RÍMINI, martes 23 de agosto de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el mensaje del Papa Benedicto XVI que el secretario de Estado, cardenal Tarcisio Bertone, hizo llegar el domingo al Meeting de Rímini, el festival anual del movimiento Comunión y Liberación.

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10 de agosto de 2011

A Su Excelencia Reverendísima

Monseñor Francesco Lambiasi

Obispo de Rímini

Excelencia Reverendísima,

también este año tengo la alegría de transmitir el cordial saludo del Santo Padre a Vuestra Excelencia, a los organizadores y a todos los participantes en el Meeting para la Amistad entre los Pueblos, que tiene lugar en estos días en Rímini. El tema elegido para la edición 2011 – "Y la existencia se convierte en una inmensa certeza" - suscita interrogantes diversos y profundos: ¿qué es la existencia? ¿Qué es la certeza? Y sobre todo: ¿cuál es el fundamento de la certeza sin la cual el hombre no puede vivir?

Sería interesante entrar en la riquísima reflexión que la filosofía, desde sus albores, ha desarrollado en torno a la experiencia del existir, del ser, llegando a conclusiones importantes, pero a menudo también contradictorias y parciales. Podemos sin embargo ser conducidos directamente a lo esencial partiendo de la etimología latina del término existencia: ex sistere. Heidegger, interpretándola como un "no permanecer", ha puesto en evidencia el carácter dinámico de la vida del hombre. Pero ex sistere evoca al menos en nosotros dos significados, aún más descriptivos de la experiencia humana del existir y que, en un cierto sentido, están en el origen del propio dinamismo analizado por Heidegger. La partícula ex nos hace pensar en una procedencia y, al mismo tiempo, en un alejamiento. La existencia sería por tanto un “estar, habiendo procedido de” y, al mismo tiempo, un "llevarse más allá", casi un "trascender" que define de forma permanente el mismo "estar". Tocamos aquí el nivel más original de la vida humana: su creaturalidad, su ser estructuralmente dependiente de un origen, su ser querida por alguien hacia quien, casi inconscientemente, tiende. El llorado monseñor Luigi Giussani, que con su fecundo carisma está en el origen de la manifestación riminense, insistió muchas veces en esta dimensión fundamental del hombre. Y justamente, porque es propio de la conciencia de ésta de donde deriva la certeza con la que el hombre afronta su existencia. El reconocimiento de su propio origen y la “proximidad” de este mismo origen a todos los momentos de la existencia son la condición que permite al hombre una auténtica maduración de su personalidad, una mirada positiva hacia el futuro y una fecunda incidencia histórica. Este es un dato antropológico verificable ya en la experiencia cotidiana: un niño está tanto más cierto y seguro cuanto más experimenta la cercanía de los padres. Pero precisamente permaneciendo en el ejemplo del niño comprendemos que, por sí solo, el reconocimiento de su propio origen y, en consecuencia, de su propia dependencia estructural no es suficiente. Al contrario, podría parecer – como la historia ha demostrado ampliamente - un peso del que liberarse. Lo que hace “fuerte” al niño es la certeza del amor de sus padres. Hace falta, por tanto, entrar en el amor de quien nos ha querido para poder experimentar la positividad de la existencia. Si falta una de las dos, la conciencia del origen y la certeza de la meta de bien a la que el hombre es llamado, se vuelve imposible explicar el dinamismo profundo de la existencia y comprender al hombre. Ya en la historia del pueblo de Israel, sobre todo en la experiencia del éxodo descrita en el Antiguo Testamento, emerge cómo la fuerza de la esperanza deriva de la presencia paterna de Dios que guía a su pueblo, de la memoria viva de sus acciones y de la promesa luminosa sobre el futuro.

El hombre no puede vivir sin una certeza sobre su propio destino. "Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace vivible también el presente" (Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 2). Pero ¿sobre qué certeza puede el hombre apoyar razonablemente su propia existencia? ¿Cuál es, en definitiva, la esperanza que no defrauda? Con la llegada de Cristo, la promesa que alimentaba la esperanza del pueblo de Israel llega a su cumplimiento, asume un rostro personal. En Cristo Jesús, el destino del hombre ha sido arrancado definitivamente de la nebulosidad que lo rodeaba. A través del Hijo, en el poder del Espíritu Santo, el Padre nos ha desvelado definitivamente el futuro positivo que nos espera. "El hecho de que este futuro exista, cambia el presente; el presente es tocado por la realidad futura, y así las cosas futuras se vuelvan en las presentes y las presentes en las futuras" (ibid., 7). Cristo resucitado, presente en su Iglesia, en los Sacramentos y con su Espíritu, es el fundamento último y definitivo de la existencia, la certeza de nuestra esperanza. Él es el eschaton ya presente, el que hace de la existencia misma un acontecimiento positivo, una historia de salvación en la cual cada circunstancia revela su verdadero significado en relación con lo eterno. Si falta esta conciencia es fácil caer en los riesgos del actualismo, en el sensacionalismo de las emociones, en el que todo se reduce a fenómeno, o de la desesperación, en la que cada circunstancia aparece sin sentido. Entonces la existencia se convierte en una búsqueda afanosa de acontecimientos, de novedades pasajeras, que, al final, resultan desilusionantes. Sólo la certeza que nace de la fe permite al hombre vivir de modo intenso el presente y, al mismo tiempo, trascenderlo, captando en él los reflejos de lo eterno al que el tiempo está ordenado. Sólo la presencia reconocida de Cristo, fuente de la vida y destino del hombre, es capaz de despertar en nosotros la nostalgia del Paraíso y así proyectarnos con confianza en el futuro, sin miedos y sin falsas ilusiones.

Los dramas del siglo pasado han demostrado ampliamente que cuando disminuye la esperanza cristiana, es decir, cuando disminuye la certeza de la fe y el deseo de las “cosas últimas”, el hombre se pierde y se convierte en víctima del poder, empieza a pedir la vida a quien no la puede dar. Una fe sin esperanza ha provocado el surgimiento de una esperanza sin la fe, intramundana.

Hoy más que nunca nosotros los cristianos estamos llamados a dar razón de la esperanza que hay en nosotros, a testimoniar en el mundo ese “más allá” sin el cual todo permanece incomprensible. Pero para esto es necesario “renacer”, como dijo Jesús a Nicodemo, dejarse regenerar por los Sacramentos y por la oración, redescubrir en ellos el cauce de toda auténtica certeza. La Iglesia, haciendo presente en el tiempo el misterio de la eternidad de Dios, es el sujeto adecuado de esta certeza. En la comunidad eclesial la pro-existencia del Hijo de Dios nos alcanza; en ella la vida eterna, a la que toda la existencia está destinada, se hace experimentable ya desde ahora. "La inmortalidad cristiana – afirmaba al inicio del siglo pasado el padre Festugière – tiene como carácter propio el ser la expansión de una amistad". ¿Qué es el Paraíso, sino la realización definitiva de la amistad con Cristo y entre nosotros? En esta perspectiva, prosigue el religioso francés, “poco importa a continuación donde se encuentre uno. El cielo es el verdad allí donde está Cristo. Así, el corazón que ama no desea otra alegría sino la de vivir siempre junto al propio amado”. La existencia, por tanto, no es un proceder ciego, sino un salir al encuentro de aquel que nos ama. Sabemos por tanto adonde estamos yendo, hacia quién nos dirigimos y esto orienta toda la existencia.

Excelencia, auguro que estos breves pensamientos puedan ser de ayuda para quienes toman parte en el Meeting. Su Santidad Benedicto XVI desea aseguraros a todos, con afecto, Su recuerdo en la oración y, augurando que la reflexión de estos días refuerce la certeza de que sólo Cristo ilumina plenamente nuestra existencia humana, de corazón le envía a Usted, a los responsables y a los organizadores de la manifestación, como también a todos los presentes, una particular Bendición Apostólica.

Tarcisio Card. Bertone
Secretario de Estado de Su Santidad

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]