ROMA, lunes 14 de marzo de 2011 (ZENIT.org).- Si sólo los testaferros ateos Richard Dawkins y Christopher Hitchens hubieran vivido en Roma, habríamos tenido diversión cuaresmal observando sus rabietas durante los siguientes cuarenta días.

Ver a los romanos acudir a las calles para ver a Benedicto XVI dirigir las estaciones del Via Crucis en el Coliseo el Viernes Santo habría puesto sus pelos de punta, pero la vista de las estaciones organizadas a lo largo de la Vía de la Conciliación habría hecho explotar sus cabezas.

La Vía de la Conciliación – abierta por Benito Mussolini en 1929 para celebrar los Pactos de Letrán de ese mismo año, que vieron como Italia y la Santa Sede reconocían su soberanía mutua – es la calle principal que conduce a la Basílica de San Pedro. Todo el que ha visitado Roma recordará la vista impresionante que aparece al girar la esquina desde el río Tíber y ver la plaza, la basílica y la cúpula que se alzan con altanería al final de la calle.

Diseñada para destacar el espíritu de cooperación entre el Estado Italiano y la Santa Sede, la calle tiene la mezcla típica romana de lo sagrado y lo profano, desde el servicio a los peregrinos hasta la editorial Chaos especializada en las conspiraciones y escándalos vaticanos.

Pero esta semana, la gran avenida del Vaticano está tomando otro aspecto, el de Via Crucis. Catorce estaciones de tamaño real están situadas a lo largo de la amplia acera de la Vía de la Conciliación. Realizadas en bronce, usando la misma técnica a la cera perdida de Brunelleschi y Donatello, comprenden 49 estatuas y 11 cruces y constituyen las estaciones de Via Crucis más grandes del mundo.

Los escultores, Pasquale Nava y Giuseppe Allamprese, , han estado trabajando en este proyecto desde 2002, usando en total 22.000 libras de bronce para las estatuas y las cruces. Las esculturas fueron concebidas y modeladas en el gran taller de la Domus Dei, propiedad de la Congregación de las Pías Discípulas del Divino Maestro, que produce arte y objetos litúrgicos para las iglesias.

El Via Crucis fue realizado para la ciudad de Coquimbo en Chile por la “Fundación Cruz del III Milenio”. Esta fundación se formó después de la visita de Juan Pablo II en 1987 para recoger los frutos de la visita papal. En 1998, la fundación empezó el proyecto consistente en la creación de una cruz de 280 pies de altura sobre la ciudad, y estas majestuosas estaciones, después de su estancia cuaresmal en Roma, también adornarán las calles de Coquimbo.

Benedicto XVI bendijo la primera estación después de la audiencia general del pasado 1 de marzo. Pero la hermana Rosalía Rosetti, presidenta de Domus Dei, junto al Consejo de Administración, fue a pedir el permiso del alcalde de Roma, Gianni Alemanno, para exponer las obras en la Vía de la Conciliación, que está bajo la jurisdicción de la ciudad de Roma. Esta “bendición secular” no se hizo esperar y además carente de polémicas, de indignaciones ateas y de otras rabietas a las que estamos acostumbradas en el mundo anglófono.

Las estaciones fueron inauguradas el domingo, cuando el cardenal Angelo Comastri, arcipreste de la Basílica de San Pedro, ofreció una reflexión cuaresmal a las 11:30, antes del Ángelus del mediodía. El Via Crucis permanecerá allí toda la Cuaresma, hasta el 29 de abril.

Las estaciones están detenidas. Las figuras están dispuestas en grupos donde Cristo parece siempre más retraído y tranquilo que los personajes que lo rodean. Los soldados dan vueltas a su alrededor girándose para golpearlo; las mujeres visten de luto, las telas de la cruces se mueven violentamente en el aire, obligando a los transeúntes, cristianos o no, a ser testigos de la persecución y sufrimiento de Cristo.

Los detalles meticulosos y históricamente precisos dan vida a las escenas. La armadura romana está cuidadosa y correctamente detallada, las ropas y los accesorios son muy naturales, tanto que uno se siente transportado atrás en el tiempo a pesar del rugido de los motores de los coches que se oye por doquier.

La Vía de la Conciliación, ya dramática por propio derecho, se ha convertido en un teatro en el que se representan las últimas horas de Cristo. Siguiendo el mismo camino, san Pedro caminó hacia el lugar de su martirio, las estatuas hacen a una meditar profundamente sobre el significado de este testimonio.

Hay otros Via Crucis en la ciudad. El más famoso está en la Basílica de la Santa Cruz donde se guardan las reliquias de la Pasión así como la Escalera Santa considerada la que Cristo subió para encontrarse con Poncio Pilatos.

En 1670, Bernini añadió otro con sus ángeles en el puente que va a Castelgandolfo, cada uno sostiene un elemento de la Pasión de Cristo. Este viaje a través del Evangelio, reliquias y arte que se extiende desde el extremo de la ciudad hasta la Basílica de san Pedro sirve de recuerdo a los peregrinos del alto precio de nuestra redención.

Incluso Dan Brown en su novela “Ángeles y Demonios” y su multitud de seguidores pueden interpretar la ciudad como un camino de “iluminación”a través de una ciencia atea, los romanos, desde el alcalde hasta los ciudadanos, sabemos que la ruta trazada a través de la Ciudad Eterna, desde las reliquias hasta las nuevas estaciones de la Vía de la Conciliación, iluminan el camino de la salvación.

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Una discoteca para vampiros

Pasando de lo sublime a lo ridículo, estuve en Florencia hace un par de semanas, donde, en medio de la escultura de mármol “David” de Michelangelo y las puertas de bronce del Baptisterio de Ghiberti, una nueva escultura ha sido recibida con gran pompa y fanfarria. El “artista” contemporáneo Damian Hirst exhibía su trabajo, realizado en 2007, llamado “For the Love of God” (Por el amor de Dios), en el Palazzo Vecchio, junto al museo de los Uffizi.

Este proyecto, un salto de actividades artísticas y artesanales, comprende un cráneo humano, comprado en una tienda de taxidermia, con 8.601 diamantes en bruto incrustados. Los florentinos y los turistas son invitados a quitarle tiempo a Donatello y Leonardo Da Vinci, para quedarse embobados delante de la obra por 10€ por persona, más de lo que cuesta la entrada a los Uffizi.

Después de realizar un homenaje financiero a Mr. Hirst, se puede subir las escaleras, vislumbrar brevemente el Salón de los Nueve, donde Michelangelo y Leonardo una vez se enfrentaron en duelo artístico, antes de entrar en la cámara de la calavera de cristal.

Entrando en la pequeña habitación, uno es recibido por una oscuridad extrema. Un susurro de movimiento sorprende al visitante cuando un guardia armado de la esquina se mueve a través de la oscuridad y brilla una luz a nuestros pies. En el centro en un pedestal cubierto de terciopelo, se sitúa la calavera de diamante en una urna de cristal con una luz vertical que la ilumina.

Sola con la brillante calavera, una (supongo) está destinada a experimentar diversas sensaciones -un shock por el gasto, temor ante la luz y el fuego de las piedras y sobriedad ante el recuerdo de la mortalidad. Yo sólo pensaba en lo contenta que estaba de tener un pase de museo y no haber pagado por ver esto. Parecía una bola de espejos de una discoteca de vampiros.

Se supone que esta obra es la más cara pieza de arte del mundo, pero, su precio de 50 millones de libras (80,2 millones de dólares) nunca fue pagado. No tiene nada de la artesanía de las joyas de la corona, ni la consideración del esqueleto de bronce de Bernini que surge de debajo del monumento a Alexander VIII en la Basílica de San Pedro.

Su provocación viene del nombre (al parecer un grito de la madre de Hirst: “¡Oh Damian, por amor de Dios, que será lo próximo que hagas!”), pero muestra más un poco de los comienzos de Hirst como protegido del mecenas del publicista intele ctual Charles Saatchi. Escribe el eslógan, deja que los consumidores hagan el resto.

La breve sensación de nerviosismo -habitación oscura, espacio pequeño, guardia de seguridad- parece extraída directamente de una casa encantada de un parque de atracciones. Cuando uno piensa en las glorias del arte de Florencia que representan el amor de Dios por el hombre, esta obra es un triste comentario de “arte”contemporáneo.

El mismo fin de semana fui a Siena a visitar la cabeza embalsamada de Santa Catalina de Siena en la iglesia de Santo Domingo. No había diamantes y ni un escenario sensacional, sólo una gran basílica y un altar, sin embargo la presencia de la santa ha atraído a miles de peregrinos a este santuario.

Los restos mortales de Santa Catalina crean un vínculo con ella que intercede en el cielo por nosotros. Su presencia en la iglesia recuerda a los peregrinos su gran ejemplo como mujer, maestra y pacificadora. Ella no está incrustada de diamantes, pero su testimonio es mucho más precioso de lo que será el cínico Hirst con respecto a las reliquias.

Por Elizabeth Lev. Traducción del inglés por Carmen Álvarez

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Elizabeth Lev enseña arte y arquitectura cristianos en el campus italiano de la Universidad Duquesne y el programa de Estudios Católicos de la Universidad de Santo Tomas. Se puede contactar con ella en lizlev@zenit.org