó a acoger a refugiados y judíos, pensando en un proyecto de vida común con algunos amigos, que inició dos años más tarde en Ginebra por la imposibilidad de quedarse en Francia. Regresó a Taizé durante la guerra, y reanudó la acogida, esta vez de prisioneros alemanes y de niños huérfanos. Quien llega hoy encuentra un pequeño bungalow, un poco más allá de las antiguas casas y la pequeña iglesia románica, rodeada por un minúsculo cementerio, y una acogida que encarna la antigua hospitalidad en el nombre de Cristo inscrita en la Regla de san Benito.
Precisamente la vocación monástica había atraído siempre a Roger y a sus compañeros, todos de origen protestante, pero sensibles a la riqueza de las distintas corrientes cristianas y que se comprometieron ya en 1949 a una forma de vida común en el surco de la espiritualidad benedictina y de la ignaciana, delineada algunos años más tarde en la Regla de Taizé. En ese mismo año el hermano Roger fue recibido por Pío XII junto con uno de sus primeros compañeros, Max Thurian, mientras que desde 1958 sus encuentros con el Papa -Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II, que en 1986 estuvo en la colina- se convirtieron en una costumbre anual, expresando una cercanía que llevó, desde finales de la década de 1960, a la entrada en la comunidad de un número creciente de católicos. Y el hermano Roger, ya varios años antes de su asesinato a manos de una desequilibrada el 16 de agosto de 2005, designó a un joven católico alemán, Alois Löser, como su sucesor en la guía de la comunidad.
En 1962 el prior, con algunos hermanos, comenzó en el más absoluto secreto una serie de visitas a algunos países del Este europeo, mientras que en agosto se inauguró en Taizé una moderna Iglesia de la Reconciliación. Un espacio muy grande -pero que pronto hubo que ampliar, al principio con carpas, para hospedar a las miles de personas que acudían en las semanas de verano- predispuesto para la oración tres veces al día en varios idiomas. Con los largos momentos de silencio y cantos meditativos ahora muy difundidos, estas tres citas diarias eran lo que impresionaba profundamente a quienes llegaban por primera vez a la colina.
Para la apertura de un «concilio de los jóvenes» en agosto de 1974 llegaron a Taizé más de cuarenta mil de toda Europa, alojados en un campamento de tiendas, en una precariedad agravada por una lluvia torrencial. Entre ellos pasaba imperturbable el cardenal Johannes Willebrands, enviado por Pablo VI, hablando con amabilidad a los jóvenes de poco más de veinte años que se le acercaban, manchados de barro y cansados, pero impresionados por la apuesta ecuménica de la comunidad. A ellos, durante décadas, en el surco de la grande tradición cristiana, el hermano Roger dirigía cada tarde una breve meditación, y después de la oración se detenía a acoger y escuchar a quienes querían hablarle o sólo acercarse a él.
Esta fue, en los años de la contestación juvenil y del alejamiento de muchos de la fe, la revolución de Taizé. Lucha y contemplación había decidido titular el diario de aquellos años el prior, mientras la comunidad comenzaba una «peregrinación de confianza» en los distintos continentes. Buscando la reconciliación y compartir las pobrezas del mundo, reavivando la fe casi apagada en numerosos contextos de Europa central, sosteniendo su llamita en los países sofocados por el comunismo, acostumbrando a muchos jóvenes católicos a una apertura todavía más amplia.
Taizé nunca quiso constituir un movimiento, pero siempre impulsó a comprometerse en las parroquias y en las realidades locales: practicando la acogida, alentando a los pacíficos de la bienaventuranza evangélica, trabajando para la unión entre las Iglesias y las comunidades de los creyentes en Cristo, mostrando la vitalidad y la eficacia de un camino ecuménico espiritual. Que sepa reconciliar en sí mismo -el hermano Roger, notre frère, lo había aprendido de joven y lo testimonió durante toda la vida, auténtico pionero de un «ecumenismo de la santidad» como ha escrito el cardenal Bertone en nombre de Benedicto XVI- las riquezas de las distintas confesiones cristianas: la atención a la Biblia subrayada en el protestantismo, el esplendor de la liturgia ortodoxa, la centralidad de la Eucaristía católica. Delante de la cual en Taizé brilla siempre una lucecita que significa la adoración del único Señor.